Rock Hudson y Richard Burton. Diseño: Rubén Vique

Rock Hudson y Richard Burton. Diseño: Rubén Vique

Cine

Rock Hudson y Richard Burton, dos leyendas centenarias: la máscara y la herida de Hollywood

Se cumplen cien años del nacimiento de dos actores que proyectaron los extremos de la masculinidad cinematográfica y revelaron, sin proponérselo, las grietas del mito.

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Rock Hudson (Winnetka, Illinois, 17 de noviembre de 1925-Beverly Hills, California, 1985) y Richard Burton (Pontrhydyfen, Gales, 10 de noviembre de 1925-Céligny, Suiza, 1984) fueron dos hombres opuestos y, sin embargo, complementarios: el primero, la encarnación del ídolo irresistible manufacturado por los estudios; el segundo, el actor shakespeariano consumido por su propia intensidad.

Ambos proyectaron los extremos de la masculinidad cinematográfica y revelaron, sin proponérselo, las grietas del mito. Sus vidas y trayectorias trazan también la historia de un siglo que transformó el cine, el deseo y la identidad.

Descubierto por el productor Henry Willson a finales de los años cuarenta, Rock Hudson se convirtió en el rostro ideal del sistema de estrellas de Universal. Su porte impecable, su elegancia natural y su serenidad ante la cámara lo convirtieron en el arquetipo del galán americano de posguerra.

El salto a la fama llegó con Obsesión (Douglas Sirk, 1954), que inauguró una fructífera colaboración con el director alemán en títulos como Solo el cielo lo sabe (1955) y Escrito sobre el viento (1956). En ellos, Hudson interpretó a hombres atrapados entre la apariencia y el deseo, héroes románticos que encarnaban las tensiones emocionales de la clase media estadounidense. Aquella alianza artística alumbró algunos de los melodramas más sofisticados, bellos y melancólicos del Hollywood de los cincuenta.

Su nominación al Oscar por Gigante (1956) consolidó su prestigio actoral, mientras su química con Doris Day en comedias de sofisticación pop comoConfidencias a medianoche (1959) o Pijama para dos (1961) lo convirtió en el modelo perfecto del hombre moderno: encantador, educado, aparentemente invulnerable e irresistiblemente atractivo.

Pero detrás del mito se escondía un secreto doloroso. Hudson, homosexual en una industria que castigaba cualquier disidencia, vivió bajo el peso del silencio durante toda su carrera. Su vida privada fue una constante coreografía de ocultamientos hasta que, en 1985, se convirtió en la primera gran estrella de Hollywood en revelar que padecía sida.

Su gesto, de enorme valentía, rompió el tabú y humanizó una terrible enfermedad hasta entonces demonizada. El símbolo del galán invencible se transformó en emblema de vulnerabilidad y dignidad, otorgando un rostro público a una tragedia que Hollywood prefería ignorar. Su temprana muerte, meses después, a los 59 años lo convertiría en icono involuntario de una enfermedad estigmatizada.

Richard Burton: el exceso shakespeariano

Al otro lado del Atlántico, Richard Burton encarnó un tipo de mito completamente distinto. Nacido en una familia minera de Gales, fue un prodigio precoz del teatro clásico británico formándose en la Royal Academy of Dramatic Art (RADA) y pronto destacó en las tablas londinenses por su dominio del verso shakespeariano. Su voz grave y su presencia magnética lo identificaban como una figura única, tan cerebral como apasionada.

Hollywood no tardó en llamarlo. Su gran oportunidad llegó con La túnica sagrada (1953), la primera película rodada en Cinemascope, y posteriormente brilló en títulos como Becket (1964), El espía que surgió del frío (1965) o ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), donde su duelo actoral con Elizabeth Taylor alcanzó una potencia casi trágica. Acumuló siete nominaciones al Oscar aunque nunca lo ganó -una ironía del destino para un actor tan monumental-, pero su legado va más allá de los premios: fue el actor que transformó la intensidad en método y el dolor en arte.

Elizabeth Taylor y Richard Burton en '¿Quién teme a Virginia Woolf?'

Elizabeth Taylor y Richard Burton en '¿Quién teme a Virginia Woolf?'

Su historia de amor con Elizabeth Taylor -once películas, dos matrimonios y una avalancha de titulares- fue la gran telenovela global de los años sesenta. Ambos estaban casados cuando se enamoraron en Cleopatra (1963), la superproducción más costosa de su época, que no solo los unió sentimentalmente: también inauguró una nueva era en la cultura de la celebridad, donde el amor y el escándalo desataron un auténtico terremoto mediático.

Se casaron en 1964, se divorciaron en 1974, volvieron a intentarlo en 1975 y se separaron definitivamente un año después, dejando tras de sí un mito más duradero que cualquiera de sus películas.

Taylor fue su gran amor y también su perdición. Ambos compartían un talento desbordante, un temperamento volcánico y una inclinación por el exceso: joyas, alcohol, viajes, peleas y reconciliaciones legendarias.

Burton, adicto al alcohol y a la autodestrucción, vivió al límite entre la gloria y el abismo. Murió en 1984, con 58 años en Suiza, por una hemorragia cerebral. Fue enterrado con una copia de las obras completas de Shakespeare y una carta de Elizabeth Taylor, pero su voz y su magnetismo siguen resonando en la memoria del cine clásico a través de una filmografía forjada por una humanidad y un talento feroz.

Los últimos románticos

Hudson y Burton nunca compartieron pantalla, pero de alguna manera sus trayectorias dialogan como los dos hemisferios de una misma historia: la del siglo XX y su obsesión con la figura del hombre frente al mito.

El primero representó la belleza contenida y el silencio; el segundo, la palabra y el desgarro. Uno fue la máscara; el otro, la herida. Ambos, sin embargo, fueron testigos del momento en que Hollywood comenzó a enfrentarse a sus propios fantasmas -la represión, el deseo, la fama como condena-.

ElizabethTaylor y Rock Hudson en 'Gigante'

ElizabethTaylor y Rock Hudson en 'Gigante'

Murieron con apenas un año de diferencia y compartieron, además, un nexo común: Elizabeth Taylor, figura cardinal en la vida de ambos. Sus respectivos centenarios invitan no tanto a la nostalgia como a la reflexión sobre lo que el cine fue capaz de construir y lo que el tiempo, inevitablemente, derrumbó a su paso.

Porque, en una era como la actual, poblada de estrellas fabricadas por algoritmos y biografías filtradas por selectos equipos de comunicación, las vidas de Rock Hudson y Richard Burton parecen casi imposibles.

Ambos creyeron en el amor, en el drama y en la grandeza trágica del oficio de actor. Hudson murió dignificando su verdad; Burton, abrazando su interminable abismo. Cien años después, sus sombras parecen seguir proyectando la misma pregunta sobre la pantalla: ¿Puede el mito sobrevivir a la fragilidad humana?

Quizá la respuesta, como en sus películas, resida en esa mezcla perfecta de belleza y ruina, en la grieta luminosa donde aún habitan Rock Hudson y Richard Burton.