Jeremy Allen White durante un escena de la nueva temporada.

Jeremy Allen White durante un escena de la nueva temporada.

En plan serie

‘The Bear’ vuelve con el menú de siempre, pero con dosis extra de amabilidad

La serie de Christopher Storer desacelera para explorar la redención emocional de sus protagonistas sin renunciar a su tensión estructural.

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La parálisis afectiva de unos personajes enmarañados en un entorno laboral opresivo e indisociable de lo familiar ha venido marcando el devenir de The Bear desde su arranque. En su cuarta y hasta ahora última temporada, estrenada por Disney+ el pasado 26 de junio, la serie creada por Christopher Storer introduce ligeros cambios que apuntan al inicio del cierre del arco de transformación de sus protagonistas, quienes por primera vez intuyen la posibilidad de curar sus heridas y reconducir sus relaciones personales hacia futuros menos agresivos.

Para construir ese camino hacia la redención, aunque esta sea parcial o pasajera, Storer presta menos atención a los aspectos gastronómicos y se centra en la reconstrucción de los tejidos emocionales que unen a sus criaturas.

Por lo demás, The Bear sigue trabajando sobre la machacona metáfora de que el tiempo es dinero, con la constante aparición de ese cronómetro que descuenta, segundo a segundo, los meses que tiene el restaurante para ser rentable o cerrar sus puertas, resorte dramático que activa toda la temporada.

La insistencia en las menciones a ese every second counts no es más que el símbolo de la monetización del tiempo, el éxito siempre medido en términos de productividad, de aprovechamiento, sin duda corolario de la aberrante naturalización que la serie hace de las doctrinas neoliberalistas, convirtiéndose casi en una apología del modelo a fuer de no plantear ninguna alternativa, casi una apología por sumisión.

Esa angustia empresarial simbolizada por el enorme reloj digital al que se vuelve incesantemente, las secuencias de transición que sirven para mapear esa Chicago granítica y acerada, prototipo de urbe industrial; la recurrencia de las secuencias musicadas a la manera de un recopilatorio de grandes éxitos ilustrado con imágenes —¿cuánto dinero se habrán gastado en derechos?—; los cameos VIP, de Brie Larson a Josh Hartnett, o la intensidad de unos personajes que parecen sudar espresso forte, siguen siendo las constantes de una serie tan fácil de digerir como un cocido en agosto.

Y eso que las modificaciones introducidas por los guionistas, que tienen que ver con las modulaciones psicológicas de la familia Berzatto y todos los seres satelitales que orbitan alrededor de su caótico universo, le sientan bien a la serie, principalmente porque la dramaturgia se aquieta y el griterío habitual da paso a momentos más pausados.

En realidad, la nueva entrega utiliza dos marchas: la que se aplica a las secuencias grupales —diálogos al ritmo de una persecución de Fast & Furious, con las carreras interrumpidas por los insertos de la palanca del cambio de marchas y de los pedales— y la que domina los numerosos apartes, más propia de un melodrama tranquilo.

Podemos decir que The Bear se encuentra habitada por personas con enormes carencias comunicativas, poco dados a la demostración sentimental, hombres y mujeres a los que hay que sacarles las palabras con un aspirador industrial, atravesados por traumas que se remontan en el tiempo y que se reproducen como si alguien los elaborase en una cadena de montaje, desde la muerte de Michael (Jon Bernthal) al incidente con Claire (Molly Gordon) en la cámara frigorífica que marcaba la tercera temporada.

La abrupta ruptura con Claire y el nacimiento de la hija de Natalie (Abby Elliot) son el bastidor sobre el que se levanta la transformación de Carm (Jeremy Allen White), escapista profesional que empieza a darse cuenta de que dedicarle toda su vida a la cocina no tenía tanto que ver con sus ansias profesionales como con su necesidad de aparcar determinados problemas, lo que hizo que dejase demasiadas cosas de lado.

Una escena de la nueva temporada.

Una escena de la nueva temporada.

En realidad, todos los personajes se enfrentan a dilemas similares. Carm repara, al menos parcialmente, las relaciones con su madre, con su tío Lee (Bob Odenkirk) o con la propia Claire; Sydney (Ayo Edebiri) reedifica la relación con su padre, Nat se perdona con su prima Francie (Brie Larson)…

De un modo u otro, todos tratan de avenirse, de encontrar su espacio, un espacio despoblado del conflicto permanente al que habíamos asistido hasta el momento. Storer construye estas pequeñas conversiones desde lo conversacional, como si esta cuarta temporada fuera un disco de duetos en el que siempre hay un momento para marcarse un solo antológico —hay mucho monólogo rodado en primerísimo primer plano.

