Vista satélite  de la Tierra. Imagen: NASA

Vista satélite de la Tierra. Imagen: NASA

ENTRE DOS AGUAS

Objetivo: una Constitución para la Tierra

¿Se puede promover, como señala Luigi Ferrajoli, "un proceso constituyente abierto a la adhesión de todos los pueblos y todos los estados" para afrontar temas como el cambio climático?

2 junio, 2023 02:23

La organización y mantenimiento de una sociedad tan compleja y numerosa como es una nación exige establecer reglas que codifiquen deberes y derechos, así como las relaciones entre los individuos que la componen. Es a esto a lo que llamamos Constitución. Históricamente, los contenidos de estas Cartas Magnas han ahondado especialmente en cuestiones como las formas de gobierno y los derechos individuales.

Así, en la admirable Constitución francesa de 1791, la primera constitución escrita de la historia de Francia, fruto de la famosa revolución de 1789, el primer Artículo dice: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”.

Una buena pregunta es si la ciencia, el instrumento que más cambios ha introducido en el desarrollo de la humanidad, ha tenido protagonismo en alguna constitución. Si buscamos en la por tantas razones bienvenida Constitución española promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812, que en alguna medida, aunque sea pequeña, se podría suponer influida por la tradición ilustrada, uno de cuyos pilares fue precisamente la ciencia, solo encontramos la palabra “Ciencia” en el breve –seis artículos de un total de 384– Título IX (“De la Instrucción Pública”).

La Carta Magna de 1978 señala que “los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación”

Allí, en el Artículo 367 se lee: “Asimismo se arreglará y creará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes”.

En la Constitución gaditana de 1812 no se encuentra nada parecido a las frases iniciales de la Declaración de Independencia que el Congreso de los por entonces 13 Estados Unidos de América adoptó el 4 de julio de 1776, en la que aparece referencia explícita a “las leyes de la naturaleza”, mención que debe interpretarse como un eco newtoniano.

Claro que el borrador de esta Declaración se debe a Thomas Jefferson, seguramente el único presidente que ha tenido Estados Unidos que leyó, entendiéndolo, el libro que Isaac Newton publicó en 1687, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Años después, el 21 de enero de 1812, Jefferson escribía a John Adams, presidente de Estados Unidos entre 1797 y 1801 (fue el segundo y precedió en el cargo a Jefferson): “He renunciado a los periódicos en beneficio de Tácito y Tucídides, de Newton y Euclides, y soy mucho más feliz”.

Si se revisan las Constituciones españolas posteriores a la de 1812 se encuentra que, de igual manera que en la primera, la ciencia y sus posibilidades brillan por su ausencia. En la todavía vigente, la de 1978, las referencias son escasas, señalándose únicamente que “los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general” (Artículo 44.2), atribuyéndose al Estado la competencia del “fomento y la coordinación general de la investigación científica y técnica” (Artículo 149.1.15).

Recientemente, en Chile el 25 de octubre de 2021 se aprobó una Ley, nº. 21.383, que modifica el Artículo 19 de su Constitución, y que dice: “El desarrollo científico y tecnológico estará al servicio de las personas y se llevará a cabo con respeto a la vida y a la integridad física y psíquica. La ley regulará los requisitos, condiciones y restricciones en las personas, debiendo resguardar especialmente la actividad cerebral, así como la información proveniente de ella”. Las posibles consecuencias de la utilización de las neurotecnologías, como puede ser la interfaz máquina-cerebro, en otras palabras, los neuroderechos humanos, se encuentran detrás de esta ley.

Los ejemplos anteriores se refieren, básicamente, a derechos o deberes individuales, pero ¿y los globales, los que afectan a toda la humanidad, sin distinción de naciones? En la era de la globalización, cuando en numerosos apartados las fronteras nacionales se disuelven, debería existir algo parecido a una Constitución compartida por todos. El prestigioso jurista italiano Luigi Ferrajoli ha avanzado una propuesta en este sentido, que ha presentado en un libro titulado Por una Constitución de la Tierra (Trotta, 2022).

La idea es “promover un proceso constituyente” de una “Federación de la Tierra, abierto a la adhesión de todos los pueblos y todos los estados existentes”. Los fines de esta propuesta se aprecian en las primeras líneas del Artículo 1, que encabeza unos “Principios supremos”: “La Tierra es un planeta vivo. Pertenece, como casa común, a todos los seres vivientes: a los humanos, los animales y las plantas. Pertenece también a las generaciones futuras, a las que la nuestra tiene el deber de garantizar, con la continuación de la historia, que ellas vengan al mundo y puedan sobrevivir en él”.

Para cumplir con esto sería necesario “garantizar la vida presente y futura de nuestro planeta en todas sus formas y, con este fin, acabar con las emisiones de gases de efecto invernadero y con el calentamiento climático, las contaminaciones del aire, el agua y el suelo, las deforestaciones, las agresiones a la biodiversidad y los sufrimientos crueles infligidos a los animales”; también “mantener la paz y la seguridad internacional”, “promover relaciones amigables de solidaridad y cooperación entre los pueblos” y “realizar la igualdad de todos los seres humanos en los derechos fundamentales”.

[¿Qué se cuece en las entrañas de la Tierra?]

No soy, creo, ni un optimista ni, menos aún, un iluso, y dudo mucho que una noble propuesta como esta tenga futuro, al menos no a corto plazo; tal vez lo tenga cuando las condiciones de habitabilidad de la Tierra se deterioren tanto que sea inevitable tomarla en consideración. Me recuerda a la propuesta que Albert Einstein hizo de un Gobierno mundial para poder evitar las guerras futuras, guerras en las que podría utilizase armamento nuclear.

“El poder de este gobierno mundial –escribió poco después del final de la Segunda Guerra Mundial– abarcaría todas las cuestiones militares y sólo sería necesario un poder más: el de intervenir en países en los que una minoría oprima a la mayoría”. Una propuesta tan sensata como inútil, porque la ONU dista mucho de cumplir con ella.

Por cierto, el Artículo 17 de esa constitución proyectada dice: “El arte y la ciencia son libres y libre es también su enseñanza. Todos tienen derecho a acceder a la ciencia y al conocimiento”.

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