Knut Hamsun. Foto: Biblioteca Nacional de Noruega

Knut Hamsun. Foto: Biblioteca Nacional de Noruega

Entreclásicos por Rafael Narbona

Knut Hamsun, nostalgia de la tierra

El noruego merece salir del Infierno de Dante. Tal vez no como hombre, pero sí como escritor, pues sus prejuicios no contaminan sus libros

29 octubre, 2019 11:34

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¿Cuál es el destino que le ha asignado la posteridad a Knut Hamsun? ¿Se podría decir que es un maldito, un adjetivo reservado para escritores como Rimbaud, Lautréamont o Artaud? Me temo que no. Sin negar su genio artístico, la posteridad ha enviado a Hamsun al círculo más profundo del Infierno, el que Dante adjudica a los traidores, donde los condenados rechinan los dientes bajo las aguadas heladas del lago Cocito, sumidos en una penumbra perpetua. Es el lugar que ocupan Satanás y Judas. Si nos dejamos llevar por la tentación de las analogías, podríamos fantasear que Hitler y Hamsun se han reencontrado en el pozo más hondo de la infamia, abocados a una disputa sin fin, semejante a la que escenificaron en el Berghof. ¿Merece ese castigo Knut Hamsun, galardonado con el Nobel en 1920? Cuando recibió el premio, Thomas Mann manifestó su alegría por una elección que hacía justicia con uno de los grandes creadores de su tiempo. Novelas como Hambre, Pan, Victoria o La bendición de la tierra, habían transformado el quehacer literario, abriendo las puertas a un subjetivismo radical, donde el yo se desintegraba en una explosión de irracionalidad salpicada de lirismo. Gracias a Hamsun, la introspección descubría nuevas regiones donde la razón se tambaleaba, dejando paso a la intuición, la perspectiva fragmentaria y la visión alucinada. Hermann Hesse confesó que Hamsun era su autor favorito, tal vez porque rescataba al hombre moderno de su exilio del mundo natural, reconciliándolo con la tierra.

Hamsun creía que el hombre perdió el paraíso cuando el sueño de la razón irrumpió en la conciencia. La antorcha de la ilustración no había traído claridad, sino un reino de sombras. El anhelo de comprenderlo todo, de rebajar las aventuras del espíritu a meras incidencias de la materia,había arrojado a la humanidad a un estado de desarraigo que alimentaba sin tregua la melancolía, el hastío y la esterilidad. Escindido de la naturaleza, el hombre es el ser más desdichado de la creación. Este planteamiento, trufado de ecos bíblicos, tal vez explica la identificación con el credo nacionalsocialista. Hamsun atribuyó a Hitler la lucidez del profeta y el coraje del guerrero. No advirtió la obscena demagogia de un político que asoció su destino al devenir de la historia, afrontando el futuro como un agónico “todo o nada”, donde cualquier sacrificio se justificaba, alegando que la lucha por la vida excluía cualquier forma de compasión o indulgencia. Al igual que Heidegger, Hamsun concibió el nazismo como un retorno al origen, a la “existencia auténtica”, donde el hombre, lejos de romper con el pasado, asume su responsabilidad de preservar, cuidar y transmitir la tradición. Evidentemente, la postura de Hamsun expresa un romanticismo exasperado de carácter regresivo y elemental. A pesar de las penalidades de su niñez en Galdhpiggen, la montaña más alta Noruega, con temibles heladas nocturnas que destruían el grano, el escritor idealizaba su pasado, olvidando las malas cosechas y el sacrifico forzoso del ganado, impuesto por la escasez de forraje.

Nacido en Vågå en 1859 con el nombre de Knut Pedersen, la infancia del escritor no fue dichosa: una madre inestable, un padre que no lograba sostener a su familia con el trabajo de sastre y la explotación de una granja ajena, una escolarización insuficiente –apenas doscientos cincuenta y dos días- y un tío que lo maltrataba. Sus padres lo enviaron a casa de Hans Olsen, hermano de la madre, pensado que allí viviría mejor. Hans era un hombre violento y autoritario, que trató al joven Knut con despiadada severidad, imponiéndole extenuantes jornadas de trabajo como peón. Cuando no se comportaba como esperaba, le golpeaba brutalmente. Hamsun se acercaba de vez en cuando a una caldera volcánica donde la corriente marina entraba y salía con estruendo, fantaseando con arrojarse al agua. Con sólo trece años, comenzó a pensar en la muerte, pero también aprendió a resistir y a odiar, a aguantar la adversidad sin darse nunca por vencido.

