Javier Rey e Itsaso Arana en 'La frontera'

Javier Rey e Itsaso Arana en 'La frontera'

En plan serie

Historia de desamor: cuatro series españolas que os podéis ahorrar

La eterna pelea entre la (gran) cantidad y la (baja) calidad se hace más que patente en estos cuatro títulos recién estrenados.

Más información: 'Tierra de mafiosos': una adictiva historia de violencia

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Solo en junio se estrenarán siete series de producción nacional. Casi dos a la semana. Eso significa que, tal y como dijo Ted Sarandos, el co-CEO de Netflix en su reciente visita a España, somos un país de referencia a nivel mundial, además de un muy buen lugar para hacer negocios.

Que la industria audiovisual española pasa por un gran momento empresarial y que sus integrantes tienen más trabajo que nunca, fenómeno indisociable de la llegada del streaming, es incontestable. Bien por ellos. Pero, ¿qué pasa con el público? ¿Ese incremento exponencial de la producción repercute en la mejora cualitativa de nuestras series? La respuesta es no.

A nivel estadístico, la excelencia ocupa un porcentaje mínimo y el nivel medio de nuestra ficción seriada está lejos, muy lejos, del que ofrecen otras latitudes, véase el Reino Unido o los países nórdicos. Y para demostrarlo traemos cuatro de esos siete estrenos, cada uno de una plataforma distinta. Pasen, lean y no se hagan mucho daño.

Matices

(Sergio Cánovas, Javier Naya & Alex Meriweather, 2025 / SkyShowtime)

Seis desconocidos. Una masía aislada en mitad de la nada. Y un tratamiento milagroso que les sanará de sus males. Podría ser la versión española de Nine Perfect Strangers (John Henry Butterworth & David E. Kelly, 2021-2025), solo que es peor, mucho peor.

Aquí tenemos a una mujer que desea curarse para recuperar a un marido que la maltrata. A un homosexual con problemas para controlar la ira y los puños. A una intrigante motorista de origen árabe. A un matrimonio pijo formado por un marido controlador y una mujer sumisa con un transistor mental que solo sintoniza la voz de su hijo probablemente muerto. Lo de probablemente lo digo porque seguir después del primer capítulo es tan arriesgado como ejercer de jurado de Bake Off siendo alérgico al gluten. Y, por último, el hermano con pelo de Fétido Adams, un gran niño de mamá al que sobrevivir alejado del nido le supone poco menos que una odisea.

Evitaremos ponerles rostro a los personajes para ahorrarnos unas cuantas querellas. Ya descubrirán ustedes mismos quién es cada cual. Solo diremos que la dicción que Elsa Pataky le imprime a su personaje, la hija del gurú de la psiquiatría encarnado por Eusebio Poncela, da la medida de una dirección de actores totalmente fuera de tono, decisión que convierte la propuesta en una comedia involuntaria de esas que arranca carcajadas aún cuando el espectador desea con todas sus fuerzas tomársela en serio.

Cuando uno escucha al doctor Marlow (Eusebio Poncela), que acaba de agasajar a sus pacientes con bebidas personalizadas que les retrotraen a momentos concretos de felicidad, decir aquello de “sabe a algo más que a manzana, sabe a libertad”, la risotada se escucha en Montreal.

Si el tono desmadeja el planteamiento –¿se imaginan que a Bergman le hubiesen encargado el proyecto Un cadáver a los postres (Robert Moore, 1976) y la dirigiese como si fuese El silencio (1963)?–, a lo efectista de un guion en el que todos los personajes experimentan visiones, súmenle un aparataje visual alicatado a golpes de dron y con continuos cambios de plano, como si Casa Tarradellas le hubiese encargado el spot de su campaña veraniega a Michael Bay. 

Y no obviemos la música de Maxime Rodríguez, propia de una película de terror de serie Z, con el órgano de la catedral del Buen Pastor emulando las melodías de un Casio SA-51. No hay nada en su sitio. Una serie inenarrable.

Ladrones: la tiara de Santa Águeda

(Verónica Marzá, Pablo Roa & Fernando Sancristóbal, 2025 / Disney +)

Silvia Alonso y Álex González se embarcan en una suerte de remake patrio de La trampa (Jon Amiel, 1999), mitad heist show, mitad comedia romántica. El prólogo ya anuncia una falta de medios que le resta verosimilitud a la aventura. Es como ir a jugar al black jack con monedas de cinco céntimos.

Ya sea porque el presupuesto no da, ya sea porque la serie luce como una postal tomada en un parque temático, situar el inicio de la acción en Las Vegas y confinar a los protagonistas en interiores con baja iluminación invita a pensar que todo se ha rodado en el casino de Torrelodones. Si había pasta, no se nota.

