Image: Karajan a los 100

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Música

Karajan a los 100

El 'Dios' de Europa ante el examen del siglo XXI

3 abril, 2008 02:00

Herbert von Karajan. Foto: Decca / Elfride Hanak

El Dios. Así se le conocía en Salzburgo a Herbert von Karajan, ciudad en la que nacía el 5 de abril de 1908. Pasado mañana cumpliría, pues, cien años este gran maestro de la batuta tan controvertido como entregado a la causa musical. Para celebrarlo, Deutsche Grammophon publica estos días Karajan, the music, the legend y EMI reedita gran parte de su obra. Los críticos José Luis Pérez de Arteaga y Arturo Reverter analizan su vida, su técnica musical y su legado artístico.

Empezar un concierto en el París (bajo ocupación) de la Segunda Guerra Mundial con el himno de las SS, el Horst Wessel Lied, no parece, desde la perspectiva del siglo XXI, la mejor manera de pasar a la historia como adalid de los derechos humanos o paladín de la democracia. Pero eso hizo en 1942 Herbert von Karajan, nacido hace 100 años (Salzburgo, 5 de abril de 1908); claro que pensar en ese momento en la perspectiva del siglo XXI era algo inconcebible. Al joven músico de 36 años sólo le preocupaban dos cosas: ascender en el escalafón artístico y sobrevivir en tiempos airados. En un cierto momento, lo segundo, sobrevivir, fue prioritario, y lo primero, ascender, se convirtió en accesorio. Y Karajan sobrevivió, y desde luego se reconcilió con Francia: veraneaba en Saint-Tropez, se casó con una francesa y hasta volvió a la capital gala como titular de la Orquesta de París (1969 y 1971).

Si la carrera del artista hubiera de resumirse en sedes, los nombres serían Ulm, Aachen, Londres, Milán, Berlín, Viena, Salzburgo y París. Lo asombroso es que varias de estas referencias coincidieron en el tiempo (Director Artístico de La Scala, titular de la Filarmónica de Berlín, Consejero Artístico del Festival de Salzburgo y Director Musical de la ópera de Viena), con lo que el personaje llegó a convertirse -y así se le llamaba- en el ‘Director General de Música de Europa’. En Salzburgo le llamaban ‘Der Gott’ (‘El Dios’) y un chiste de los años 60 narraba que Karajan tomaba un taxi en Viena, el conductor preguntaba "A dónde le llevo" y el pasajero respondía: "A cualquier sitio, me esperan en todos". Orquestalmente hablando, el músico tuvo dos referencias esenciales: las dos Filarmónicas, Berlín y Viena. Con esta última tuvo una relación casi dramática, con idas, venidas, adioses, reencuentros, portazos y anulaciones, pero intensamente "amorosa" en el doble plano humano y artístico.

Un "titular espiritual"
La Filarmónica de Viena de los 70 y 80, pasados los turbulentos años de la dirección del salzburgués en la ópera, consideraba al artista su auténtico "titular espiritual"; una encuesta efectuada entre los músicos en 1984 por el diario vienés Kurier situaba a Karajan, con enorme diferencia respecto de los "segundos", como maestro predilecto de la orquesta: dichos "segundos" eran, entre otros, Solti, Bernstein, Maazel o Abbado. Algunos de estos se dieron por ofendidamente aludidos, en especial -aunque nada dijo en público- el último, que en esas fechas era, precisamente, titular de la ópera. La Filarmónica de Viena, que nunca fue abiertamente su orquesta -Karajan jamás tuvo, como Mahler, Weingartner o Furtwängler, un cargo de "director musical" del conjunto-, adoró sin embargo al artista. La relación con la Filarmónica de Berlín fue más educada, pero tan sólida como tempestuosa, esto último en su etapa final. El incidente que destapó la caja de los truenos fue, paradójicamente, derivado de uno de los gestos más plausibles de Karajan.

