Agota Kristof

Agota Kristof

Stanislavblog por Liz Perales

Agota Kristof, lista para ser estrenada

Su dramaturgia es despiadada y desconcertante, sin concesiones al sentimentalismo y adobada con un punto absurdo y no exento de humor. Ojalá pronto veamos algunas de sus piezas en los escenarios

13 enero, 2020 10:23

El teatro de Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935-Neuchâtel, Suiza, 2011) apenas se ha representado en nuestro país. Que yo recuerde hace más de dos lustros la compañía chilena La Troppa ofreció en Madrid una exquisita adaptación de su primera novela, El gran cuaderno, que tituló Gemelos, y tengo vaga memoria de alguna función en territorio alternativo. Quizá se deba a que apenas ha sido traducido en nuestro país, situación que la editorial Sitara ha venido a remediar con la edición de dos volúmenes con traducción de José Ovejero que recogen ocho de las 24 piezas que llegó a escribir. Zambullirme en su dramaturgia ha sido fascinante, el descubrimiento de un universo literario despiadado y desconcertante, sin concesiones al sentimentalismo, pero a la vez muy humano, donde cada acción de sus personajes aguarda consecuencias, y adobado con un punto absurdo, grotesco y no exento de humor. Ojalá pronto veamos algunas de estas piezas en los escenarios.

Kristof se dio a conocer por su narrativa (precisamente con la obra citada, El gran cuaderno), pero fueron el teatro y la poesía los géneros que primero cultivó siendo una niña. Ella pertenece a ese grupo de autores que orillaron su lengua nativa para expresarse en la lengua del país al que emigró. Húngara de origen, se instaló primero en Austria huyendo del comunismo y no fue hasta una década después de afincarse en Suiza que comenzó a publicar en francés, en los años setenta del siglo pasado.

Ha contado que eligió el teatro para estrenarse como autora en su lengua adoptada porque le resultaba más sencillo: “Los diálogos eran similares a los que oía a mi alrededor. No tenía que hacer descripciones: solo había que incluir un nombre antes de la intervención de cada personaje. Funcionó bien. Mis obras se representaron en pequeños teatros de los alrededores de Neuchâtel y después en la radio. […] Cuando empecé a escribir El gran cuaderno era como si escribiera escenas de teatro”. Y algo inverso se detecta en su teatro, pues en algunas piezas como El monstruo (1974) y La hora gris o el último cliente (1975) construye las escenas como si fueran capítulos de una novela a las que pone título conforme evoluciona la acción.

Su lenguaje es muy sencillo, casi infantil, pero a la vez muy afilado, directo y preciso, y de una gran teatralidad porque toda la información que nos da de los personajes es a través de sus acciones, nunca habla de sus sentimientos, y en muchas ocasiones estos no tienen ni nombre, privándoles así de una personalidad individualizada. Son, por otro lado, personajes de cuentos o fábulas sobre lugares donde rige la prohibición, el control político y social, universos cerrados en los que huir se paga caro y en los que se distinguen precisamente los personajes que nadan a contracorriente.

La pieza más humorística es quizá una de las más conocidas de la autora, John y Joe (1972), en la que dos amigos ven afectada su relación a partir de un billete de lotería; tiene un aire beckettiano, pero también se presiente el Melville de Bartleby, el escribiente. Devastadora, y a la vez con un punto de ternura es La llave del ascensor (1977), una extraña historia de amor de una mujer encerrada en un castillo por su príncipe-marido-verdugo. Y de una tristeza desesperanzada es La hora gris, sobre la relación de una prostituta con su cliente.

Pasa una rata (1972) fue la primera obra teatral que escribió, en torno a un juego de identidades donde los personajes cambian de nombre conforme cambian de decorado, construida en tono de farsa, me recuerda a otro dramaturgo, el israelí Hanoch Levin, un devoto de la sátira y contemporáneo de Kristof. Pero la pieza, nos informa Pilar C. Meyaui en el prólogo, es también un guiño a Brecht, Durrenmatt y Molière, tres autores de los que bebe su teatro.

Todas las piezas respiran un aire claustrofóbico, son alegorías o metáforas de hombres y mujeres a los que se les cercena su libertad, triste destino porque les es imposible recuperarla. El monstruo (1974) es una fábula sobre cómo evitar el control político y social, con un desenlace desconcertante. Una aldea es visitada por un monstruo que se instala en ella y crece y crece a expensas de colonizar, apropiarse del terreno de sus habitantes y comérselos; la fórmula para acabar con él tendrá un siniestro resultado. Algo parecido ocurre en La epidemia (1975) y también en La carretera (1976), en la que ya se anticipa el ecologismo en una metáfora de un mundo en el que es imposible huir del asfalto, mientras se condena a sus habitantes a vagar por caminos alejados de la naturaleza, caminos grisesque llevan a ninguna parte.

Christina Rosenvinge. Foto: Pablo Zamora

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