Cuando al fin logró abandonar a su tío, Hamsun consiguió un empleo en Nordland. Sería mozo de almacén de un rico comerciante de arenques. Aunque le pareció inaccesible, se enamoró de su hija Laura. Su vocación literaria comenzó a despuntar. Esbozó relatos y poemas donde comparaba la experiencia del amor con la súbita aparición de un ángel. El rico comerciante no era un hombre injusto y arbitrario, como su tío, sino un patriarca lleno de sabiduría. Por ello, se ganó su admiración y respeto. Estas vivencias dejarían un sello imborrable en su memoria. El idilio de un joven humilde con una muchacha de una familia adinerada y el panegírico de los reyes del comercio son temas recurrentes en su obra. Hamsun empezaba a gestar una visión del mundo que trasladaría a sus ficciones, donde exaltaría el amor romántico, la lucha por la vida y el culto al individualismo. Desde su punto de vista, el igualitarismo democrático invertía el orden natural. Bajo un gobierno democrático, el pueblo se convertía en masa ciega y brutal. En cambio, cuando seguía a un hombre superior, profundizaba en sus raíces, realizando su destino histórico.

La suerte no favoreció al joven Hamsun. El negocio del rico comerciante de arenques comenzó a flaquear y perdió su empleo, sin darle otra opción que alejarse de su amor platónico. En los años siguientes, combinaría su vocación literaria con trabajos penosos y mal remunerados: aprendiz de zapatero, maestro, policía rural, peón de obras, picapedrero, marino. En 1877 publicó su primer libro, El misterioso, un folletín de treinta y dos páginas impreso en papel de mala calidad. Debutaba como escritor con dieciocho años, pero no conocería el éxito hasta una década más tarde, cuando salió a la luz la primera parte de Hambre, una especie de alucinación que relataba las penalidades de un periodista con el estómago vacío y la mente hirviendo. Entretanto, viaja a América en dos ocasiones. Escribe sin parar, empeña sus escasos bienes, despilfarra el dinero que consigue a base de préstamos y sablazos. Alto y corpulento, no pasa desapercibido. Su carácter orgulloso, brusco y apasionado se alía con un aspecto nada anodino: pelo rojizo, ropa harapienta, gafas medio descompuestas. La emigración añadió un nuevo tema a su literatura: el dolor de separarse del pueblo natal, la eterna infelicidad de los hombres que abandonan el campo para buscar una vida mejor en las ciudades.

Hamsun se autorretrató en un pequeño y elocuente perfil que colgó en la pared de una diminuta buhardilla compartida con un amigo americano: “Mi vida es un continuo fluir a través de los países, mi religión el naturalismo salvaje, pero mi universo es la literatura estética”. Su existencia de nómada le hizo cada vez más escéptico en materia religiosa. Imitando a Byron, desafió al cielo y se rio del ángel de la muerte. El viejo cristianismo le parecía una mentira concebida para aplacar la angustia de vivir. En cambio, la filosofía de Schopenhauer se le antojaba sumamente acertada: no existe Dios, sino una voluntad ciega e insaciable que es el motor de la vida.“Nada es incomprensible para mí”, proclama. Presume de experimentar fogonazos que iluminan su mente, revelándole grandes secretos. Dice que en su interior se agitaninfinidad de voces en un chispeante diálogo.

El odio a la democracia se acrecentó tras la ejecución de seis anarquistas en Chicago durante el otoño de 1867. Siguiendo las instrucciones de la izquierda, Hamsun adornó el ojal de su chaqueta con una cinta negra. Por entonces, simpatizaba con el anarquismo, pero sobre todo despreciaba el despotismo democrático. De niño, había oído las historias del bloqueo de los puertos noruegos organizado por Inglaterra durante las guerras napoleónicas. En su infancia aún se recordaba la maniobra, que acarreó un problema de abastecimiento y una horrible hambruna. Su odio hacia los ingleses se exacerbó con la guerra de los Bóeres. Leyó en la prensa que se habían creado campos de concentración para las familias de los colonos holandeses. Entre sus alambradas, los niños y las mujeres morían de hambre y enfermedades. América había heredado el despotismo democrático de los ingleses, pero aún más envilecido, pues blancos y negros convivían en una deplorable atmósfera de promiscuidad racial: “En vez de fundar una elite intelectual, Estados Unidos ha establecido un criadero de mulatos”. Hundido en la miseria, Hamsun luchaba contra la rabia y la tristeza: “¡Maldita sea! Aquí estoy yo con un cuerpo que puede tumbar montañas, con músculos como cuerdas de rafia y Dios me perdone, mis nervios son sutiles y delicados”.