Como si la casa de Mickey Mouse utilizase sus instalaciones de ocio como plató, Ladrones parece la extensión de una atracción de EuroDisney en la que lo único que importa es pasárselo bien y, a ser posible, saltarse la cola, lo que, en este caso, es sinónimo de un guion desarrollado sin coherencia alguna. Pero, ¿a quién le importa que las cosas tengan un mínimo de sentido pudiendo ir al grano sin perder el tiempo?

El tiovivo empieza a dar vueltas como si fuese un hámster alimentado con EPO y en un piloto de apenas 44 minutos tenemos dos supergolpes. El primero consiste en robar un cargamento de joyas de un casino de Las Vegas. El procedimiento no puede ser más pedestre y poco creíble: basta con que dos docenas de riders se amontonen a la puerta de, no sé, el MGM, para que la seguridad que custodia las millonarias alhajas decida ir por otro lado. ¿Para qué molestarse en dispersar a los chicos de Glovo y mantener el protocolo? Si total son cuatro duros (bueno, dólares).

Peor es la segunda fase, con la patrulla sorteando un casamiento multitudinario entre Elvises y Marilines. Una patada al maletín, un corte de montaje y tropecientos miles de dólares en joyas desaparecen tan rápido como la vergüenza de un secretario de organización de casi cualquier partido político. Si la semana que viene no me leen por aquí, es porque estoy dando un palo en la ciudad del pecado. Cuesta menos que escribir este blog y es mucho más rentable.

Así funciona todo en esta serie efectista, deudora de ese estilo de escritura cuasi patentado por Álex Pina en la que las continuas vueltas al pasado sirven para solventar los problemas del presente. El muestrario de trucos de La casa de papel (Álex Pina, 2017-2021) se agotó en su tercera temporada y todo lo que ha venido después – la desastrosa Berlín incluida- no es más que un refrito poco elaborado de las mismas situaciones.

Tampoco faltan las voices over de los protagonistas para engatusarnos y conducir el relato ni las escenas de acción más o menos vistosas. Siempre los mismos ingredientes. Es como ir al McDonald’s.

Y después están ellos. Guapos, tramposos y enamorados. Otra cosa es que su química sea tan básica como la fórmula del agua y que el resto de personajes no acompañen, al menos en el primer capítulo (lo siento, no puedo continuar sin la autorización médica pertinente).

Ámber (Silvia Alonso) se mete a institutriz del hijo de un mafioso para asistir a la boda de su primogénita. Se celebrará en una lujosa isla en mitad del Pacífico y en la ceremonia ella llevará la tiara que da título a la serie. 240 millones de abalorio.

Si dejamos a un lado el robo y el giro de guion del último acto, previsible como el parte meteorológico de las Canarias, tendremos a una pléyade de personajes entre odiosos e inútiles (los hijos del malo, la mejor amiga de la novia, el novio catalán y ornitólogo, su madre…) a los que el tsunami que se anuncia y nunca llega debería llevarse por delante. Otra serie prescindible.

Olympo

(Jan Matheu, Laia Foguet & Ibai Abad, 2025 / Netflix)

A la mitad del segundo capítulo de Olympo salí escopeteado en dirección al laboratorio farmacológico que tengo a dos calles para solicitar un test de embarazo y otro de drogas. Era muy posible que los dos diesen positivo. Y es que este remedo de Élite (Carlos Montero & Darío Madrona, 2018-2024) en un Centro de Alto Rendimiento (CAR) deportivo situado en los Pirineos está tan sobreestimulado que uno corre el riesgo de quedarse alelado de una subida de testosterona o de salir mal parado en la revisión médica del curro si es que le toca pasarla uno de estos días.

La cosa va de un grupo de adolescentes con cuerpo y cara de portada de la SuperPop –ay, la puta vejez- reunidos en unas instalaciones lujosas y con las hormonas rebotando como las burbujas de un champagne que, después de agitarse bien, siempre acaba descorchándose.

Todos son deportistas de élite, pero la verdad es que su disciplina favorita no está incluida en los Juegos Olímpicos. Estos campeones del sexo lo arreglan todo con tablas de gimnasia erótica. ¿Que te expulsan del equipo de rugby por tirillas? Polvo al canto. ¿Que estás nerviosa? Tracatrá.

Se que ahora mismo se están preguntando por la trama. Fijo. Y trama hay, pero seguro que a la mayoría les interesa más – mucho más – ver a Agustín Della Corte duchándose en slow motion, a Clara Galle practicando los ejercicios de sincro fuera del agua y sobre una cama (o en los vestuarios o donde pille) o la colección de bañadores minimalistas, que el argumento.

