Miguel de Unamuno en Valldemossa (Mallorca) en 1916

Miguel de Unamuno en Valldemossa (Mallorca) en 1916

Entreclásicos por Rafael Narbona

Unamuno según Arturo Barea

¿Unamuno ya no puede aportarnos nada? Barea contesta: “Un pensador que enseña cómo convertir el conflicto, la contradicción y la desesperación en fuente de energía tiene algo grande que ofrecer”

8 junio, 2021 09:42

Siempre he sentido un especial aprecio por los autodidactas, pues yo mismo lo he sido. He pasado por la universidad y he ejercido la docencia, pero la mayor parte de mis conocimientos los he adquirido por mi cuenta. Los autodidactas suelen tener una perspectiva mucho más fresca que los académicos, pues no sienten la necesidad de justificar cada opinión con una cita. Y su prosa es mucho más ágil y plástica, salvo honrosas excepciones. Arturo Barea fue autodidacta. A los dos meses de su nacimiento, perdió a su padre. Su madre, una lavandera, emigró a Madrid con sus cuatro hijos. Trabajó duramente en las orillas del Manzanares para sostener a su prole, evitando que acabara en la inclusa. Barea puedo estudiar hasta los trece años, pero a esa edad tuvo que abandonar el colegio de las Escuelas Pías de San Fernando en Lavapiés para comenzar a trabajar de aprendiz en una tienda. Sin embargo, el amor a los libros ya había arraigado en su temperamento inquieto. Eso sí, no publicaría su primer relato hasta los cuarenta años, una pieza titulada “Madre”, de carácter autobiográfico. Durante la Guerra Civil, colabora con el gobierno de la Segunda República desde la Oficina de Prensa Extranjera del Ministerio de Estado. Allí conoció a la periodista y traductora austriaca Ilse Kulcsar, con la que se casó en 1938. Exiliado en París, malvivió hasta que consiguió un empleo en la BBC, trabajando como locutor bajo el pseudónimo de Juan de Castilla. Continuó de ese modo la tarea que ya había realizado en Madrid, cuando ejercía de propagandista desde las ondas. Barea murió en 1957 de un infarto. Solo tenía sesenta años, pero al menos pudo disfrutar del reconocimiento que suscitó su vocación tardía. Traducida al inglés por su mujer, La forja de un rebelde, trilogía autobiográfica, gozó de un enorme éxito en Gran Bretaña y Estados Unidos. No obstante, no se publicaría en España hasta 1977. 

En 1952, Bowes & Bowes en Inglaterra y la Yale University Press en Estados Unidos publican un breve ensayo de Barea sobre Unamuno. Como explica Ilsa en la edición de 1959, aparecida en la revista Sur, no existía un texto original completo del ensayo. La viuda elaboró la versión inglesa basándose en notas, apuntes y esbozos. La prematura muerte de Barea impidió que este escribiera una versión definitiva en castellano. Con la ayuda de Emir Rodríguez Monegal, Ilsa adaptó el texto a nuestro idioma, respetando en lo posible el estilo de su autor. Espasa ha recuperado su trabajo, publicando un ensayo que hasta ahora resultaba inaccesible. El Unamuno de Barea no es un estudio erudito, sino una mirada inteligente y apasionada sobre uno de los gigantes de nuestras letras. Un texto que se lee sin esfuerzo, pero que reconstruye con rigor los conflictos y paradojas de Unamuno, un intelectual que sirvió de faro a generaciones anteriores y que hoy apenas se lee. Los lectores le han dado la espalda a la Generación del 98. La crítica dictaminó que nunca existió algo con ese nombre. Presuntamente, solo fue un invento de Azorín. Además, los escritores agrupados alrededor de ese rótulo promovieron el fascismo, exaltando a Castilla, sus clásicos literarios y sus místicos. Españolistas hasta la médula, ofrecieron una tenaz resistencia a la modernidad. Este diagnóstico, injusto y miope, ha levantado una barrera entre los noventayochistas y los lectores del presente. Unamuno concita simpatías por su enfrentamiento con Millán-Astray, pero su cristianismo agónico, su amor a España y su visión de la mujer, que enfatiza la dimensión maternal, suscita perplejidad y rechazo. ¿Era Unamuno un reaccionario? Si por tal se entiende un enemigo de la libertad y la democracia, solo cabe responder con un no enérgico. Unamuno se mostró muy crítico con la iglesia católica, los militares y la alta burguesía. Esa actitud convivió con una profunda estima por la tradición, donde apreció una hondura espiritual que no advertía en el mundo moderno, materialista y huero

