
Fotograma de '28 años después'.
'28 años después' reinventa el terror: una fábula política y espiritual sobre la muerte
Danny Boyle, director de 'Trainspotting', regresa al universo de los infectados con una película inclasificable, donde el género zombi se funde con el drama íntimo.
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A comienzos del milenio, en un mundo sacudido por el 11-S, la guerra en Afganistán y el miedo al terrorismo, Danny Boyle estrenó 28 días después (2002), una reinvención del cine de zombis que funcionaba como metáfora del colapso occidental.
El supuesto “fin de la historia” augurado por Fukuyama se revelaba, en realidad, como el inicio de una nueva era de miedo, violencia y dominio total dela tecnología. Hoy, las distopías ya no son la excepción, sino la norma.
No han pasado 28 años, son 23, pero Boyle regresa a ese universo desde otro ángulo. Ya no hay sorpresa ni una civilización colapsando, sino una humanidad que ha sobrevivido —mal, muy mal— refugiada en una idealización del pasado que muchos ni siquiera vivieron: un paraíso perdido reconstruido desde la ruina.
Vemos a una comunidad que lo ha perdido todo aferrada a sus símbolos (la bandera, la reina Isabel) como vestigios de una identidad perdida que al reconstruirse se convierte en una copia algo patética en su exaltación mixtificada.
La historia transcurre en una Inglaterra postapocalíptica, donde esa comunidad de supervivientes vive cerca de una isla en la que aún están confinados los infectados.
El protagonista, Spike (Alfie Williams), es un niño de 12 años que lidia con la enfermedad terminal de su madre en un mundo sin médicos. Su padre (Aaron Taylor-Johnson) lo lleva de “cacería” a esa isla: comienza así un descenso a los infiernos.
Del terror al drama
El guion es obra de Alex Garland, colaborador habitual de Boyle desde La playa, donde ya exploraban los peligros de las comunidades cerradas. Hoy Garland es un director consagrado con títulos como Civil War o Warfare.
La primera mitad del filme se apoya en el suspense físico y la brutalidad visual, con ecos de Deliverance (1972), pero también resonancias más contemporáneas, como el horror cotidiano en Gaza. La repetición obsesiva del poema Boots de Rudyard Kipling remite al colonialismo: a la opresión cíclica de los fuertes sobre los débiles.
Pero 28 años después no se conforma con ser una película de terror. En su tramo final, da un giro radical: Spike regresa a la zona de los infectados acompañado por su madre moribunda, en busca de un misterioso médico (Ralph Fiennes) que vive —literalmente— entre calaveras.
La película se transforma entonces en un drama espiritual sobre la aceptación de la muerte. Fiennes aporta carisma y hondura a unas secuencias desconcertantes pero poderosas, en una historia que se convierte, como por arte de magia, en una epopeya íntima sobre el tránsito a la madurez y la pérdida.
Boyle firma una obra extraña, valiente y desacomplejada, que mezcla géneros, evita fórmulas y se atreve a sentir compasión tanto por los infectados como por sus verdugos.
Funciona como metáfora de un mundo abonado a la nostalgia, cada vez más cerrado, más violento, más nacionalista. Lo mejor del filme es, precisamente, su rareza. Lo peor: que no siempre logra encajar todas sus piezas, y algunos cambios de tono resultan bruscos.
Aun así, 28 años después deja una impresión duradera: ambigua, incómoda, conmovedora. Por casualidades de la vida la he visto dos veces casi seguidas, y mejora con la segunda. Como los buenos (o malos) virus, se te queda dentro.