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Pasan los años y Hamsun madura como escritor, leyendo a Bjørnson, Strindberg, Mark Twain y Dostoievski. De Bjørnson, aprende a recortar las frases. De Strindberg, a rehuir un exceso de intelectualismo. De Mark Twain, a explotar las hipérboles y el humor. De Dostoievski, a aprovechar los demonios interiores para escribir con más profundidad. Piensa que el imperio británico es la mayor lacra de la humanidad y opina que sólo una nueva Europa puede acabar con su nefasta influencia: “Ya no pienso ni siento como noruego sino como europeo. Quizás sea un defecto pero mi vida ha experimentado tantos cambios”. Su ideal de escritor bebe del romanticismo, pero con un espíritu innovador que propugna una renovación profunda de la novela. El escritor debe ser “esa temblorosa palabra” que sacude al lector: “Debe mostrar una vehemencia febril y pasional para atravesarle a uno como una corriente de aire, disponer de embriagadora ternura que delicadamente penetre en la sensibilidad y en los sentidos”. El inconsciente y el instinto deben desplazar a la razón para bajar hasta los últimos estratos de la conciencia: “Quisiera penetrar en los aspectos más distantes del alma, quiero que escuchen el suspiro de las mimosas, cada palabra como blancas y deslumbrantes alas, como movimientos lingüísticos reflejados en el espejo”. Hambre, la primera obra maestra de Hamsun, refleja ese viaje a las regiones más oscuras del yo. El periodista hambriento que recorre Christiania (Oslo) se acerca a la locura, pero siempre le sostiene un hilo de esperanza que lo mantiene a flote. A veces se comporta con rudeza, casi como un bárbaro; en otras ocasiones, obra como un seductor e incluso actúa con delicadeza. Solitario, escéptico, hipersensible, demoníaco, su yo dividido es un chorro de palabras que taladra un mundo de apariencia pacífica y ordenada, pero que esconde grandes dosis de violencia moral. Hambre puede leerse como una confesión espiritual con un fuerte componente autobiográfico. El escritor había conocido el hambre hasta el extremo de masticar cerillas. Había escrito en una miserable buhardilla bajo la luz de una pequeña y mezquina claraboya. Había temblado de frío tras empeñar su ropa de invierno. Incluso había dormido en una comisaría que alojaba en sus celdas a los transeúntes sin domicilio. El éxito le librará de esa existencia miserable, pero no de su carácter inestable e intempestivo.

Hamsun se casó dos veces. Los dos matrimonios fueron desastrosos. Se arruinó en varias ocasiones. Su afición al juego le hizo cometer toda clase de indignidades, como vaciar la cartilla de su primera esposa, dilapidando su herencia en un casino. Bebía para aturdir su conciencia, bordeando el alcoholismo. Tras el éxito de Hambre, Hamsun aprovecha su notoriedad para lanzar una campaña contra Ibsen, al que considera sobrevalorado. Ibsen le escucha inmutable, sin responder a las provocaciones.En 1889 publica un ensayo titulado Sobre la vida cultural de la América moderna, donde escupe todo su odio al mundo industrial y democrático. La mayor desgracia del joven país ha sido la derrota de los Estados del Sur, donde existía una elite intelectual y una incipiente aristocracia. El triunfo del Norte había elevado a los negros, “criaturas con intestinos en la cabeza”, a la condición de señores. La chusma democrática prosperaba, mientras América naufragaba en la abominación de la concupiscencia racial. Sus provocaciones no caen en saco roto. Comienzan a caer sobre él epítetos ofensivos: ateo, obsceno, loco, plagiador. Se dice que su novela Azar es una burda copia de El jugador, de Dostoievski. Hamsun sobrevive a todas las tormentas. Acomplejado por su formación autodidacta, llena de lagunas, responde con agresividad, elogiando el placer del desquite: “No se debe perdonar, eso nunca, hay que vengarse”. Viaja a París, pero allí se topa con el mismo rechazo. Es demasiado bárbaro para los salones refinados y los relamidos académicos que airean su erudición. En su novela Tierra Nueva, acusa al mundo moderno de propiciar la degradación de la mujer: “Nuestras mujeres jóvenes han perdido el poder, esa rica y encantadora ingenuidad, esa gran pasión; la marca de una raza; han perdido la alegría natural por un solo hombre, por su héroe, por su dios, olisquean a cualquiera y a todos les ofrecen su dócil mirada”.