Unamuno abordó el problema de España desde una perspectiva que aún hoy siguen originando interpretaciones erróneas. Sucesivamente, fue liberal, socialista y, en sus últimos años, un solitario con una ideología que amalgamaba inconformismo, escepticismo y un atípico conservadurismo. Su trayectoria parece una síntesis de las crisis y convulsiones de su época. Barea apunta que “en política siempre fue un excéntrico”. Aunque asumió las contradicciones como un aspecto esencial de su pensamiento, siempre se mantuvo fiel a una actitud existencial basada en la búsqueda incansable de la verdad. Su interpretación de la vida y la historia no se forjó a base de conceptos, sino mediante la experiencia. Pensó desde sus vivencias como hombre de carne y hueso. Oriundo de Bilbao, conoció desde su niñez la confrontación entre la España liberal y la España tradicionalista. Solo tenía nueve años cuando su ciudad fue sitiada por los carlistas y liberada por el ejército constitucional. “Conservó en su alma las cicatrices del conflicto hasta su último día”, escribe Barea. Veinte años después, Unamuno publicaría Paz en la guerra, su primera novela, ambientada en ese acontecimiento. Siempre le desagradó “el estrecho patriotismo vasco”. Pensaba que debería superarse mediante el patriotismo español, un sentimiento que podía convivir con el amor al terruño. Sin embargo, el primer contacto con Madrid le produjo una honda desilusión. En la gran ciudad, no encontró ese calor que había experimentado en entornos más pequeños, donde pervivían las raíces y el sentimiento de comunidad. Dividido entre modernidad y tradición, “ansiaba –según Barea- una síntesis de las dos Españas dentro de su propio espíritu torturado por conflictos”. No le parecía incongruente albergar ideas aparentemente opuestas, pues el principio de contradicción, impugnado por Hegel en su Lógica, le parecía la matriz del pensamiento, no un lastre. Eso sí, nunca alcanzó una síntesis final, pese a buscarla apasionadamente. “En esto –escribe Barea- fue [una vez más] la encarnación de su país y su pueblo”. 

Ascético y vehemente, Unamuno encontró en Castilla la patria espiritual que tanto deseaba. Afincado en Salamanca, el paisaje le ayudó a profundizar su incansable introspección, mostrándole la fecundidad de los páramos vacíos, donde el alma se desprendía de lo superfluo, quedándose con lo esencial. En los cinco ensayos reunidos en 1902 con el título En torno al casticismo y que ya habían aparecido publicados entre febrero y junio de 1895 en la revista madrileña La España Moderna, Unamuno se manifiesta a favor de una nueva España que supere el inmovilismo, buscando esa tradición eterna que no se halla en los grandes acontecimientos históricos, sino en esa “intrahistoria” que apenas ha suscitado atención, pero que contiene las claves de la identidad española. La “intrahistoria” es ese fondo permanente donde está lo esencial de la cultura de los pueblos. En el caso de España, podemos rastrearla en los clásicos de nuestro Siglo de Oro. La quintaesencia de lo español está en Alonso Quijano el Bueno y en Sancho Panza. A Unamuno no le fascina el ardiente idealismo de Don Quijote, sino la exquisita humanidad del hidalgo, que se conmueve con el dolor ajeno y que admite su locura en sus horas postreras, cuando afronta la muerte con dignidad y lucidez. La “casta histórica” ha secuestrado la identidad española, empleando el furor inquisidor para reprimir cualquier forma de diversidad. Frente a esa maniobra, hay que recuperar el espíritu de los místicos y los humanistas, que cultivaron el individualismo y la heterodoxia. La Inquisición nació de “la incapacidad de comprender y sentir al prójimo como es”. La España verdadera no ha desaparecido. Sigue viva en su “pueblo desconocido […]. Está por descubrir, y solo la descubrirán los españoles europeizados”. Es decir, los españoles que conservan el talento de los místicos y los humanistas, siempre abiertos a las innovaciones del exterior y sin miedo a la diferencia.

