Retrato de Juan Ramón Jiménez realizado por Joaquín Sorolla en 1903. Foto: Wikimedia commons

Retrato de Juan Ramón Jiménez realizado por Joaquín Sorolla en 1903. Foto: Wikimedia commons

Entreclásicos

Muerte y resurrección de Platero

El asno de Juan Ramón Jiménez sigue vivo, iluminando las vidas de los que salen a su encuentro.

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“Parecerá que he muerto y no será verdad”, le advierte el pequeño príncipe a Saint-Exupéry. Aunque la muerte se perfila como la única certeza inapelable, la imaginación no cesa de buscar caminos para huir de ese abismo. La conciencia es incompatible con la aceptación de la finitud, pues su impulso natural es el anhelo de perdurar, como ya apuntó Spinoza, el filósofo judío que pulía lentes y que alumbró una ética con el rigor de la geometría. La expulsión del Edén no es una leyenda del Antiguo Testamento. Acontece cada vez que se produce el fatal abandono del jardín de la infancia tras descubrir la brevedad de la vida.

¿Por qué dice el pequeño príncipe que su muerte no será verdad? Cuando se aproxima el final, experimenta miedo. Se pregunta qué será de la rosa que cuidaba en su planeta. Solo posee cuatro insignificantes espinas para protegerse de las inclemencias del mundo. La muerte del pequeño príncipe no es cruenta. Un relámpago amarillo lo arroja al suelo. Cae suavemente, sin hacer ruido. Seis años después, Saint-Exupéry sigue mirando al cielo, especulando si el pequeño príncipe logró volver a su planeta. Su nostalgia del amigo perdido se parece a la de Juan Ramón Jiménez al evocar a Platero. Ambos escritores afrontan el misterio de la muerte con una mezcla de perplejidad, miedo y esperanza.

Platero muere al mediodía. Su barriga se hincha y su manto de algodón se convierte en estopa vieja. Es una imagen desoladora, pero eso no impide que penetre en la cuadra un rayo de sol y revoletee una mariposa de tres colores. La muerte se muestra impotente ante la luz y la belleza. Parece que Platero ha muerto, pero no es verdad. La mariposa no es un simple adorno poético, sino un símbolo de resurrección. En el corazón del mundo no está la Muerte, sino la Vida. Entre nuestras lágrimas y penas, en mitad de nuestras pobres cosas, late una promesa de infinito. No nos espera una sima de oscuridad y silencio, sino una plenitud anticipada por el vuelo de una mariposa.

A veces, la oscuridad parece más real y definitiva que la luz. Sin embargo, la luz siempre regresa y con ella, el pasado, que sigue incidiendo sobre el hoy con un magnetismo irresistible. Juan Ramón Jiménez intuye que la mirada de Platero sigue encendida, observando cómo el agua mueve la noria y las abejas se afanan alrededor del romero. Platero sigue vivo y no se ha olvidado el poeta. “Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el Poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero…”.

Juan Ramón Jiménez coloca la silla, el bocado y el ronzal en un borriquete de madera y lo traslada todo a un granero desde donde se ve el campo de Moguer, con sus pinos, sus huertas y sus casitas de labranza. Aunque el poeta afirma que el borriquete de madera no tiene alma, los niños se suben en él y exclaman: “¡Arre, Platero!”. No necesitan desplazarse en el espacio para sentir que trotan por el prado de sus sueños. El movimiento no es un fenómeno físico, sino un estado del alma.

Días más tarde, el poeta visita la sepultura de Platero en el huerto de la piña. El pobre borriquillo está enterrado al pie de un pino “redondo y paternal”. El mes de abril ha adornado la tumba con grandes lirios amarillos. En lo alto del pino cantan los chamarices o luganos, unos pájaros del tamaño del jilguero, con el plumaje verdoso, manchado de negro y ceniza, y el cuello y el pecho amarillos. Sus colores son un sueño de verano y su canto habla de la perennidad del amor. Los niños, muy serios, y el poeta, con los ojos húmedos, se preguntan si Platero los habrá olvidado o ya solo piensa en los ángeles que lleva sobre su lomo peludo en los prados celestiales.

