Elia Kazan y Marlon Brando en el rodaje de 'La ley del silencio'

Elia Kazan y Marlon Brando en el rodaje de 'La ley del silencio'

Cine

Elia Kazan, el cineasta de hierro

19 junio, 2002 02:00

Su filmografía, que alcanza por los pelos apenas los veinte títulos -cifra escasa para cuatro décadas de trabajo-, no es precisamente ese torrente propio de los directores que se sometieron al estajanovismo de los estudios y que, identificándose con un par o tres de géneros, cuando no con uno solo, o sirviendo con brillantez artesanal a toda clase de propuestas, hicieron carreras tan abundosas que es imposible su olvido en los balances del cine popular o en la memoria selecta de los cinéfilos.

Kazan queda como a desmano por su singularidad. Se permitió dar la espalda a Hollywood y marcharse a Nueva York cuando no lo hacía nadie. Fue uno de los primeros independientes. Se interesó por la realidad y por los problemas sociales, bajo la influencia del neorrealismo, cuando la mayoría se atenía a las convenciones argumentales de las fórmulas genéricas. Y, además, lo hizo, con frecuencia, con una crudeza incómoda y antipática. Adelantó formalmente el documentalismo televisivo de finales de los 50 y principios de los 60, pero, curiosamente, lo combinó con una fuerte base literaria y dramatúrgica, con una entraña psicologista e introspectiva, que casi siempre le acercaba a los aledaños del melodrama. Fue un intelectual en un campo despoblado de intelectuales -en el sentido estricto del término-, y, por ende, un intelectual políticamente comprometido, que no sólo estaba decidido a tratar las grandes cuestiones de la historia de su país de adopción y de su tiempo, sino también las cuestiones más íntimas.

Con todo ello, Elia Kazan ha sido, en realidad, un cineasta adelantado a su época, que atravesó la suya -pese a sus grandes éxitos- siendo oblicuo o tangencial respecto a ella. Kazan ha sido un gran cineasta moderno, pero como el espacio de los modernos lo ocuparon lógicamente los nuevos cineastas a quienes les correspondía por cronología, Kazan se ha ido quedando como en tierra de nadie, aunque esa tierra de nadie es nada menos que la suya propia.

Una filmografía corta, sí, pero es que cada una de sus películas es, en efecto, una obra única y distinta, que representa un esfuerzo hercúleo particular y que permanece como una lección, con mayor o menor fortuna, irrepetible. Basta recordar títulos tan enormes como Un tranvía llamado deseo, Viva Zapata!, Al este del Edén, América, América o El compromiso.

Pero es que el griego de Estambul, el hijo del vendedor de alfombras emigrado a los Estados Unidos y educado en Yale, no se limitó a hacer películas. Miembro, en los 30, del Group Theatre -vigorosa corriente de teatro social y político- y fundador, en los 40, nada menos que del Actor’s Studio, Elia Kazan es una de las figuras más relevantes del teatro del siglo XX, amén de un escritor y novelista excelente.

Filmografía corta, sí, pero más de treinta montajes teatrales de primer orden bajo su dirección, estrenando a Thornton Wilder, a Arthur Miller y, sobre todo, a Tennessee Williams, forjando las cumbres del teatro contemporáneo norteamericano y moldeando, como también hizo en la pantalla, algunos de los mejores trabajos interpretativos jamás vistos.

En fin, uno admira, sin dar nombres, a muchos maestros de la comedia, el western o el thriller, pero justo es decir que personalidades tan densas y fuertes como la de Elia Kazan ha habido pocas.

La ley del silencio (1954) -el tenso blanco y negro de denuncia, pegado a la calle- y Esplendor en la hierba (1961) -el color poético y evocador- son, bajo el violento dramatismo propio de Kazan, dos muestras de su actitud de cronista con voz y voto de lo colectivo y de lo personal. La primera, al reflejar al minuto los comportamientos mafiosos de cierto sindicalismo norteamericano, le sirvió para exponer su justifiación puntual de la delación y explicar su siempre criticada actitud cuando, antiguo comunista, dio nombres de sus ex-compañeros ante la Comisión de Actividades Antiamericanas. La segunda, a través de una historia de amor arruinada por el puritanismo, es una excelente y amarga evocación de los años de la Depresión. Las dos, obras maestras.