Sex Pistols en un concierto en Paradiso, Ámsterdam, el 6 de enero de 1977. Foto: Anefo Nationaal Archief / Wikimedia Commons

Sex Pistols en un concierto en Paradiso, Ámsterdam, el 6 de enero de 1977. Foto: Anefo Nationaal Archief / Wikimedia Commons

Escenarios

Sex Pistols, un vómito de rabia punk sobre las alfombras de Buckingham Palace

Hace medio siglo, en una tienda de ropa de King's Road en Londres, nacía la icónica banda inglesa, protagonista de la peripecia más salvaje y caótica de la historia de la música.

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En el primer concierto de los Sex Pistols había cuatro gatos. Se celebró el 6 de noviembre de 1975 en la escuela de arte Saint Martin College. Oficiaban de teloneros de los Bazooka Joe. Lo había promovido Glen Matlock, el bajista de la incipiente banda, que estudiaba en esta institución. Tocaron cuatro o cinco canciones. Un cuarto de hora de alaridos y estridencias sonoras en total. Nada más. No parecía, pues, que aquella carta de presentación pudiera originar nada memorable.

Pero sí lo hizo. Vaya si lo hizo. Aquel trallazo de rabia apabullante desató el punk en Inglaterra y abrió, en lo que atañe a los Pistols en exclusiva, una aventura que puede catalogarse como la más salvaje, caótica y escandalosa de la historia de la música. Duró solo tres años, hasta el 78, pero todavía se recuerda.

Por varias razones. Los excesos que protagonizaron. Los moldes que rompieron. El pulso a la censura de las instituciones más poderosas del país, incluida la monarquía. Y las cabezas decapitadas que dejaron a su paso, incluidas las suyas propias.

Del impacto de aquellos chicos hay registro en unas cuantas tesis doctorales (fueron, no en vano, el detrito de un contexto socioeconómico concreto) y en las camisetas que lucen todavía hoy muchos jóvenes, en raves, casas okupas y —paradoja— hasta oficinas.

Los Pistols siguen siendo un icono de rebeldía descreída frente a un sistema materialista que devora voluntades y arroja a la cuneta al desobediente. No hay futuro (No future). No hay diversión (No fun). No hay sentimientos (No feelings). Las tres negaciones de Johnny Rotten y sus compinches son el mismo cul-de-sac con el que topa hoy la generación Z, una cohorte que, salvo algún afortunado con posibles, jamás podrá acceder en propiedad a una casa en su ciudad.

"Nunca olvidaré aquel concierto", apunta Adam Ant, integrante de los Bazooka, en England's Dreaming (Reservoir Books), de John Savage, la Biblia del movimiento punk. Volvemos a 1975. A esa actuación para colegas, conocidos y algún despistado que pasaba por allí. "Aparecieron —continúa Ant— como una pandilla: parecía que todo les importara una mierda. John [Rotten, el cantante] llevaba pantalones anchos a rayas y tirantes, y una camiseta rasgada que decía 'Odio a' encima del logo de Pink Floyd. Steve Jones [guitarrista] era un crío, se parecía a Pete Townshend de joven. Matlock vestía pantalones salpicados de pintura y un top de chica hecho de cuero rosa. Paul Cook [batería] parecía Rod Stewart, tenía realmente aspecto de mod jovencito".

Rotten, esa noche, perdió pronto el interés en tocar. Empezó a sacarse caramelos del bolsillo. Los chupaba un poco y luego los escupía al público. Que esputara estos dulces balazos era lo menos desagradable que podía proyectar desde su boca sobre una audiencia enmarañada en pogos brutales. La costumbre que acuñaron era insultarla y regarla con saliva, algo que, por cierto, importó la Movida madrileña: inolvidable la imagen de Germán Coppini de Siniestro Total con decenas de lapos resbalando por su cara en Rock-Ola.

La camiseta tuneada contra Pink Floyd fue clave en la amalgama del cuarteto punk. El virtuosismo progresivo y atmosférico en canciones kilométricas del grupo de Roger Waters les cargaba. "El rock se había vuelto muy aburrido", como afirmaba el periodista musical Alan Edwards, según consta en Dios Salve a los Sex Pistols, de Fred & Judy Vermorel (Contra). Era la sensación general entre los cachorros setenteros.

Frente al sopor se levantaron los Sex Pistols. Rotten la vestía un día que se pasó por la tienda de ropa que montaron el empresario iconoclasta Malcolm McLaren y la diseñadora Vivienne Westwood en King's Road, por donde empezaron a parar en 1975 muchos jóvenes de clase obrera con ganas de vestir de una manera diferente, más provocativa y arriesgada. El negocio había empezado promocionando el revival teddy boy pero acabó —ya bautizado como Sex— siendo la vanguardia de la estética punk.

