Image: Escándalos “irreversibles”

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Cine

Escándalos “irreversibles”

Estreno de la provocación de Gaspar Noé

10 octubre, 2002 02:00

Monica Bellucci y Vincent Cassel en Irreversible

Las películas Irreversible, de Gaspar Noé, y El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera, han puesto en evidencia la capacidad de provocacion que todavía mantiene el cine. Bien por sus contendidos sexuales o de excesiva violencia, o bien por sus postulados ideológicos o dogmáticos, el escándalo ha protagonizado la razón de ser de diversas películas desde los albores de la cinematografía, sin cuya publicidad gratuita muchas no hubieran tenido tanto alcance. Con motivo del estreno el 11 de octubre de Irreversible, El Cultural repasa los escándalos más sonados del cine y ofrece además una entrevista con el director mexicano Carlos Carrera, quien ha puesto en pie de guerra a las instituciones católicas con su incendiaria cinta.

Nacía el escándalo en el cine con El nacimiento de una nación (1914) y también fue el primer gran taquillazo. Desde entonces quedó claro que el ruido y la provocación son sinónimo de éxito. O al menos de publicidad gratuita. No en vano, los diarios instauraron la crítica de cine en sus páginas a partir de entonces. Con el filme fundacional de Griffith, los motivos de tanto revuelo -que incluso enfrentó a la Policía de Boston con la multitud- tenían su justificación. La cinta, que señaló el kilómetro cero de la sintaxis fílmica, era entre otras cosas un himno al Ku-Klux-Klan, y los personajes de color (blancos pintados de negro) respondían a dos estrictos perfiles: o villanos o imbéciles. Desde su sonado estreno, ha rebasado con creces los 50 millones de dólares de recaudación. El escándalo, pensaron sus productores, es el camino más corto hacia la rentabilidad.

No sabemos si el galo Gaspar Noé pensaba en los mismos términos mientras rodaba -sin guión- Irreversible. El hecho de reunir a Monica Bellucci y Vincent Cassel en una película sobre "violación y revancha" ya da qué pensar, aunque lo que provocó la espantada de 250 espectadores (el 10 por ciento descompuestos) en su proyección en Cannes fue el plano-secuencia de diez minutos en el que se asiste, con todo detalle y sin concesiones a la elipsis, a la violación de la escultural actriz italiana. "Entiendo que la gente se vaya -ha declarado Noé-, pero creo que se ven cosas peores en la televisión. Sólo quería que mis imágenes fueran realistas". Con realismo o sin él, el cineasta argentino/francés aduce que vivimos bajo el síndrome de "la corrección política", y sólo en esta atmósfera es posible la espantada. "En los años 70 se hacían más películas incendiarias", concluye.

La más recordada, sin duda, es la incatalogable cinta de Bertolucci El último tango en París (1972). La España de Franco, por supuesto, la prohibió, de ahí que desde Barcelona salieran autobuses repletos hacia Perpignan para ver la popular escena en la que Marlon Brando unta con mantequilla el sexo de la rechoncha Maria Schneider. El revuelo que formó la película trajo consigo diversos cortes censores y su prohibición en varios países. En Italia permaneció oculta trece años. Entristecido ante el desplante que le daba su propio país, Bertolucci nunca comprendió "un acto tan violento" hacia su película, que él consideraba "romántica e inocente".

Memoria colectiva
Otras películas-escándalo que forman parte de la memoria colectiva de los añorados setenta, cuando España celebraba el apogeo del llamado "destape" y recibía los contenidos sexuales con inocente alborozo (y alboroto), son Emmanuelle (1974) y El imperio de los sentidos (1976). Título mítico del cine erótico, el cursi y empalagoso trabajo de Just Jaekin no se estrenó en nuestro país hasta 1978. Se convirtió de inmediato en un fenómeno sociológico, provocando larguísimas colas a la entrada de los cines. En claro contraste, el sexo oriental llegó de manos de Nagisa Oshima por las mismas fechas. Su imperio sensitivo, que incluye estrangulamientos, castraciones, felaciones y una concurrida lista de técnicas sexuales embozadas de lirismo, ofreció un tratamiento del sexo nunca visto en territorio occidental. La polémica estaba servida. Su actriz protagonista, Tatsuya Fuji, sufrió la marginación de la industria japonesa, y la cinta fue secuestrada en Berlín. En España, después de su paso por San Sebastián, su estreno se restringió a las salas X.