Como señala Arturo Barea, nadie comprendió el esfuerzo de síntesis de En torno al casticismo. Los liberales reaccionaron con desconfianza y los tradicionalistas condenaron la obra. Con los años, Unamuno se distanció del europeísmo. Dejó de ser partidario de fundir el cosmopolitismo de las grandes ciudades con las tradiciones rurales. La hostilidad de liberales y progresistas hacia lo espiritual le alejó de una corriente que abocaba al hombre a un materialismo estéril y deshumanizador. Prefirió exaltar la sencillez de la vida rural, donde aún latía el anhelo de trascendencia y se practicaba una ética sencilla y primordial. La modernidad había traído la duda y el desarraigo. Vivir sin fe y sin esperanza significaba chapotear en la ciénaga del nihilismo. Unamuno era el enemigo de la muerte, por utilizar una expresión que más tarde agitaría Elias Canetti. Sin la expectativa de la inmortalidad, la existencia le parecía tan absurda como a Sartre y Camus. Consideraba que la resurrección, rebajada a simple fantasía por la ciencia moderna, era el gran problema de la filosofía, pues solo ella podía salvar al hombre de la insignificancia. Unamuno se sintió atraído por el protestantismo, donde no advirtió esa ambición de poder temporal que había caracterizado al catolicismo desde sus inicios. Sin embargo, se mantuvo alejado de todas las iglesias, convirtiendo la búsqueda de Dios en algo personal. Sabía que sus dudas y paradojas provocaban inquietud y desasosiego en sus lectores, pero entendía que esa era la misión del escritor. Su “furiosa hambre de ser” nunca halló esa certeza que hubiera acarreado la paz. Nunca le atrajo la posibilidad de una inmortalidad impersonal. Quería seguir siendo Miguel de Unamuno, no una gota en una gigantesca conciencia cósmica. Deseaba creer, pero la inteligencia, esa “cosa terrible”, se lo impidió, quedándose en el “fondo del abismo”, como admite en Del sentimiento trágico de la vida. Barea nos recuerda que Unamuno, al que “no le daba la gana morirse”, formuló un imperativo que resume su actitud ante el problema de la muerte: “Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos contra el destino, y aun sin esperanzas de victoria; peleemos contra él quijotescamente”. Barea no se pronuncia en esta cuestión, pero nos muestra con admiración la agonía de Unamuno, que acepta con entereza su destino de ser la conciencia de un pueblo y una época, asumiendo que jamás conocerá la serenidad que proporcionan las certezas firmes y sólidas.

Barea señala que Unamuno no fue un gran poeta. En su generación, ese papel corresponde a Antonio Machado. Sus novelas tampoco son perfectas. Sus personajes son la encarnación de una idea. En su opinión, Abel Sánchez es su novela más lograda. También elogia San Manuel Bueno, mártir, que refleja su itinerario filosófico. En esa obra, Unamuno se manifiesta partidario de renunciar a la razón para abrazar la fe. Si no es posible creer, conviene fingir, pues el hombre no puede soportar la idea de habitar un cosmos absurdo, donde solo reinan el azar y la muerte. Barea recuerda que el escritor vasco apoyó inicialmente a los militares sublevados, pero cuando comprobó que no eran regeneracionistas, sino centuriones movidos por un furor exterminador, rompió con ellos, lo cual le costó el ostracismo y el arresto domiciliario. En guerra consigo mismo, “las dos Españas estaban tan vivas en él con tanta fuerza que no pertenecía a ninguna de ellas –y a ambas-.” ¿Pertenece Unamuno al pasado? ¿Es un escritor que ya no puede aportarnos nada? Barea contesta: “Un pensador que enseña cómo convertir el conflicto, la contradicción y la desesperación en fuente de energía tiene algo grande que ofrecer a los hombres de nuestra época”. Más de medio siglo después, las palabras de Barea, lejos de haber perdido vigencia, nos recuerdan que la talla de un escritor no se mide por sus respuestas, casi siempre rebatidas o relativizadas por el tiempo, sino por la ambición de sus preguntas. Nadie fue más ambicioso que Unamuno. Por eso, su estatura intelectual es inmensa. Un gigante cuya desaparición extendió por España –según Ortega- un “silencio atroz”. Algunos nos consideramos hijos de ese silencio. 

@Rafael_Narbona

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