Entreclásicos por Rafael Narbona

Solana: la España negra que no cesa

24 junio, 2016 17:10

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Autorretrato del pintor realizado en 1943[/caption]

Las incursiones de los pintores en la literatura suelen producir obras asombrosas, pues su sensibilidad imprime a la palabra luz, color, textura, transformándola en materia rebosante de vida. La España negra, del pintor José Gutiérrez Solana, apareció en 1920 y, si no me equivoco, no volvió a editarse en condiciones hasta 1998, cuando Andrés Trapiello rescató, revisó y prologó el texto original, respetando su peculiar sentido de la puntuación y sus conflictos con la ortografía. Es digno de agradecimiento el trabajo de Trapiello, pues restituyó una obra que había sufrido la pátina de la censura, oscureciéndose más allá de sus planteamientos tenebristas. En la época de Antonio Maura y los centuriones africanistas, la censura no podía pasar por alto la autopsia de un país que aún rendía culto a la santa intransigencia. Dedicada a Ramón Gómez de la Serna, La España negra no es un retrato de un pasado felizmente superado, sino un retablo que refleja los estratos más profundos de una nación reacia a la modernidad. A medio camino entre Azorín y Valle-Inclán, Solana utiliza una prosa descarnada y minuciosa para narrarnos sus viajes por España. En el prólogo, se describe a sí mismo como un muerto con los ojos del alma muy abiertos. Su viaje por distintas ciudades y regiones no es un simple itinerario geográfico, sino una travesía interior que no rehúye las zonas en penumbra, donde la razón se debate con el instinto.

Solana escoge como primer destino Santander. Deambula por la orilla del muelle, contemplando sus viejas casas; observa la caseta de la banda municipal; se asoma a las tiendas comestibles, donde se habla en inglés, y “señores graves con grandes levitones” comentan las oscilaciones de la Bolsa. El mar inunda la ciudad de marineros que se gastan su sueldo en alcohol y putas, enzarzándose en reyertas por cualquier motivo. En los antiguos cafés, comerciantes y militares juegan al chamelo, una variedad del dominó. Mientras, “las señoras toman chocolate elaborado en los conventos”. Solana recorre el paseo de la Concepción, recordando que pasó parte de su infancia en una de sus casas, hechizado por a los barcos que entraban y salían del puerto bajo un azul parpadeante. Sin embargo, la procesión del día de los Santos Mártires rompe cualquier ensoñación nostálgica. El sentimiento religioso fluye como un enfermizo culto a la muerte y el dolor, arrojando las almas al infierno de la culpabilidad. Un entierro solemne, la torre de piedra negra de la Catedral, un horrible manicomio y la cárcel, un edificio ruinoso situado en una lejana montaña, muestra la faz de una España bárbara y atrasada, incapaz de sacudirse la podredumbre de la Inquisición y la felonía de los malos reyes, como Fernando VII.

El catolicismo convive con las fiestas paganas. Ese contraste alumbra una mentalidad supersticiosa, que se complace en las anomalías de la naturaleza: mujeres barbudas, enanos, gigantes, jorobados. Un rudimentario museo de cera reproduce esa galería de fenómenos, cuestionando las diferencias entre lo presuntamente normal y lo supuestamente monstruoso. La fiesta del Sagrado Corazón sólo añade más espanto a la triste mojiganga de una España afincada en el Concilio de Trento y el semblante huraño del Duque de Ahumada. La procesión parte de una iglesia de la Compañía de Jesús. Desfilan beatas, hermandades, un obispo achacoso y un gobernador con frac. Cierra la comitiva la Guardia Civil, apartando a una multitud fanática y excitada. Unos marineros no se descubren al pasar la Virgen y se salvo de milagro de un linchamiento.

La prisión de Santoña es un lugar lúgubre y cruel, paraíso de ratas y toda clase de parásitos. No hay ninguna clase de indulgencia hacia los reclusos, mal alimentados, sin atención sanitaria y con las celdas llenas de inmundicia. Un preso recién llegado es empujado a culatazos a un oscuro calabozo, con grilletes en pies y manos. El trato dispensado procede de la Benemérita, a la que Solana describe con tanta hostilidad como Valle-Inclán: “En la oscuridad se ven mover los pesados capotes de los guardias civiles, el brillar asesino de sus tricornios de hule y los fusiles bajos que llevan a mano”. En la planta baja, se encuentra el manicomio, con los enfermos abandonados a su suerte: desnudos, con la piel estragada, a veces atados con fuertes correas en catres rebosantes de excrementos o azuzados entre sí para entretenimiento de los carceleros, que disfrutan con sus peleas. Las corridas de toros discurren con la misma brutalidad. Como la plaza carece de desolladero, “sacan los cadáveres de los caballos a la calle, a muchos todavía vivos y cubiertos sus lomos de sangre, dándoles allí la puntilla, frente al mar”. Los niños contemplan “este espectáculo, que tanto instiga los instintos criminales, con los ojos muy abiertos”.