El moribundo circuito de cine pornográfico ha sido la celda de castigo de muchas cintas consideradas demasiado "tórridas". En sus marginadas salas se recluyó el estreno de Y Dios creó a la mujer (1956), lanzamiento a la fama de Brigitte Bardot por su marido Roger Vadim. Vista a día de hoy resulta casi incomprensible comprender tanto revuelo, pero la pareja Bardot-Vadim ocupó el lugar del Diablo en su momento. El escándalo surgido en Francia el año pasado a raíz del estreno de Fóllame hizo revivir los fantasmas de la censura. Fue condenada al circuito X hasta que el Ministerio de Cultura, presionado por la opinión pública, permitió su exhibición en salas comerciales. Una suerte similar corrió en su momento la genial Tamaño natural (1974), de Luis G. Barlanga, que en países extranjeros, como Estados Unidos, se estrenó en salas de cine erótico. En el país de la doble moral, los casos de películas que bailan sobre el filo de la permisividad son innumerables. Es inevitable recordar al respecto el cruce de piernas de Sharon Stone en Instinto básico (1992), o el apasionado encuentro sexual entre Jack Nicholson y Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces (1981). Otro remake que también encontró dificultades para su distribución fue el realizado por Adrian Lyne sobre el texto de Nabokov Lolita. A pesar de no contener ni un fotograma de sexo explícito, el filme sigue sin estenarse en territorio americano.

Capítulo aparte en la nómina de escándalos merece el maestro de Calandra, si bien éstos no responden a contenidos sexuales, sino ideológicos, eclesiásticos o escatológicos. Las primeras proyecciones de Un perro andaluz en Francia provocaron desmayos, vómitos, más de treinta denuncias a la comisaría y hasta un aborto. Escenas similares se vivieron el año pasado en salas españolas durante diversas proyecciones de La pianista, de Michael Haneke. Algunos nunca podrán olvidarán el momento en que Isabelle Huppert se automutila el órgano sexual.

Bombas fumígenas
Pero volviendo a Buñuel, hace setenta años la proyección en el Studio 28 de París de La edad de oro también provocó diversos incidentes. Luis Buñel los recordaba con pánico: "Una noche fueron cien o doscientos tipos de ultraderecha y tomaron por asalto la sala. Llevaban hachas y bombas fumígenas. Destruyeron las butacas y desagarraron con cuchillos un dalí, un tanguy y otros cuadros del vestíbulo". Si bien la mayor controversia en torno a un filme de Buñuel fue la originada a partir del triunfo de Viridiana en Cannes, particularmente por la escena de los mendigos emulando la última cena. La película topó con la Iglesia y provocó un escándalo que terminó con la destitución del Director de Cinematografía español. Sin embargo, su escándalo procuró al filme una publicidad impagable, casi tanto como la que ha generado al reciente filme mexicano El crimen del padre Amaro, cuya ruidosa polémica se ha comparado hasta la saciedad con el caso de Viridiana acontecido hace ya más de cuarenta años. Y es que la Iglesia siempre se ha enfrentado al cine como uno de sus principales censores. Las condenas a La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese -en la que Jesucristo se acuesta con María de Magdala-, surgieron de cruzadas cristianas, de bautistas, ortodoxos, protestantes evangélicos, de la Conferencia Episcopal de EEUU, de círculos feministas y hasta de Teresa de Calcuta.

Pero posiblemente el caso más extremo de escándalo fue el protagonizado por La naranja mecánica (1972), de Stanley Kubrick, que hasta hace dos años no se pudo estrenar en Inglaterra. En su personal interpretación de la novela de Anthony Burgess, Kubrick jugaba a todos los palos: hiperviolencia, sexo en grupo, violaciones, delincuencia, postnazismo, etc. El genial cineasta proyectó el tipo de violencia que imaginaba para el futuro. Treinta años después, el "tratamiento Ludovico" es una de las metáforas más certeras sobre los telespectadores de nuestros días.