'Memorias de un caracol'

'Memorias de un caracol'

Cine

'Memorias de un caracol': Adam Elliot, poeta de la plastilina y los personajes desamparados

El animador australiano ganador de un Oscar, vuelve a estar nominado con una película insólita que cuenta la orfandad de una niña.

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La animación, y aún más el stop motion, conlleva un proceso de elaboración muy largo. Han pasado 15 años desde que el australiano Adam Elliot triunfó con su primer largometraje, Mary and Max, en 2009. Fue seis años antes, en 2003, cuando su cortometraje Harvey Krumpet ganó el Oscar convirtiendo a Elliot en una estrella.

El australiano es el poeta de la plastilina, de esos que los anglosajones, con cierta crueldad, llaman losers. En Harvey Krumpet, el protagonista es un niño polaco que se queda huérfano, emigra a Australia y su vida se complica porque no puede evitar tocar la nariz de la gente con la que se encuentra. En Mary and Max, vemos la relación epistolar entre un judío orondo de Nueva York que no tiene amigos (al que da voz Philipp Seymour Hoffmann) y una niña de ocho años australiana que sufre bullying.

La orfandad, la soledad, el sentimiento de incomprensión y una estética muy particular vuelven a brillar en esta Memorias de un caracol, nominada al Oscar y ganadora del premio máximo en el Festival de Annecy, el más importante de animación del mundo.

Ambientada en los años 70, la protagonista es Grace Pudel (voz de Sarah Snook, actriz de Succession), una niña introvertida y lectora de novelas marcada por una dura realidad familiar. Primero muere su madre y, junto a su hermano Gilbert, queda al cargo del padre, un antiguo prestidigitador de París postrado en una silla de ruedas.

En una enorme pobreza, Grace crece junto a Gilbert, también peculiar, aficionado a quemarlo todo con cerillas. Si la vida de Grace ya es dura al principio de la película, va todo de mal en peor, primero se muere el padre, la separan de su hermano para mandarla a vivir con una familia de acogida, el hermano muere, su nuevo “padre” le hace fotos desnuda sin que se dé cuenta…

Melancolía de la animación indie

Por momentos, Memorias de un caracol da la impresión de ser más rara que original. La protagonista se obsesiona con los caracoles, de los que envidia su capacidad para meterse dentro de la concha y desaparecer del mundo. En la película, todo es desgarrador, a veces demasiado, en una sucesión de tragedias que parecen no tener límite hasta llegar a un final más luminoso, más esperanzador.

A pesar de algunos desequilibrios dramáticos o alguna pequeña trampa narrativa que conviene no desvelar, queda claro que Adam Elliot es un artista inspirado con una sensibilidad especial para captar sentimientos como la soledad, el desamparo, la rabia y la desesperación de quienes han nacido con cartas marcadas. Algunas secuencias, como la de la muerte de su nueva “madre” o la escena en la que la protagonista se maldice de su suerte alcanzan un potente grado de lirismo, rezuman una conmovedora y profunda compasión de Elliot por los desamparados.

Primo hermano del español Alberto Vázquez, quien en Psiconautas (2015) y Unicorn Wars (2022) nos conmueve con esos personajes “cabezudos” de ojos lánguidos, Elliot también es heredero claro del estadounidense Robert Crumb, quien con sus cómics también refleja realidades sórdidas y personajes al margen con una mirada humanista y cálida sobre los sentimientos humanos que menos nos gusta mostrar en público.

En los próximos Oscar, la animación indie, esa que no tiene nada que ver con las películas de “dibujos animados” para niños, estará de enhorabuena. Además de batirse contra blockbusters como Del revés 2 o Robot salvaje, Memorias de un caracol luchará contra otra joya undergroud como Flow: un mundo que salvar, del letón Gints Zilbalodis, fábula ecologista protagonizada por un gato aventurero.