Fotograma de 'División Palermo'.

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En plan serie

'División Palermo' (2T): alta comedia argentina

Con un humor que desafía la corrección política, la serie de Santiago Korovsky se convierte en el retrato más desquiciado y certero de una Argentina en convulsión.

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Arranca la segunda temporada de División Palermo liquidando la trama de la entrega precedente con la velocidad de un wing derecho de los de antaño, pongan a Guillermo Barros Schelotto gambeteando laterales con la mirada puesta en el área rival, y de ahí, sin olvidarse de algunos hilos argumentales que enganchan con el desarrollo anterior, propone una segunda parte que deforma el relato de espionaje por la vía de la explicitud de determinadas parafilias sexuales asociadas a la connivencia entre políticos y mafiosos, como cuando Riquelme filtraba un pase mirando al tendido para que Martín Palermo limpiase la jugada de elegancia y clavara el balón en la red como si tuviese un martillo pilón en la cabeza.

Santiago Korovsky, factótum de esta producción inequívocamente argentina para Netflix, maneja con soltura esos dos registros, el del trescuartista que sigue creyendo que el fútbol o las series pueden ser un ejercicio artístico y el del ariete trasplantado desde la Inglaterra de los 70 que entiende el deporte (o las series) de manera industrial: aquí lo único que importa son el número de goles o de espectadores que se alcanzan haya o no arte de por medio.

En División Palermo los dos registros funcionan. Y lo hacen porque sus creadores activan y desactivan cualquier riesgo en el que puedan incurrir a voluntad, como aquel Boca de Bianchi que lo mismo dominaba los partidos desde la pelota, con Diego Cagna dirigiendo la orquesta sin ninguna afectación, que sabía agazaparse a la espera de ese contraataque definitivo al que, casi siempre, el tosco, incansable y efectivo Palermo le ponía la rubrica firmando goles con un mazo. Que se lo pregunten al Real Madrid, si no.

Como en la tanda de episodios inicial, la comicidad que emana y se vierte sobre la patrulla de discapacitados que conforma esa pseudo-unidad policial que protagoniza la serie, planea sobre el filo de la corrección —al tiempo que reflexiona no tanto sobre qué se puede decir, sino sobre cómo se puede decir— porque quien emite o es víctima de los chistes se encuentra a los dos lados de la broma.

Observar a un señor sin brazos atracando un banco mientras apunta a los rehenes con un arma que sujeta con un pie podría ser una mofa ofensiva si se sacase de contexto, pero Korovsky y su co-guionista Andrés Pascaner nos han conducido hasta ese lugar poniendo en evidencia los códigos que activan el humor, enchufando y apagando constantemente el interruptor de la risa para que percibamos de qué, de quién y con quién nos reímos  —yo hago chistes de ciegos o de judíos porque puedo, porque formo parte de ese colectivo, … hasta que esa broma ya se incardina dentro de la ficción sin coartada ninguna, plenamente naturalizada por el espectador.

Pueden ver División Palermo como un divertimento entretenidísimo, pero es bastante más que eso. Es más que la historia de esta guardia urbana inclusiva tratando de desenvolverse en un contexto de campaña electoral.

Más que el fichaje de Felipe Rosenfeld (el propio Korovsky) por el servicio secreto para investigar a una banda criminal que opera desde un café y que podría estar involucrada en tráfico de drogas.

División Palermo es, antes que nada, una reflexión sobre los engranajes que mueven la comedia. ¿Cuántas veces escuchamos a lo largo de estos seis nuevos episodios la muletilla “es comedia” para desactivar según qué equívocos? ¿Cómo se manipulan los estereotipos raciales, en este caso aplicados a los asiáticos, para generar situaciones desternillantes siempre asociadas con la violencia?

Fotograma de 'División Palermo'.

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Eso no aplica solo a lo temático o al chiste verbal, sino que se traslada también a la puesta en forma de la serie.

Ahí está el uso irónico de la música de Sergei Grosny, que primero juega a parodiar los esquemas compositivos que rigen en los dramas románticos – todo lo referido a la carta que le escribe Felipe a Sofía (Pilar Gamboa) y que malinterpreta Esteban (Martín Garabal) – para después resignificarse como herramienta válida capaz de provocar emoción previa advertencia al espectador de que está siendo manipulado.

Como cuando Riquelme escondía la pelota en cada pisada como si fuese huyendo del arco contrario para al final encontrar un pase luminoso que abría la defensa rival como un melón cortado con una katana.

Hay una secuencia clave, ya en el episodio final, en la que los personajes se sinceran – la música almibarada sonando de fondo – y esa inolvidable Sofía que compone una insuperable actriz como Pilar Gamboa se niega inicialmente a decir lo que siente porque “se sobreentiende” (sic).

Hay una conciencia plena del funcionamiento de los resortes de la comedia y un respeto máximo por la inteligencia del espectador que, a su vez, se emplea como herramienta lúdica.

Y luego están las imágenes, aparentemente funcionales hasta que uno se fija en ese descacharrante atraco perpetrado por un grupo de discapacitados que quedan fuera de la unidad.

Un discurso sacado del manual del moderno emprendedor que pronuncia una suerte de hombre ejemplar quien, no lo olvidemos, acaba con un tiro en la cabeza  —la serie tiene más mordiente del que parece— impele a esta patulea de descastados a asaltar una sucursal bancaria: ve a por tus sueños.

Korovsky adorna ese pasaje con una secuencia que parece extraída de un anuncio publicitario, de modo que ese mensaje que firmaría Josef Ajram cobra nuevo significado desde el instante en que lo mismo sirve como mantra neoliberal que hace que la culpa recaiga sobre el individuo (“vayan a por lo que sueñan y agárrenlo” cuyo corolario es: si no lo hacen es por que no quieren) que como una incitación a arramblar con todo. Que ese lema se vista con los ropajes de un comercial es toda una declaración de intenciones.

No es casual que, en ese quilombo final que culmina en una orgía BDSM en la que Felipe parece un futbolista que se confundió de cancha y se metió a entrenar con el equipo de rugby, el aspirante a ministro compadreé con un mafioso (espléndido Juan Minujín) en lo que termina por ser el retrato de un país desquiciado, capaz de premiar con el 70 % de los votos a un político cocainómano, dispuesto a privatizar los espacios públicos para beneficiar a sus amigos criminales.

Fotograma de 'División Palermo'.

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Ahora bien, oponiéndose a la visión misántropa y conformista con el statuo quo de la Argentina actual que proponen Cohn y Duprat, ahora mismo los grandes popes de la comedia porteña si la medimos en términos de éxito, Korovsky derrama una mirada humanista que no es ajena a los males del país.

Detrás de ese grupo de parias unido por la fuerza de las circunstancias y la necesidad, bate el latido de la solidaridad, la forja de un sentimiento de comunidad a contrapelo, representado por ese buenismo flácido de su inapropiado y tierno líder Mike (Daniel Hendler).

Y es que, en realidad, la ‘División Palermo’ no es tanto el Boca del Virrey Bianchi como el Huracán de Héctor Cúper, un equipo formado por tipos desconocidos que lograron hermanarse casi sin querer hasta lograr una gloriosa victoria menor.

Desde acá se banca División Palermo (y se pide perdón por las licencias idiomáticas).