
Estatua del escritor James Joyce y losa con versos en honor a su hija Lucia en el Friedhof Fluntern de Zurich. Foto: JMSR
La duración de la vida: un cóctel de telomerasa para alcanzar la eterna juventud
Un paseo por un cementerio puede llevarnos a pensar en la longevidad, tanto del ser humano como del resto de seres vivos, y plantearnos el razonamiento científico de la muerte.
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Hace unos días estuve en Zúrich y aproveché para pasar de nuevo un rato en el Friedhof Fluntern, el pequeño cementerio construido en 1887. Ubicado en una colina en el Zurichberg, se encuentra al lado del zoo y de la sede de la FIFA. Como era domingo soleado, la afluencia al zoo era muy numerosa, grupos continuos de familias iban y venían, mientras que en el cementerio Fluntern no vi más que a un hombre mayor que yo (creo) y a una mujer.
Si volví allí —había estado hace unos años— fue sobre todo para visitar las tumbas de James Joyce (1882-1941) y de Elias Canetti (1905-1994), que son contiguas, más sencilla la de este último, mientras que a la del autor de Ulises la acompaña una magnífica estatua del escritor irlandés. También a un lado hay una losa, "En memoria de Lucia Joyce (1907-1982)", que recupera unas frases que Joyce dedicó a su muy amada hija. Frail the white rose and frail are her hands ("Frágil la rosa blanca y frágil son sus manos"), comienza el texto grabado allí, que termina con My bleueveined child ("Mi niña de ojos azules"). El ardiente amor de un padre en la fría piedra de un cementerio.
Mi admirada Edna O’Brien, cuyo libro Chica de campo (Errata Naturae, 2018) permanece en mi memoria, escribe en la recientemente publicada biografía que dedicó a su famoso compatriota, James Joyce (Cabaret Voltaire, 2025): "Cuando Lucia era una adolescente Joyce expresaba su amor por ella sin reservas: ella era su inspiración, y su locura, una mera expresión de genio mal encauzado".
Y Lucia, a su vez, le decía: "Padre, si alguna vez me encapricho de alguien, te juro por Cristo que no será porque ya no te quiera". Pero en la vida de Joyce nada fue sencillo y Lucia, bailarina profesional que abandonó el baile cuando se enamoró de Samuel Beckett, padeció una enfermedad mental, de la que, entre otros, le trató Carl Jung.
En su día, caminando entre las tumbas del cementerio zuriqués encontré la de un físico al que dediqué algún estudio en el pasado, Paul Scherrer (1890-1969), que se especializó en la investigación de la estructura de los sólidos cristalinos.
Además de su distinción como científico —junto con Wolfgang Pauli, dio lustre a la famosa Escuela Politécnica de Zúrich, más conocida como ETH, donde estudió y enseñó durante algún tiempo Einstein—, Scherrer me interesó porque mantuvo relaciones con España: pasó los meses de septiembre y octubre de 1928 en Madrid, ayudando a Julio Palacios a montar un laboratorio dedicado al estudio de la estructura de los cristales utilizando la difracción de rayos X. El desarrollo posterior de la física del estado sólido en España debe algo a aquel inicio.
Hasta cierto punto es comprensible que en aquel escenario, triste a la vez que hermoso y pacífico, aunque sea la paz de los muertos, mi mente pensara en la duración de la vida. Pero la "vida" es una propiedad de los muchos seres que pueblan la Tierra. Y el rango entre el nacimiento y la muerte en seres pluricelulares es muy variado. En humanos, el récord mundial pertenece a la francesa Jeanne Calment (1875-1997), que vivió 122 años y 164 días, seguida por la japonesa Kane Tanaka (1903-2022), con 119 años y 107 días.
En torno a los 120 años se encuentra el límite de nuestra especie. Poca cosa comparada con el tiburón de Groenlandia, que puede vivir entre 300 y 500 años
Es razonable suponer que en torno a estas cifras, 120 años, se encuentra el límite "razonable" —esto es, sin la ayuda que en un futuro pueda aportar la biomedicina— de nuestra especie. Poca cosa comparada con el tiburón de Groenlandia (Somniosus microcephalus), que puede vivir en las frías aguas atlánticas de Groenlandia, Islandia y el Ártico, entre 300 y 500 años (su promedio de longevidad es de 272 años). No es sorprendente que se los denomine "dinosaurios en la Tierra".
Sigue en veteranía la almeja de Islandia (Arctica islandica), un molusco bivalvo de entre 7 y 12,5 cm. de tamaño. Vive entre 200 y 500 años, aunque un ejemplar encontrado en 2006 en la costa de Islandia, posee el récord mundial, con una edad de 507 años. Se le bautizó como "Ming" porque cuando nació reinaba en China la dinastía Ming.
La explicación que se da habitualmente a semejante longevidad es que el metabolismo de los animales que viven en hábitats fríos tiende a ser más lento que el de especies de climas más cálidos. Y se suele aceptar que el ritmo metabólico es inversamente proporcional al máximo de esperanza de vida.
¿Y qué se sabe de por qué los humanos vivimos lo que vivimos? A esta cuestión está dedicado un libro del Premio Nobel de Química de 2009, por sus trabajos sobre la estructura y funcionamiento de los ribosomas (estructuras que se encuentran dentro de las células y que participan en la elaboración de proteínas), Venki Ramakrishnan: Por qué morimos. La nueva ciencia del envejecimiento y la búsqueda de la inmortalidad (Pasado & Presente, 2024).
Una idea extendida de la longevidad implica a los extremos de los cromosomas, los telómeros, nombre acuñado por el biólogo y genetista estadounidense Herman Muller en la década de 1930. Cada vez que una célula se divide, multiplicándose de esta manera, los telómeros se acortan, lo que al cabo del tiempo hace que los cromosomas se dañen y las células entren en senescencia y dejen de dividirse. Una enzima, la telomerasa, ayuda a evitar esto.
Podría pensarse, en consecuencia, que la solución, el "elixir de la eterna juventud", se halla en este "suplemento", pero, ay, los suplementos de telomeresa pueden conducir a que las células se dividan más de lo debido, indefinidamente incluso. ¿A qué suena esto? A las células cancerosas. "Las células de la mayoría de los tejidos —escribe Ramakrishnan— fabrican muy poca telomerasa o nada en absoluto, pero las células cancerosas y algunas otras células especiales, como las germinales, fabrican bastante más".
No sé si la ciencia del futuro conseguirá superar esta contradicción intrínseca —más telomerasa para que no se acorten los telómeros, pero al mismo tiempo para inducir riesgo de cáncer—, pero a mí me parece que semejante contradicción ha sido una sabia táctica de la evolución natural para resolver lo que sería un gravísimo problema: ¿se imaginan lo que significa que pudiesen coexistir miembros de generaciones muy separadas en el tiempo?