The Bears, el séptimo capítulo en el que se nos cuenta la boda de Tiff (Gillian Jacobs), la exmujer de Richie (Ebon Moss-Bachrach), sirve como baremo de la temporada. Por una parte, funciona como continuación de Fishes (2.07), dos largometrajes incardinados en una propuesta de episodios de poco más de media hora, y a su vez como reverso, pues si aquel parecía una versión de Agosto en la que a los directores y al casting se les había ido la mano con la cocaína, ahora nos encontramos con una reunión familiar tranquila, marcada por la cordialidad, en la que los personajes van conversando —casi siempre de dos en dos— tratando de resolver las diferencias que les separan, todo pivotando alrededor de una tierna charla familiar que tiene lugar debajo de una mesa en la que los distintos miembros del clan Berzatto tratan de ayudar a la hija de Richie a superar sus miedos (lo de que toda la familia acuda a una boda en la que no pintan nada ya es más discutible).

El elenco durante una escena de la nueva temporada.

El elenco durante una escena de la nueva temporada.

Más allá de la obviedad del conjunto, uno agradece la disminución de intensidad, por más que Storer nunca se salga de una plantilla de planificación incapaz de reflejar los matices que cada situación dramática plantea y que las oscilaciones emocionales que alteran la conducta de los personajes nunca queden reflejadas desde la cámara.

Que la charla entre Carm y Lee esté bien escrita o que el encuentro decisivo del capítulo final entre Carm, Syd y Richie funcione, no quita para que las decisiones de puesta en escena sean muy discutibles.

En esa última conversación en la que se dirime el futuro del restaurante, Storer utiliza indistintamente veloces panorámicas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y cortes de montaje (planos y contraplanos) para ilustrar el diálogo, primero a dos bandas y luego a tres, pero esos cambios en la planificación apenas guardan relación alguna con lo que les sucede a los personajes, se antojan arbitrarios, casi tanto como el melting pot de referencias cinematográficas que la serie maneja, y únicamente imprimen dinamismo, uno de los defectos de una propuesta cuyo vértigo es visto como una de sus grandes virtudes por no pocos analistas.

El elenco durante una escena de la nueva temporada.

El elenco durante una escena de la nueva temporada.

Para quien esto firma, The Bear incorpora problemas de toda índole, desde esos stagiers de lujo —un dream team de la gastronomía que se planta en el local porque Carm, Richie y compañía les caen bien, porque queda patente que no pueden pagarles sus sueldos— hasta la idea de franquiciado de los sándwiches que va madurando Ebra (Edwin Lee Gibson) a las órdenes de un improbable asesor económico, otro pasaje destinado a engrosar la leyenda del American Way of Life.

No importa que el modelo de negocio —basado en el sistema político-económico dominante— les tenga a todos con el agua al cuello, es el propio sistema el que proporciona las alternativas, así que no es necesario cambiar nada, si bien es cierto que la decisión última de Carm, que no desvelaremos, invita a pensar que quizá en la temporada siguiente se nos ofrezca una ordenación distinta en la que haya tiempo para el ocio, para los cuidados, para el aburrimiento, para que entendamos que somos más que nuestro trabajo.

Nótese que aquí, incluso esos capítulos aislados marca de la casa, como el de Syd yendo a arreglarse el pelo (Worms), son utilitarios en todos los sentidos, pues la joven cocinera aprovechará la charla con la hija de su amiga y peluquera mientras preparan un plato de pasta para resolver la disyuntiva que se le plantea, si seguir en The Bear o aceptar la oferta de otro restaurante.

Piensen en otro episodio barberil como Barber Shop, el 2.08 de Atlanta, y entenderán cuán distintos son los modelos de ficción, pero también reflexivos e ideológicos, que proponen una y otra serie (las dos, por cierto, comparten al director/productor Hiro Murai).

En The Bear no hay espacio para lo contemplativo, para el excurso, la sorpresa o el accidente: todo debe servir para algo. Lástima que las bondades de la cocina sostenible no apliquen en el mundo de la ficción.