En 1894 aparece Pan, una nueva obra maestra. La trama puede confundirse con una historia de amor. El teniente Thomas Glahn vive en una cabaña del bosque. Con la ayuda de su leal perro Esopo, caza para sobrevivir. Por azar, conoce a Edvarda, hija de un rico comerciante. Se enamoran, pero las circunstancias los separan. El romance imposible es una metáfora de la confrontación entre civilización y naturaleza. Glahn es el hombre en su estado primigenio, hondamente enraizado en la naturaleza. Su idilio con Edvarda se malogra por culpa de la civilización, que pervierte los afectos. Ambientada en Norland, la prosa de Hamsun alcanza unas altas cotas de lirismo: “Comenzaban los días sin noche, la esfera solar se hundía ligeramente en el mar y volvía a resurgir, roja, renovada, como si sencillamente hubiese bajado a beber. Me podían ocurrir cosas tan extrañas por la noche que nadie lo creería. Pan, subido en un árbol, ¿observaba mi reacción?”. Adaptada cuatro veces al cine, Pan corroboró el genio de Hamsun, logrando el reconocimiento de público y crítica, pero los honores no apaciguaron su furia. Obsesionado con Ibsen, proclama que va a matarlo a golpes, a enterrarlo, a demostrar que es un impostor.

En 1895, inicia la trilogía protagonizada por el filósofo Ivar Kareno: A las puertas del reino, El juego de la vida (1897) y Los fuegos del atardecer (1898). Kareno, de apenas veintinueve años, sostiene que la guerra es necesaria y que la paz entre las naciones no es algo deseable: “Deja que venga la guerra, no merece la pena conservar tantas vidas porque el manantial de la vida es inagotable; se trata de mantener erguido al ser humano que llevamos dentro”. Kareno desprecia la democracia y se mofa de la soberanía popular: “Creo en el que nace señor, el déspota natural, el líder, el que no se elige pero se erige a sí mismo en caudillo sobre las hordas de la tierra. Creo y confío en una cosa, el regreso del gran terrorista de la esencia humana, en el César”. En esas fechas, Hitler es un niño, pero es difícil imaginar unas palabras que se ciñan mejor a su futuro perfil político como dictador. Hamsun no soporta la idea de una humanidad nivelada “a ras de suelo”. El futuro debe ser modelado por la cultura germánica, borrando el legado romano, decadente y caduco.

Publicada en 1898, Victoria es otra de las grandes novelas de Hamsun. De nuevo, un joven humilde –Johannes, hijo de un molinero- sueña con el amor de una muchacha rica, Victoria. La pluma de Hamsun muestra una vez más su alta inspiración, cantando al amor: “El amor es la primera palabra de Dios, el primer pensamiento que navega por su cabeza. Cuando dijo ¡Hágase la luz!, creó el amor. Y todo lo que ha creado es extraordinariamente bueno. El amor fue el origen del mundo, pero todos sus caminos están llenos de flores y sangre, sangre y flores”. Johannes se marcha a la ciudad y se convierte en un escritor de éxito. El recuerdo de su amor le tortura hasta que se encuentra con un antiguo profesor de Victoria y descubre que ella ha muerto. Ha dejado una carta para él, lamentando no haberle dicho cuánto le amaba. El profesor le consuela, comentando que es mejor no conseguir lo que se desea, pues así se evita la inevitable decepción de comprobar que la realidad nunca está a la altura del ideal.

Hamsun viaja a Moscú y Turquía. Al cruzar el Cáucaso, experimenta una vez más la nostalgia de la tierra: “Presiento que podría echar raíces aquí y vivir como una bendición el hecho de estar fuera del mundo”. En su correspondencia privada, reconoce que a su conducta no es ejemplar: “Nunca he sido una mala persona, pero tengo una cierta predisposición al exceso, mi alma está desequilibrada”. No le remuerde la conciencia: “Dios es quien me ha dado esta inclinación y suya es la responsabilidad”. Por ese motivo, “le escupiré en plena cara durante toda mi vida”. Cuando Bjørnson gana el Premio Nobel en 1903, le acusa de traidor: “Este cerdo se va con los suecos en su septuagésimo primer cumpleaños por 140.000 miserables coronas”.

