Image: Rohmer, la libertad del solitario

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Cine

Rohmer, la libertad del solitario

El legado de un director imprescindible

22 enero, 2010 01:00

Eric Rohmer. Foto: Álbum / DPA


Se sentía orgullosamente solo y libre. "Soy el más libre de los cineastas franceses", decía, pero quizás fue también uno de los cineastas más libres de toda la historia, porque la verdad es que muy pocos han conseguido salvaguardar a toda costa -en todo momento y sin concesiones de ningún tipo- su irredenta libertad creativa a lo largo de medio siglo: esos cincuenta años que van, al menos, desde que Eric Rohmer debutara en el largometraje con Le signe du Lion (1959), en los momentos aurorales de la nouvelle vague, junto a compinches tan emblemáticos como Truffaut, Godard, Rivette o Chabrol, hasta su reciente fallecimiento, tan sólo dos años después de haber entregado a las pantallas aquel fogonazo de audacia y de juventud iconoclasta que fue El romance de Astrea y Celadón, la película que cierra su filmografía.

Y esto sin contar con que, en realidad, Maurice Henri Joseph Schèrer (verdadero nombre de Eric Rohmer; nacido en Tulle, el 21 de marzo de 1920) había empezado ya a escribir sobre cine en 1948 (en las páginas de "La Revue du cinéma"), tres años antes, incluso, de que finalmente se incorporara con armas y bagajes a las páginas de la mítica "Cahiers du cinéma", a la que llega bajo la tutela de André Bazin y en la que, andando el tiempo, habrá de jugar un papel decisivo: primero como cabeza teórica y senior de los llamados "jóvenes turcos" -que defendían con pasión el cine americano y que atacaban con saña la producción academicista francesa (los ya citados Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette …)- y, más tarde, a partir de marzo de 1957, como redactor-jefe, hombre para todo y animador incansable de la revista hasta que, en junio de 1963, es descabalgado de la dirección por el triunvirato que integran Jacques Rivette, Jean Narboni y Jean-Louis Comolli.

Creador obstinado y secreto donde los haya, cineasta del presente y de la ontología física de la imagen, retratista documental de esa naturaleza que tanto incide sobre los estados de ánimo de sus criaturas, Rohmer se las apañará para desarrollar, a partir de entonces, una obra asombrosamente compacta y programática, articulada en tres grandes series (los seis 'Cuentos morales', las seis 'Comedias y proverbios' y los 'Cuentos de las cuatro estaciones') entre las cuales se intercalan, por una parte, cinco películas que bucean -con heterodoxos y vanguardistas procedimientos de puesta en escena- en la representación del pasado histórico o literario (La marquesa de O, Perceval le Gallois, La inglesa y el duque, Triple agente y El romance de Astrea y Celadón) y, por otra, tres piezas ligeras y casi ensayísticas, que surgen de procesos creativos más abiertos y que son filmadas con un equipo mínimo: Las cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle, El árbol, el alcalde y la mediateca y Las citas de París. Orfebre y artesano de un cine que nunca dejó de ser muy ‘nouvelle vague', el creador de obras tan imprescindibles para entender los caminos del cine moderno como Ma nuit chez Maud, Le Genou de Claire, El rayo verde o Cuento de otoño no dejó nunca de construir un corpus teórico y fílmico de coherente integridad, dentro del cual sus películas responden con ejemplar coherencia a sus postulados críticos y a su concepción del cine.

La suya es la figura de un gigante, pues su cine -que se abre a la reflexión y al pensamiento desde una prosa silenciosa y transparente- emerge como un estimulante espejo moral para todos aquellos que estén dispuestos a sacrificar la engañosa necesidad del andamiaje industrial en aras de una libertad creadora no sumisa y sin límites. Con él se ha ido, por lo tanto, uno de los pocos realmente imprescindibles.