Retrato de Emil Cioran en un mural callejero. Foto: Thierry Ehrmann / CC BY 2.0

Retrato de Emil Cioran en un mural callejero. Foto: Thierry Ehrmann / CC BY 2.0

Entreclásicos

Cioran y la insoportable levedad de la existencia

Embriagado por su nihilismo, el escritor y filósofo utilizaba las palabras para demoler y no para celebrar.

31 octubre, 2023 02:15

Cioran experimentó el mismo terror ante el cosmos que Pascal. El contraste entre la vastedad del universo y la insignificancia del hombre le resultaba insoportable. La existencia individual le parecía irrisoria desde la perspectiva del tiempo y el espacio. Desde su punto de vista, la vida no es solo fruto del azar.

Además, constituye una nadería, un brizna ínfima en mitad de un vendaval colosal. Todo lo que irrumpe en el ser, ocupando un lugar, es irrelevante en el curso del devenir. Un breve parpadeo en un flujo infinito. Un instante abocado a borrarse sin dejar huella. Nacer significa ir a menos, desdibujarse en una constelación de banalidades. Cioran sostiene que la inmensidad del cosmos nos aboca a la desesperación.

Si hay millones de galaxias, no puede atribuirse ningún valor a ninguna de esas agrupaciones de estrellas, planetas, nubes de gas, polvo cósmico, materia oscura y energía unidas por campos gravitatorios. El valor de algo está determinado por su singularidad. La superabundancia es sinónimo de nimiedad.

[Hannah Arendt: Jordi Évole, Josu Ternera y la banalidad del mal]

La idea de la inmortalidad no atenúa el descontento de Cioran. Un más allá superpoblado no resuelve el problema de la insignificancia de lo individual y concreto. La verdad es intratable y humillante. Frente a ese panorama, la lucidez solo transige con dos posibilidades: la risa y el suicidio. La risa no aporta ninguna solución, pero alivia la angustia y proporciona cierto decoro. Es mejor reírse de la fatalidad que arrojar ceniza sobre la cabeza y gemir desconsoladamente. No hay nada más hermoso que soltar una carcajada en las fauces del abismo. El suicidio sí nos redime de nuestra futilidad. La nada es una totalidad autosuficiente, una plenitud perfecta que desconoce límites. Disiparse en su impalpable territorio nos exime de ser algo minúsculo en un vasto dominio que nos ignora.

¿Tenía razón Cioran? ¿Se puede decir que nacer es realmente ir a menos? ¿Lo individual es verdaderamente irrelevante? ¿Habitamos un cosmos saturado de bagatelas? Hannah Arendt apuntó que no hay dos seres humanos idénticos. Aunque nuestra especie se resiste a reconocerlo, sucede algo similar con los animales. En Gorilas en la niebla, Dian Fossey mostró que existían grandes diferencias entre los individuos de un grupo. No eran simples reiteraciones de un modelo o estereotipo. Un macho de espalda plateada que ejerciera el liderazgo con ecuanimidad e inteligencia incrementaba las oportunidades de cohesión y supervivencia. Por el contrario, un mal liderazgo podía llevar al grupo a la dispersión y la muerte.

La natalidad es un acontecimiento crucial. Es la fuente de renovación de la vida y un semillero de oportunidades. Sin esa multiplicidad que horroriza a Cioran, no existiría la diversidad y, entre otras cosas, no habrían surgido los buenos líderes ni las voces de los grandes líricos.

“Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno”

Gracias a los poetas, sabemos que nada es insignificante. Walt Whitman nos enseña que el trabajo silencioso y paciente de una araña colma “inconmensurables océanos de espacio”. Emily Dickinson nos revela que un trébol siempre es una forma aristocrática para una abeja. Ralph Waldo Emerson nos hace reparar en que las hojas de los árboles transforman los arroyos en acuarelas. Nada es banal, nada es irrisorio. El viento no es una simple fenómeno atmosférico, sino el milagro que pone el mundo en movimiento. Sin el viento, Ulises no hubiera regresado a Ítaca. Sin el viento, la vida no recorrería grandes distancias para propagarse silenciosa y discretamente. Nada permanece, pero la extinción nunca es infructuosa. Las formas que desaparecen abren el paso a otras, garantizando la continuidad del devenir.