En 1908 se casa con la actriz Marie Lavik, veintitrés años más joven. Será la madre de sus cuatro hijos. Es su segundo matrimonio y no será más afortunado que el anterior. Posesivo y dominante, Hamsun será un marido desconsiderado y un padre negligente. Marie confesará: “Nadie me puede hacer tan mortalmente desgraciada ni tan infeliz”. Hamsun escribe sin parar. Su método de trabajo consiste en acumular notas que luego extiende sobre una mesa, buscando la forma de ensamblarlas. Su actividad literaria coexiste con su pasión por la polémica.Contempla con disgusto el creciente auge de las ideas socialistas. Considera que las demandas de la clase obrera son sumamente desvergonzadas: aumento salarial, tiempo libre, igualdad. Lamenta los avances de la técnica. La dureza de la vida rural labraba el carácter; poder comprar los frutos de la tierra en un comercio, sólo servirá para que surjan nuevas generaciones débiles y sin espíritu. Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, manifiesta su apoyo a la causa alemana. Se indigna cuando una joven campesina que ha matado a su hijo recién nacido, sólo es condenada a ocho meses. Pide la horca como castigo, pues la misión de la mujer es ser madre.

En 1917, aparece La bendición de la tierra, su novela más perfecta. De nuevo, Hamsun exalta la vida rural. Isak y su mujer Inger luchan contra la tierra para extraer sus frutos. La naturaleza no regala nada. Exige esfuerzo, sacrificio, coraje. Sembrar trigo es “un acto de recogimiento” que se lleva a cabo, si es posible, “bajo una dulce y ligera llovizna, justo después de la migración de las ocas salvajes”. Isak es un trabajador incansable, con una gran fortaleza física y psíquica. Inger ha nacido con el labio leporino y ha crecido acomplejada, sin despertar el interés del otro sexo. Cuando engendra un hijo con el mismo defecto, lo mata, pero Hamsun, lejos de condenarla, la absuelve, pues entiende que se trata de un acto de caridad. Inger sólo quiere ahorrar sufrimiento a su hijo. Sabe que su vida no será fácil, particularmente en un medio que exige fuerza y salud. Hamsun presenta a Isak como un nuevo Adán: “Es un hombre realmente unido a la tierra. Alguien que surge del pasado pero que apunta hacia el futuro”. Tras varios intentos fallidos de establecerse en el campo, compra una granja en Nørholm, en la costa sur de Noruega. Añora la naturaleza y no soporta las ciudades: “Mis raíces están en el campo, lo primero que leo todos los días son las revistas de agricultura”.

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Cuando la Academia Sueca se plantea concederle el Nobel, surgen objeciones por sus planteamientos políticos, pero finalmente se decide que lo más objetivo es separar al hombre de la obra. Poderoso e influyente, Hamsun mantiene su incorreción. Al hablar de sus compatriotas, lamenta su escaso fervor nacionalista: “Lamentablemente la palabra nacionalismo se encuentra más en la boca de los noruegos que en sus corazones”. Cuando Hitler sube al poder, envía a sus hijos a estudiar a Alemania. Su hija pequeña, Cecilia, se queja de la violencia de Hitler y sus secuaces. Irritado, Hamsun le recrimina su actitud y le recuerda que “Alemania es el país del futuro”. La concesión del Nobel de la Paz al pacifista alemán Carl von Ossietzky le indigna: “¿Prefería que su país siguiera humillado y aplastado por otros países y a la merced de Francia e Inglaterra?”. Considera justo y acertado que Hitler, enfurecido con la Academia Sueca, prohíba a los alemanes aceptar el Nobel en el futuro. El régimen nazi promueve la obra de Hamsun y las ediciones en alemán se multiplican. El país siempre había leído al noruego con entusiasmo, pero a partir de ahora será un autor de referencia.

Hamsun se compadece de la suerte de los judíos. Piensa que deberían tener su propio hogar y no vivir en países extranjeros, evitando la mezcla racial que tanto daño causa a las naciones. Adolf Hitler, Göring, Goebbels y otros jerarcas nazis envían cartas y telegramas de felicitación al escritor en su ochenta aniversario. Hamsun apoya a Quisling, nombrado presidente de Noruega por las fuerzas de ocupación alemanas. Envía la medalla del Nobel a Goebbels, pues considera que nadie la merece tanto como él: “No conozco a nadie que de forma tan incansable, año tras año, haya escrito y hablado de forma tan idealista sobre Europa y la humanidad”. Sin embargo, no está contento con la actuación de Terboven, comisionado del Reich en Noruega. No le agrada que haya tantos noruegos privados de libertad y no está contento con el trato deparado a los judíos. Pide hablar con Hitler y logra entrevistarse con él en el Berghof. El Führer cree que conversarán sobre arte y literatura, pero cuando comprueba que no es así, pierde los estribos y corta en seco la reunión. Pese al desencuentro, Hamsun escribe la necrológica de Hitler, que aparece en la primera página de Aftenposten el 7 de mayo de 1945: “Era un guerrero, un guerrero para la humanidad y un predicador del evangelio sobre el derecho de las naciones. […] Era un reformista del más alto rango”.