En Medina del Campo, el panorama no es menos desalentador. Los mozos se emborrachan y pelean a navajazos. Incluso alguno ha llegado a clavar una banderilla en el vientre de su adversario. Los frailes son sucios y holgazanes. No necesitan recurrir a las casas de lenocinio, pues en los conventos hay mujeres con menos remilgos. Los caballos que han sido corneados en las corridas de toros agonizan en el patio de la plaza: “la gente se sube a su panza y les dan patadas en los dientes y en las cabezas y les clavan sus navajas”. Los tesoros artísticos son saqueados por el clero, que los vende sin escrúpulos a cualquier chamarilero. La noble y vetusta Valladolid huele a cera e incienso. Los jesuitas pululan por la ciudad como una plaga de chinches y en la fachada de estilo gótico de la iglesia de San Pablo, hay un relieve del “canalla de Torquemada, primer inquisidor de Castilla”, un “pájaro” que ordenó quemar a centenares de infelices en horrendas piras. La casa en que nació Felipe II es una construcción de piedra con pesadas rejas. Allí vivió el rey “fanático y cruel”, siempre “vestido de negro” y “con el libro de misa en una mano y en la otra pasando constantemente las cuentas frías de su rosario”. Felipe II presidía los autos de fe desde las habitaciones sombrías de su palacio. El hedor a carne quemada aún circula –o se presiente- en las calles de Valladolid. El Cristo de Juan de Juni del Museo de la ciudad no sólo “asusta”. Además, “parece un patán”.

Segovia es un lugar triste: “se come poco y hay mucha hambre”. En cambio, “los canónigos se pasan todo el día comiendo y por la tarde se van a la catedral a sentarse en sus buenos sillones y dar berridos”. Sus vientres abultados contrastan con la escasa talla y el vientre plano del hombre segoviano, “gente sufrida y dura como la tierra”, que parecen “tallados en madera”. La fantasía popular atribuye el Acueducto al demonio, pues las piedras se mantiene juntas sin argamasa. “Algo de razón tienen en esto”, apunta Solana, “pues no se puede dar una construcción más descabellada y de más belleza y grandeza”. Ávila parece “una inmensa sepultura apartada del mundo”. Toda la ciudad está infectada por “el espíritu de Teresa de Jesús, esa docta mujer histérica y farsante que hablaba con Dios”. Las monjas que invocan su ejemplo son “muy murmuradoras y ruines, y no piensan más que en el dinero”. Pasan por las calles “con la cara siempre rabiosa, fruncido el entrecejo, narigudas y con algo de bigote; […] casi todas son tripudas y ajamonadas, […] no tienen cejas, pero muy culonas”. En una botica, se exhiben solitarias. La de un maestro es “amarilla y delgada”; por el contrario, “la del canónigo Pedro Carrasco estaba gorda y era tan larga y bien alimentada que llenaba casi el frasco”. La casa de la reformadora del Carmelo exhibe “un dedo repugnante” y unas disciplinas apolilladas. Solana recuerda la casa de Ignacio de Loyola en Manresa, llena de reliquias asquerosas. No puede esperarse otra cosa del fundador de “la secta más miserable que han visto los siglos”.

Oropesa no es diferente de Ávila. Por todas partes se ven frailes “con los pescuezos peludos, como tienen los cerdos sus partes genitales” y guardias civiles de “ojos duros y fieros”. Cuando hay elecciones, “la gente se lanza a la calle con estacas y garrotes”. No es nada extraordinario, pues sucede en todos los pueblos de España. En El Tembleque, Solana ayuda a un anciano harapiento a bajarse los pantalones y hacer sus necesidades. Piensa que alguna vez se encontrará en una situación semejante. El pintor se conmueve con la dura vida de los bueyes y despotrica una vez más contra los curas, que “no piensan más que en comer y dormir y en sacar dinero”. Cuando se aleja de Plasencia en tren, se queda extasiado con el ancho cauce del río Tajo, “ribeteado por hermosos y frondosos árboles”. En Calatayud, se cruza con una hilera de presos, “atados inhumanamente, como perros, de piernas y brazos”. Son gitanos que han matado a unos guardias civiles. Los agentes que les escoltan no disimulan sus ansias de venganza. En toda España, hay huellas de antisemitismo. La Iglesia Católica ha propagado el odio a los judíos, presuntos asesinos de Cristo. En Zamora, se topa con el cortejo fúnebre de una niña. Solana finaliza su libro con un epílogo insólito, hablando de Zuloaga, la tertulia del café Pombo y la pintura de Goya, “el mejor pintor del mundo”. Confiesa que se siente viejo y cansado. No manifiesta ninguna expectativa de cambio. Cinco siglos de oscurantismo no se disiparán así como así. La crisis de la España de la Restauración no parece el preludio de un régimen de libertades, sino la antesala de un golpe militar, que reemplazará la farsa del parlamentarismo por la mano de hierro de un tribuno.

La España negra destila el pesimismo y la melancolía de la generación del 98, pero sin esbozar ese desplazamiento hacia posiciones regresivas que marcará el rumbo de plumas como Unamuno, Ramiro de Maeztu y Azorín. Su espíritu está mucho más cerca del Valle-Inclán anarquista de los esperpentos, con un radicalismo que se tiende a ocultar o minimizar. Valle-Inclán es mucho más jacobino que Antonio Machado, pues en la versión extendida de Luces de bohemia –también publicada en 1920- pide una “guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. Solana no es un prosista brillante, pero su estilo posee tanta fuerza como sus cuadros. Puro expresionismo que explota el contraste y la nota dramática. Su perspectiva aberrante es como un espejo del Callejón del Gato. Por él desfilan espadones, obispos y caciques, con sus vicios exagerados hasta la clarividencia. Su deformidad es más verdadera que cualquier pretensión de ecuanimidad. Nuestro país ha cambiado mucho desde entonces, pero la ferocidad ibérica sigue latiendo como una herida sin cicatrizar. La España luminosa y alegre aún espera su hora.

Image: Péndulo de la Historia

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