Cioran es un gran prosista, pero su mirada no repara en la irrepetible belleza de las cosas. Embriagado por su nihilismo, utiliza las palabras para demoler y no para celebrar. Cuando contempla al ser humano, no aprecia su espíritu creador, que nos ha regalado milagros como la música de Bach y Brahms, dos compositores a los que admiraba, sino el hedor a cadáver inherente a su finitud.

Aunque afirma que desprecia la inmortalidad, no esconde la melancolía que le produce el otoño. Asegura que no es posible mirar la caída de las hojas sin recordar que nuestras horas están contadas. En un arrebato de sinceridad, confiesa: “Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno”. El universo es la chapuza de un “aciago demiurgo”, la abominación de un “piojo” que finge ser el Señor de la Historia y la Naturaleza.

[Hannah Arendt vs Adolf Eichmann, arquitecto de la Shoah: ¿se puede decir que el mal es banal?]

Cioran repudia el gay saber de Nietzsche. El instante le parece un pobre absoluto. El aquí y ahora no es una forma de plenitud, sino una expresión de podredumbre. La insignificancia de la vida no se redime por un momento de embriaguez. La sabiduría trágica de Nietzsche solo es un gesto de impotencia. Saber que el mundo es absurdo y exaltar esa idea como un hallazgo no representa una ganancia, sino el reconocimiento de una derrota.

Cioran señala que no se puede afirmar que la vida carece de sentido y, al mismo tiempo, postula la doctrina del amor fati, según la cual hay que amar todo lo que es, ha sido o será. Nietzsche se anticipa a esta objeción, puntualizando que ciertamente la vida está desprovista de sentido, pero eso no significa que carezca de valor. De hecho, la vida es el único absoluto y debemos obedecer a su mandato: expandir nuestro poder, desarrollar nuestra energía creativa, superar cualquier obstáculo. En cambio, Cioran opina que es una pérdida de tiempo ambicionar nada, crear algo o luchar contra la adversidad. El sabio, el que sabe que la vida es irremediablemente absurda, solo puede cultivar la ironía, el desdén y la esterilidad.

La filosofía trágica de Nietzsche no es una buena alternativa para rebatir el nihilismo de Cioran, pues identifica la vida con la opresión, la dureza y el “avasallamiento de lo que es extraño y más débil”. Nacer no significa venir a menos por la voluntad de poder que anima a todos los vivientes, sino porque todo lo que irrumpe en la vida participa solidariamente en el esfuerzo creador de sostenerla.

Aunque afirma que desprecia la inmortalidad, Cioran no esconde la melancolía que le produce el otoño

En La evolución creadora, Henri Bergson apunta que todos los seres, desde los más elementales hasta los más complejos, “no hacen más que volver visible a nuestros ojos un impulso único, […] una carga arrolladora, capaz de derribar todas las resistencias y de franquear muchos obstáculos, quizás incluso la muerte”. Cioran nunca repara en el otro. Su megalomanía ni siquiera considera satisfactoria la inmortalidad, pues vivir eternamente entre otros muchos no le parece nada especial.

No entiende que el valor de la existencia individual no reside en la expansión del yo, sino en la contribución solidaria al despliegue de la vida. Nada es irrelevante: “el animal se apoya en la planta -escribe Bergson-, el hombre cabalga sobre la animalidad, y la humanidad entera, en el espacio y el tiempo”.

Cioran, con sus aforismos repletos de ingenio y su pesimismo matizado por el humor, forma parte de este impulso. Sus palabras han suscitado otras palabras que mantienen vivo el pensamiento y el lenguaje. Sin el breve parpadeo de lo individual, el flujo infinito del ser se colapsaría. ¿Y quién sabe hasta dónde alcanza la vida? La muerte quizás solo es un eslabón más de una creación infinita.

François Boucher: 'La toilette',  1742. © Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Foto: Thirdman/Pexels

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