Acusado de colaborar con los nazis, Hamsun es detenido, pero no es enviado a prisión, sino a un hospital psiquiátrico. Se evalúa su estado mental y, tras un breve juicio, se le impone una cuantiosa multa. Su mujer, Marie, sale peor librada. Su apoyo al nazismo ha sido más ruidoso. Hamsun se justifica, afirmando que sólo pensó en el bien de su país, como tantos otros: “Creíamos que Noruega podría alcanzar un lugar predominante en la enorme sociedad germánica que se estaba gestando y en la que todos creíamos. Sí, todos creíamos”. Aún tiene tiempo de escribir un último libro, que será su testamento espiritual y literario, Por senderos que la maleza oculta. Es el canto del cisne de un viejo escritor que pone fin a su obra, sin ignorar que será cuestionado por la posteridad. No defiende su inocencia. Sabe que tiene las facultades mermadas, pero no está loco. Se considera derrotado por el tiempo, cuyo poder inexorable destruye hasta lo más grandioso y noble. Se muestra escéptico sobre la existencia de Dios y la posibilidad de la inmortalidad: “Las cosas que duran mucho, se las lleva el tiempo, el tiempo se lo lleva todo y a todos”. Se aflige ante la impotencia del ser humano: “No vemos gran cosa, no se nos ocurre casi nada, no intuimos mucho”. Recluido en una clínica, la visita inesperada de una joven alivia su melancolía: “No hay nada como recibir el aliento de la vida”. Muere el 19 de febrero de 1952 en Grimstad, con noventa y dos años. Su obra se hunde lentamente en un relativo olvido. No es un maldito, como Baudelaire o Byron, sino un traidor. Sus compañeros de ultratumba son Céline, Ezra Pound, Drieu La Rochelle. Durante mucho tiempo, Noruega escatimó su nombre a plazas y calles. Poco a poco, comenzó a aparecer en el callejero y en 2009 se emitió un sello postal de un valor de veinticinco coronas noruegas donde aparece su rostro y un fragmento del manuscrito de su novela Misterios.

Es absurdo exigir a un artista ejemplaridad. El mérito de una obra se mide por su excelencia formal, no por su contribución al progreso moral del género humano. Hay muchos clásicos con un contenido moralmente reprobable. Tempestades de acero, de Ernst Jünger glorifica la guerra. También lo hace la Ilíada. Sade celebra el cieno y la degradación. Hamsun simpatizó con los nazis, pero su obra no es una oda al totalitarismo. Su impulso fundamental es la nostalgia de la tierra, que incluye una tenaz resistencia al mundo moderno. Sus prejuicios no contaminan sus libros. No hay comentarios antisemitas, como sí los hay en Karl Marx, ni odio clase. Su exaltación del individualismo es un tributo al heroísmo del ser humano en su perpetua lucha contra la naturaleza, no una versión del superhombre de Nietzsche. Al margen de sus actos, a veces censurables, Hamsun se dejó seducir por la utopía de un porvenir donde la civilización y la naturaleza por fin se reconciliarían, poniendo fin a una trágica escisión. Creyó que el nazismo era la cosmovisión que esperaba, la revolución cultural que acercaría al hombre a sus orígenes. Heidegger se dejó arrastrar por un espejismo semejante. La sombra de Hitler siempre les perseguirá, pero es evidente que sus libros exceden largamente esa mancha. Hamsun merece salir del noveno círculo del Infierno de Dante. Tal vez no como hombre, pero sí como escritor.

Bibliografía

Las bellas y cuidadas ediciones de Nórdica han puesto a disposición del lector español las obras más importantes de Knut Hamsun. En 2009, Nórdica publicó la rigurosa y lírica biografía de Ingar Sletten Kolloen, Knut Hamsun. Soñador y conquistador, traducida por Anne-Lise Cloetta e Inés Armesto. Desde aquí agradezco a Nórdica su cortesía de los últimos años, pues me ha enviado un caudal de libros que ha embellecido mi biblioteca.

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