El Cultural

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Chernóbil, drama y espectáculo

La serie de HBO 'Chernobyl' sirve a Sánchez Ron para reflexionar sobre el desarrollo de la ciencia en los regímenes no democráticos

25 noviembre, 2019 04:28

Acabo de ver la miniserie Chernobyl, basada en la estremecedora obra de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, Voces de Chernóbil (Debate, 2015), en la que se daba voz y recuerdo a algunas de las víctimas, reales e imaginadas, del terrible desastre que se produjo el 26 de abril de 1986, cuando una serie de explosiones destruyeron el edificio del cuarto bloque de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, ubicada al norte de Ucrania. Probablemente nada ha contribuido más que aquel suceso para desprestigiar el uso de la energía de fisión nuclear con fines pacíficos. Su recuerdo, aliado con la producción de residuos radiactivos de muy larga vida en las centrales nucleares, empequeñece sus aspectos positivos, como el que no producen dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero.

Como físico, me ha atraído especialmente el personaje de Valery Legasov, el físico nuclear que dirigió la investigación para averiguar por qué explotó el reactor. Los momentos finales de la serie, cuando toma la decisión de comunicar el motivo real de la explosión, con explicaciones en las que no se escatiman detalles de cierta complejidad técnica (un detalle muy raro en series de televisión), son particularmente esclarecedores y dramáticos, pues Legasov sabía que al revelar esos problemas estaba poniendo punto final a su hasta entonces brillante carrera científica. En la Unión Soviética de entonces, esas “deslealtades” no se perdonaban, y él lo sabía. No olvidemos que no habría llegado a la posición que ocupaba en el sistema científico soviético sin comprender –y en ocasiones apoyar– las reglas que regían ese sistema. Precisamente por eso es tan merecedora de homenaje su actuación, que muy probablemente evitó otras catástrofes nucleares soviéticas en el futuro.

El desastre de Chernóbil volvió a sacar a debate viejas cuestiones, como la de si la ciencia puede progresar en estados no democráticos. En un ya viejo libro, Alsos (1947), el físico de origen holandés emigrado a Estados Unidos en 1927, Samuel Goudsmit –que dirigió la misión Alsos, organizada en 1944 por el ejército estadounidense cuando las fuerzas aliadas estaban invadiendo los dominios nazis, con el fin de obtener información de hasta dónde había progresado la ciencia germana, así como para capturar a sus mejores científicos– escribió: “Creo que los hechos demuestran de manera bastante concluyente que la ciencia bajo el fascismo no fue, y con toda probabilidad nunca será, igual a la ciencia en una democracia”.

Chernóbil reabrió el debate sobre si la ciencia puede progresar en estados no democráticos

Desgraciadamente los hechos no son tan determinantes como pretendía Goudsmit, pero no es este el momento de desarrollar el caso alemán. En lo que se refiere a la Unión Soviética basta con recordar, entre otros muchos ejemplos posibles, que ese estado totalitario formó científicos que fueron capaces de adelantarse al democrático Estados Unidos en la carrera espacial, como prueba el exitoso lanzamiento del Sputnik el 4 de octubre de 1957. Lo que Chernóbil muestra es que podían surgir, por razones de Estado, trabas al intercambio y difusión de conocimientos científicos o tecnológicos. Ahora bien, trabas políticas parecidas se daban, y continúan dándose, en naciones democráticas: pensemos, sin ir más lejos, en los programas de armamento clasificados, que involucran ciencia de punta. La gran diferencia con lo que sucedió en Chernóbil es que el deseo por parte del aparato soviético de impedir que se conociese la razón del desastre implicaba un gravísimo peligro de salud pública, para sus ciudadanos al igual que para extensas áreas de, sobre todo, Europa. La democracia tiene defectos, pero respeta más a las personas.

La serie Chernobyl enseña mucho, pero uno no puede dejar de pensar que también forma parte de “la civilización del espectáculo”. ¿En qué medida las tragedias que generó la explosión del reactor ucraniano se han clavado en nuestros corazones y entendimientos? ¿Cuánto tiempo nos dura el dolor que compartimos mientras vemos esos episodios con, por ejemplo, la esposa del bombero que, aun estando embarazada, no se aparta de su marido en el hospital en el que agoniza? Escribe Svetlana Aleksiévich: “El médico le dice a una mujer acerca de su marido moribundo: ¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar”. Pero, añade Alexiévich, “¿cómo elegir entre el amor y la muerte?”.

Sé que no soy justo, que el dolor no es igual para todos, que el verdadero, el gran dolor es individual y centrado en quienes nos son más cercanos, que, de hecho, como si fuera una táctica darwiniana más de supervivencia, termina amortiguándose o quedándose en un segundo plano. Pero, a pesar de todo, no puedo evitar pensar en “la civilización del espectáculo” incluso en relación a esa espina malsana clavada en la historia de la humanidad que es Chernóbil. Un hecho ha reforzado esta mi triste opinión. La sala de control del reactor 4 de Chernóbil se ha convertido en una atracción turística. Se organizan tours para visitarla. Provistos de trajes protectores especiales, cascos y máscaras, los visitantes pueden permanecer únicamente cinco minutos en la sala, todavía altamente contaminada por la radiación. ¡Qué placer morboso, supongo, experimentarán esas personas al ver de cerca lo que no es sino recuerdo y testigo de muerte! Se benefician, claro está, del enorme esfuerzo que significó la construcción del nuevo y gigantesco sarcófago que cubre los restos del edificio que explotó y del primer “envoltorio” que se construyó sobre éste entre mayo y noviembre de 1986. Se tardaron 22 años en construirlo. Costó 1.600 millones de dólares aportados por 28 países y se espera que permita desmantelar el sarcófago inicial, extraer los materiales radiactivos y confinar los residuos durante 100 años, momento en que los expertos creen que será seguro retirarlo. Nuestros descendientes sabrán si es así.