McLaren y su amigo Bernard Rhodes pensaron que aquel tipo podía encajar bien con Steve Jones y Paul Cook, a los que apadrinaba el primero desde 1974 en la andadura de ambos con la banda The Strand. Concertó un encuentro con ellos en un pub. Rotten, Jones y Cook intercambiaron impresiones. Pero la incorporación al nuevo proyecto, ya bajo el nombre de Sex Pistols, se dirimiría en la tienda, donde hicieron cantar a Rotten I'am eighteen de Alice Cooper.

McLaren les convenció a todos de que era buena idea encerrarse juntos en la sala de ensayos. Él ejercería de mánager e ideólogo. En su mente tenía hacer algo similar a lo que había visto en Nueva York, en la onda de New York Dolls e Iggy Pop. Estaba embelesado también por el situacionismo francés, aquel "terrorismo intelectual" que Guy Debord impulsó sobre los rescoldos del Mayo del 68. Su base era una mezcla de dadaísmo y surrealismo desde la perspectiva de un marxismo libertario, antisoviético y antimaoísta.

Intentó inocularlo en los Pistols. Pero Rotten y sus compañeros, que desdeñaban los libros, no estaban para monsergas ni para elaboraciones teóricas muy articuladas. Lo suyo era una rabia instintiva, supurante. La de la clase obrera londinense, que padecía una progresiva depauperación en los años 70. Muy diferentes a los felices 60, en los que se vivió en la isla el espejismo de "una sociedad sin clases" gracias a un crecimiento económico que dejaba atrás las penurias de la posguerra causadas por el costoso pulso con Hitler.

Los chicos de barrios humildes empezaron a vestir trajes a medida y zapatos elegantes, a motorizarse con scooters y disfrutar de fines de semana interminables a todo trapo. ¡Somos los mods!, gritaban. Pero una década después la recesión hizo saltar en añicos el encantamiento. El panorama cambió radicalmente. Paro, huelgas, manifestaciones que acababan con altercados y drogas duras como la heroína picoteando las venas de una juventud desinformada y tendente al nihilismo.

Una juventud que se lanzó a okupar casas en vista de la imposibilidad de acceder a un techo por vías legales. En Londres había decenas de miles de squatters. Joe Strummer, el líder de The Clash, entre ellos. Es muy significativo lo que este sintió la primera vez que escuchó a los Sex Pistols, ya en 1976. Supo de inmediato que todo lo demás se había quedado viejo, como el periódico del día anterior. Los muchachos que gritaban que no había futuro balizaban el futuro. Que sería punk o no sería.

Para ellos, como grupo, fue corto, pero bien intenso. Glen Matlock, por disensiones con Rotten (egos revueltos), se marchó en 1977. Metieron como sustituto a un buen amigo de este, Sid Vicious, un auténtico adalid del caos y la oscuridad. El nuevo fichaje elevó el nivel de desmadre, ya de por sí disparado.

Un recién incorporado Sid Vicious (izquierda) junto a Johnny Rotten (derecha) y Steve Jones (al fondo) en una actuación de Sex Pistols en Trondheim (Noruega), el 21 de julio de 1977. Foto: Riksarkivet / Wikimedia Commons

Un recién incorporado Sid Vicious (izquierda) junto a Johnny Rotten (derecha) y Steve Jones (al fondo) en una actuación de Sex Pistols en Trondheim (Noruega), el 21 de julio de 1977. Foto: Riksarkivet / Wikimedia Commons

Sus contratos con las discográficas (EMI, A&M…) duraban un suspiro. Los directivos no eran capaces de digerir tanta visceralidad irreverente, tanta informalidad. Cadenas de televisión como la BBC los vetaban. En otras, cuando aparecían, la liaban: el cruce de insultos con el presentador Bill Grundy fue carnaza jugosa para los tabloides. Letras como las de Anarchy in the UK o God Save the Queen les colocaron bajo el fuego del establishment británico. Milagrosamente, en medio de ese desorden extremo, sacaron adelante un disco en el 78, el único de su cosecha: Never Mind the Bollocks.

Todo se tambaleaba a su paso. Joderse la vida era lo más divertido, como dirían los Carolina Durante. ¿Cuánto se la jodieron ellos mismos, cuánto se la había jodido ya una sociedad montada a sus espaldas? That's the question. Vicious acabó de muy mala manera: en febrero del 79, bajo la sospecha de haber asesinado a su perturbada y drogadicta novia, Nancy Spungen, murió por una sobredosis de heroína. Sólo tenía 21 años.

Los Sex Pistols se quedaron en un grito de resentimiento. En un espumarajo ponzoñoso sobre el careto de los biempensantes. El punk evidenció un carácter autodestructivo y entrópico, amén de una carencia de proyecto alternativo al statu quo que impugnaban a berridos. No vislumbraba otro mundo posible.

A Rotten, en cualquier caso, le vale así. Lo deja bien claro en el final del documental de Julien Temple The Filth and the Fury (1999): "Lo único que quiero es que las generaciones del futuro digan: 'A la mierda. Estoy harto. Esta es la verdad'".