Eloy de la Iglesia en un fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine', dirigido por Gaizka Urresti.

Eloy de la Iglesia en un fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine', dirigido por Gaizka Urresti.

Cine

Eloy de la Iglesia y el cine, la única droga de la que no pudo desengancharse

Gaizka Urresti retrata al director en un documental que indaga en todos sus claroscuros. Heroinómano, homosexual, comunista y, antes que nada, cineasta.

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Eloy de la Iglesia (Zarautz, 1944 - Madrid, 2006) dijo en algún momento de su vida que siempre tuvo la sensación de ser un superviviente. Homosexual en el País Vasco de finales de los años 50 y militante del Partido Comunista durante los últimos años de la dictadura, hasta la muerte de Franco vivió en un estado de clandestinidad.

Poco después, convertido en el gran exponente del cine quinqui, pretendió contarlo tan desde las entrañas que se enganchó al caballo, encadenando un rosario de desdichas durante casi dos décadas. "Confío en que no fascine demasiado porque no es un ejemplo a seguir", advierte José Sacristán, que trabajó con él en El diputado (1978), Miedo a salir de noche (1980) y Navajeros (1980), al inicio de Eloy de la Iglesia. Adicto al cine, nominado a mejor largometraje documental en los Premios Forqué.

Gaizka Urresti, que ya había perfilado a Aute y a Labordeta en el mismo formato, sostiene el relato sobre los pilares del testimonio. Una película honesta: sin artificios formales –el eje cronológico atraviesa indisimuladamente el metraje–, sin una voz en off que dirija al espectador hacia posibles interpretaciones de los hechos; solo el inventario de una vida intensísima a través del recuerdo de quienes estuvieron a su lado. Y las consideraciones siempre pertinentes acerca de su cine de los expertos Carlos Aguilar y Luis E. Parés.

Lo mismo que sus películas reflejaron los grandes dramas de la sociedad española desde los 60 hasta los 80, De la Iglesia fue el reflejo de su propio cine, la única droga de la que no pudo desengancharse, según él mismo. Cuentan que lamentaba, en los últimos años de su vida, ser reconocido solo como heroinómano, cuando también había sido "comunista, maricón y, sobre todo, director de cine".

Lejos de valorar su vigencia actual, Urresti se ocupa esencialmente de su legado. Y lo que resulta indudable es que el director maldito del cine español hizo del estigma la materia de su cine, revelando a través de sus complejos personajes cómo la represión desembocaba en conductas autodestructivas.

La salvaje escena de la emasculación en El sacerdote (1978), película en la que aparecen menores desnudos en otra secuencia donde uno de ellos viola a una oca, forma parte de nuestro cine más gore. Pero también es una impugnación de la hipocresía social en unos años en los que, muerto ya el dictador, España no había logrado aún desembarazarse de la moral católica.

No es casual que su infancia estuviera marcada por la incomprensión de su familia, de la que siempre se sintió lejos, hasta el punto de que se planteó tomar los hábitos. Para fortuna de los amantes del cine trasgresor, su ocurrencia fue dinamitada por una crisis de fe que abrió la puerta a sus inquietudes creativas.

Su primera película, Algo amargo en la boca (1969), fue financiada por su padre, un comerciante gallego. El director en ciernes acababa de llegar a Madrid y "buscaba experiencias para suplir la falta de formación teórica".

Desde entonces, su cine se rigió por un instinto de "amor y muerte". La semana del asesino (1972) fue, según se cuenta en el documental, "la película española más sórdida hecha hasta entonces".

Fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine' de una escena censurada en una de sus películas.

Fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine' de una escena censurada en una de sus películas.

En Juego de amor prohibido (1975) nos muestra su lado más sádico y, aprovechando la muerte del dictador, se vuelve aún más explícito. Aunque la censura cercó sus películas en años posteriores. Los placeres ocultos, de 1977, propició una campaña a favor de su estreno, después de que el Ministerio de Información y Turismo, que sobrevivió hasta ese año, tratara de impedirlo.

Durante la Transición, fue uno de los directores más populares junto a José Luis Garci, que también participa en el documental. Lo reconoce el propio Pedro Olea, su amigo, encasillado en una vertiente más intelectual, pero con muchos menos espectadores. De la Iglesia era consciente de que para "intervenir en la sociedad" a través del cine, tenían que ver tus películas.

Lo logró, sin duda, con El diputado (1978), que levantó ampollas en los sectores políticos de izquierda al retratar a un diputado homosexual. El director quería señalar la contradicción de los círculos progresistas que pretendían "liberar al colectivo sin liberar al individuo", apunta el crítico Parés con mucho tino.

Juan Antonio Bardem, histórico militante del PCE, habría tratado de influir en que la película no saliera adelante, según se desliza en el documental. Sin embargo, fue determinante en que De la Iglesia fuera amparado por el partido cuando se convirtió en un apestado.

José Luis Manzano junto a Eloy de la Iglesia en un fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine'

José Luis Manzano junto a Eloy de la Iglesia en un fotograma del documental 'Eloy de la Iglesia. Adicto al cine'

La caída en desgracia fue resultante de los años en que se abismó en lo que luego fue llamado "cine quinqui". Conoció a José Luis Manzano, un actor no profesional que venía del lumpen. Rodaron cinco películas y su relación sentimental, marcada por la adicción a la heroína y la violencia en los últimos compases, acabó en tragedia.

Más allá del fidelísimo retrato de los bajos fondos y la delincuencia juvenil que el director logra en aquella etapa (Navajeros, Colegas, El Pico, El Pico II y La estanquera de Vallecas), Eloy de la Iglesia. Adicto al cine pone el foco en la sensibilidad que tuvo para "humanizar" a aquellos marginados sociales, lo que le emparenta con Pasolini.

Son curiosas también las relaciones que mantuvo con algunas personalidades de la época. Con Bardem, por lo que ya se ha dicho, pero también con Olea, del que se separó durante los años turbulentos para reconciliarse en la recta final de su vida. El caso de Pilar Miró es reseñable: se admiraban mutuamente, pero la directora apostó desde el Ministerio de Cultura por el cine culto en detrimento de las películas populares, a menudo de extracción social, como las que hacía De la Iglesia.

Tras su recuperación, volvió entusiasmado al cine, la única droga que le hizo bien, pero la muerte lo estaba esperando a la vuelta de la esquina. Un final triste para uno de esos pocos creadores que conciben el arte desde la irreverencia. Tan convencido estaba que descendió hasta el subsuelo que filmó con su objetivo. "Solo me puedo sentir satisfecho de haber intentado ser libre", dijo al final de su vida.