Platero renacido

De nuevo, irrumpe en la escena una mariposa, en esta ocasión blanca, volando de lirio en lirio. Juan Ramón Jiménez juega otra vez con los símbolos, introduciendo una imagen de pureza: el lirio. La mariposa blanca es un mensaje de renovación y crecimiento espiritual. Platero ha bajado a la tierra húmeda para renacer, como esa semilla que no fructifica si previamente no muere. No había en su alma un ápice de vileza, pero necesitaba realizar ese viaje para acceder a la vida eterna.

Las imágenes de los seres queridos que nos dejaron no son desdeñables, pero no deben confundirse con ellos. Juan Ramón Jiménez coge cariño a un Platero de cartón que le regala una amiga, pero sabe que no es Platero. Platero no es esa imagen que se balancea y mueve la cabeza, sino una existencia que ya conoce la verdad inequívoca, la perfecta libertad y la paz infinita. Desde allí nos enseña que la muerte no es un pozo ciego, sino vida transformada, iluminada.

Su ejemplo nos ayuda a hallar un sentido a la vida, incluso en los escenarios más terribles, cuando la razón protesta contra la injusticia y el absurdo. El poeta así lo entiende: “Estás vivo y yo contigo…”. Han pasado años y los niños que ayer jugaban con Platero son hombres y mujeres. Para muchos, el burrillo solo es pasado olvidado. “Pero, ¿qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?”. Vivir en lo eterno… ¿Qué significa eso? Sería absurdo buscar explicaciones científicas. La eternidad solo puede ser atisbada por los poetas.

En su poema Misericordia, Luis Rosales arroja algo de luz sobre una promesa incomprensible para la razón. La eternidad es una “gravitación de horizontes en sereno equilibrio, “una playa de soledades”, “una mansedumbre sin voz”. No lo advertimos porque no hemos buscado por los “rincones” de nuestros “ojos heridos”, ni por “la corriente viva de las aguas empapadas de cielo”.

La eternidad es “amor sin determinaciones”, “presencia sin instante”, “alegría que no turba ni ofende”, la noche de los dones, la tierra que reúne al ser y la nada, la unidad de las cosas. No podemos explicar la eternidad con palabras. Solo podemos intuirla mediante un éxtasis con la hondura de “un mar asombrado” o transitando por la vía del silencio, “una oración inmóvil” que persevera en el amor, instante supremo, “vaho manso y caliente que desprenden los lirios”, “pura brisa sin norma”, alba que abre “una puerta en el viento”, “misericordia”.

Platero y yo es un parábola impregnada de espíritu evangélico, una buena noticia que espanta las sombras del fatalismo, una explosión de ternura en un mundo sumido en la violencia y la desesperanza. El poeta a lomos de su borriquillo emula al joven rabino galileo que entra en Jerusalén sobre un asno, destruyendo la expectativa de un mesías con el espíritu de un guerrero. En 1914, cuando se publicó Platero y yo, Juan Ramón Jiménez compartía la visión humanista de Galdós, Julio Sanz del Río y Giner de los Ríos, que reivindicaban los valores del Sermón de la montaña, pero rechazaban los dogmas de la iglesia católica.

La idea de Dios cada vez suscita más rechazo en una Europa con una identidad difusa y sin un proyecto claro. En otras latitudes, se ha asociado a la ola reaccionaria que crece sin tregua, sembrando el caos y el miedo. Platero y yo se inscribe en otra perspectiva, casi olvidada. Dios no es un poder opresor ni una fantasía inspirada por la incapacidad de asumir nuestra fragilidad, sino una fuerza viva que destila belleza y ternura. Está en el origen y en el fin de los tiempos. Entre esos dos extremos, permanece oculto, respetando la autonomía de la naturaleza y la historia, pero es una inspiración permanente.

La muerte de Platero es tan ficticia como la del pequeño príncipe de Saint-Exupéry. Ambos siguen vivos, iluminando las vidas de los que salen a su encuentro. Su paso por este mundo es la oración de la carne, pidiendo un mañana que no consista en un aterrador vacío. El pequeño príncipe no murió. Solo volvió a su planeta a cuidar a su rosa y Platero sigue trotando por el cielo de Moguer.