Fotograma de 'La mercancía más preciada'.
Hazanavicius debuta en la animación con un bello manifiesto antibelicista que se pasa de melodramático
'La mercancía más preciada', adaptación del texto homónimo de Jean-Claude Grumberg, regresa al trauma del antisemitismo con un discurso humanista que se opone al olvido.
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A lo largo de su ecléctica trayectoria, forjada entre la comedia desenfadada y el drama punzante, el francés Michel Hazanavicius (París, 1967) no ha cesado en el empeño de reescribir para la gran pantalla diversos textos artísticos.
En la primera década del siglo XXI, el cineasta parisino emergió como un autor de éxito gracias a su parodia del personaje de OSS 117, el agente secreto creado por el escritor Jean Bruce, todo un emblema del cine europeo de espionaje en las décadas de 1950 y 1960.
Luego, Hazanavicius repitió la fórmula del palimpsesto cinematográfico para conquistar Hollywood con The Artist (2011), un homenaje al cine mudo plagado de citas a El crepúsculo de los dioses (1950) y Cantando bajo la lluvia (1952). Y, cuando decidió dar el salto al drama bélico, con La búsqueda (2014), el director galo optó por trasladar hasta la segunda guerra chechena la trama de Los ángeles perdidos (1948), en la que Fred Zinnemann contó la odisea de un joven y una madre que se buscaban tras sobrevivir a Auschwitz.
Ahora, con La mercancía más preciada, Hazanavicius debuta en el cine de animación reincidiendo en la adaptación de un texto ajeno –el cuento homónimo de Jean-Claude Grumberg de 2019– y a su vez regresa al trauma del antisemitismo y el horror nazi, temas que tocan de cerca al cineasta, criado en el seno de una familia de emigrantes judíos lituanos.
En la película, este ejercicio de memoria toma, inicialmente, una forma fabulística y se traduce en la historia de una pareja de leñadores de quienes nunca llegamos a conocer el nombre, pero que, gracias a la voz áspera de Jean-Louis Trintignant, que hace las veces de narrador, sabemos que sufren “el frío, el hambre, la miseria… y la soledad”.
Hazanavicius medita con convicción y esperanza sobre la posibilidad de la compasión y la ternura en un contexto marcado por la barbarie.
Así, mediante un trabajo de animación sombrío, definido por los trazos gruesos y por la expresiva combinación de dibujos 2D y paisajes 3D, Hazanavicius acompaña al matrimonio de leñadores en el arduo y emotivo proceso de crianza de un bebé procedente de uno de los trenes del Holocausto.
Pese a la funesta paradoja perfilada por la cruel invasión israelí de Gaza, resulta difícil no sentirse conmovido por el discurso humanista y contra el olvido que propone la película.
Recabando muestras de heroico altruismo, pero también de una brutal intolerancia –en el relato, hay personajes que desprecian al bebé por ser un “vástago de la raza maldita”–, Hazanavicius medita con convicción y esperanza sobre la posibilidad de la compasión y la ternura en un contexto marcado por la barbarie.
Dicho esto, los problemas de la película no provienen tanto de su marco temático como de una cuestión de desmesura dramática. Un lastre que el cineasta intenta esquivar apelando a una cierta tradición del cine de animación hollywoodiense, que ha acostumbrado al espectador a los excesos de sentimentalismo.
Pero aun así, como ya le ocurría en La búsqueda, Hazanavicius termina abusando del melodramatismo, con sus afectados primeros planos y los derroches musicales. Una apuesta por el énfasis emocional que acaba mermando el alcance de este estimable manifiesto antibelicista.