El caso Meyer
En 1982 se presentó a la plaza de clarinetista una joven artista suiza, Sabine Meyer, aún sabiendo que la normativa de la orquesta berlinesa era contraria a la vinculación de mujeres a la institución: Meyer obtuvo sin dificultad el primer puesto de la concurrida oposición en doble examen, aunque de inmediato se le comunicó que no podría acceder a la plaza a causa de los usos internos de la Filarmónica; pero Karajan, presente en las pruebas, decidió romper lanza y tradición a favor de la solista, e insistió en que se le diera el puesto de primer clarinete de la orquesta junto al reputado Karl Leister. La reacción corporativa de los músicos fue salvaje, aunque tuvieron que aceptar la voluntad de su titular, y a Sabine Meyer se le hizo la vida imposible dentro de la agrupación: Karajan montó en cólera y decidió que se limitaría a cumplir los términos estrictos de su contrato, es decir, dirigir los ocho conciertos de abono de la orquesta y abandonaría todo tipo de actividades paralelas, que suponían una importantísima fuente de ingresos adicional para los músicos. En su lugar, el director volvió la vista a la siempre amada Filarmónica de Viena y pasó a realizar todos sus discos y vídeos con los austriacos, además de hacer sus giras y festivales con ellos. Los vieneses tuvieron que hacer verdaderos equilibrios para reajustar su calendario de conciertos y, sobre todo, sus actuaciones diarias en la ópera, pero lo trastocaron todos porque veneraban a Karajan y, además, porque así daban en las narices a los "Berliner".

La situación se prolongó durante casi dos años, ante el horror del Senado de Berlín y la furia creciente de los Filarmónicos; fue un envite sin precedentes por parte de Karajan a la institución a la que estaba contractualmente vinculado, pero el personaje, aunque enfermo y en vías de convertirse en octogenario, aguantó el pulso con firmeza de oficial prusiano. Quien tiró la toalla fue Sabine Meyer, que en el 84 renunció a su plaza; la comisión de la orquesta se aproximó a Karajan para plantear un retorno a su actividad plena, ya que el tema de fondo estaba zanjado. Pero el salzburgués entendió -tenía razón- que la actitud sexista del conjunto le había privado de una solista indispensable para su ideario artístico y marcó condiciones draconianas para su regreso: la sima entre Karajan y los instrumentistas quedó abierta, y no se cerró en los años (cinco) que le quedaban de actividad al mítico director.

La carta
El progresivo deterioro de su salud no ayudó nada a mejorar la situación, y varios de los conciertos previstos tuvieron que suspenderse. A principios de 1989, el Senado socialista de Berlín tomó cartas en el asunto y conminó a Karajan a justificar ausencias y anulaciones, apoyándose además en las quejas de los instrumentistas (que no habían perdonado al director su desafío del 83/84); el artista respondió con una carta patética en la que explicaba sus dolencias. Pero, finalmente, dato que los historiadores parecen haber mandado al limbo musical, Heribert Ritter von Karajan se rindió ante lo inevitable y en la última semana de abril, el mes de su 81 cumpleaños, presentó su dimisión al cargo por el que tanto había luchado: había sido titular de la Filarmónica de Berlín durante 33 años.

Karajan falleció el 16 de julio, durante los ensayos de la ópera de Verdi Un ballo in maschera, con la Filarmónica de Viena -naturalmente- y el tenor Plácido Domingo al frente del reparto. La Filarmónica de Berlín mandó una inmensa, desmedida corona de flores -¿mala conciencia?- con un texto que causó sonrojo a muchos: "A nuestro director vitalicio, siempre amado, siempre en nuestros corazones".

El latido

La visión refinada y precisa de Herbert von Karajan y su, en apareincia, fogosa naturalidad fueron dando paso a una cierta artificiosidad de concepto y de puesta en escena, a un alambicamiento muchas veces innecesario encaminado a depurar, a embellecer, a domesticar las texturas y resaltar de forma preciosista determinados detalles. Todo quedaba controlado por uno de los gestos más sugerentes que se han conocido, basado en un movimiento acompasado, dotado en su apariencia regular de una poco acusada pero perceptible oscilación de muñeca. La batuta, pequeña y gruesa, poseía, en todo el recorrido que la amplitud de los brazos le otorgaban, un nerviosismo interior que alimentaba constantemente la pulsación, el latido de la música. La manera de batir abajo, con tensos y concentrados temblores, antes de iniciar un tutti, era de asombrosa eficacia y causaba auténtico impacto en la audiencia, atónita ante la controlada liberación de todas las fuerzas desencadenadas de la orquesta. Era curioso también el muelle revoloteo de las manos o el permanente dibujo de voluta, ese elástico y como ensimismado movimiento. Gestualidad, pues, sui generis. El hecho de que no marcara metronómicamente, sino que orientara y sugiriera, hacía que la manera del director no pudiera ser comprendida y asimilada más que por formaciones orquestales determinadas: las Filarmónicas de Berlín y de Viena, a las que estuvo ligado durante tantos años. Arturo REVERTER