Aún así, diremos que el esquema de Olympo sigue a pies juntillas el de la gran mayoría de ficciones adolescentes diseñadas para Netflix, desde Por trece razones (Brian Yorke, 2017-2020) a Arenas movedizas (Camila Ahlgren, 2019). Aquí la llegada de una heptatleta con un pasado problemático al CAR Pirineos nos servirá para descubrir un ecosistema en el que la competitividad es ley. Todos quieren ser atletas olímpicos en sus respectivas disciplinas y todos aspiran a que la marca Olympo les patrocine, pero muy pocos serán los elegidos. El símil entre la firma del contrato y el mito de Fausto es abracadabrante.

Como en todas esas otras series, aquí también hay una trama criminal, esta vez relacionada con el dopaje, y también se aplica una dramaturgia basada en los continuos saltos temporales. La sobreestimulación a la que aludíamos se traslada a una puesta en escena que satura las imágenes de efectos –ralentís, desenfoques, montaje rápido– y de música.

Veremos si la fórmula élite sigue funcionándole a la compañía de la gran N roja. Si acuden a ella por la trama, la serie tiene escaso interés. Si la ven por otras cosas no se olviden de utilizar protección.

La frontera

(Luis Marías & David Zurdo, 2025 / Prime Video-RTVE)

En sus respectivas carreras, los guionistas Luís Marías y David Zurdo ya habían abordado diferentes aristas del conflicto vasco en películas como Fuego (Luís Marías, 2014), miniseries como El precio de la libertad (Ana Murugarren, 2011) o documentales como El desafío: ETA (Hugo Stuven & David Zurdo, 2020).

Ahora se han asociado para dar forma a La frontera, una miniserie de cinco episodios en la que algunos hechos históricos referidos a la banda terrorista –el atentado a la casa cuartel de Zaragoza en 1987- se mezclan con otros extraídos de la realidad y convenientemente moldeados –la división entre ETA militar y ETA político militar– y se adornan con la inclusión de figuras con un incuestionable parecido con personas reales, como es el caso de Edurne (Rebeca Matellán), un claro trasunto de Idoia López Riaño, ‘La tigresa’. El resto es ficción.

Una ficción que plantea la posibilidad de que, a finales de la década de los 80, un grupúsculo aislado de la banda terrorista desobedeciera las órdenes de la cúpula y preparase un atentado en París con el objetivo de reprender al estado francés, que por aquel entonces empezaba a extraditar a miembros de la banda a España, pues hasta la fecha el país vecino era visto como un santuario para los etarras, que se refugiaban en Iparralde para huir de las autoridades españolas.

Lo más interesante de La frontera radica en los dilemas que afectan tanto a los miembros de la banda como a los representantes de la ley, pues la acción se sitúa en un marco histórico concreto y por aquel entonces se celebraba la primera fase de las llamadas conversaciones de Argel que pretendían acercar posturas entre la organización y el estado español.

Esas disyuntivas se extienden a la pareja protagonista de la historia, Mario Sanz (Javier Rey), capitán de la brigada de información destinado en Donosti y experto en la lucha contra ETA, e Izaskun (Itsaso Arana), su nueva novia, que resulta ser no solo una infiltrada de la banda sino la hija de uno de sus líderes.

Es cierto que los guionistas tratan de moverse por los intersticios de una escala moral de grises que se observa, principalmente, en Izaskun; que trazan un pequeño mapa de la geopolítica del terrorismo, con las conexiones entre ETA, el Frente de Liberación Nacional Corso y la mafia marsellesa, y que incluso nos presenta a un estado español dispuesto a permitir el atentado en Francia para sumar un nuevo aliado en su cruzada contra la banda (!).

El problema radica en la ejecución. Como ya sucedía en La infiltrada (Arantxa Echevarría, 2024), la filmación de los operativos resulta sumamente inverosímil, bien porque las escenas de acción pura tratan de disimular su torpeza con cortes de montaje -desde la persecución inicial hasta el tiroteo en Bobigny-, bien porque los diálogos desarticulan cualquier potencial dramático que puedan poseer esos pasajes: un guardia civil gritando “te estoy apuntando con una pistola” mientras apunta con una pistola a Edurne (!!!).

Como ya apuntaba Jaime Cedillo en su artículo sobre la serie, tampoco funciona la construcción de personajes. Para ser un capitán experimentado en la lucha contra el terrorismo, Mario Sanz comete errores impropios de su rango, como acudir a una reunión con la mafia marsellesa portando su documentación y un busca, por no hablar del escaso nivel de celo a la hora de comprobar la identidad de Izaskun: ¿basta con revisar una matrícula?

Después de un doble encuentro fortuito con una llamativa pelirroja, ¿no se disparan las alertas en la mente de un curtido policía, por más que acabe de terminar una relación y tenga el corazoncito remendado con aironfix?

Es cierto que la serie consigue mantenerse a flote porque el peligroso romance entre Mario e Izaskun resulta creíble gracias a las interpretaciones de Javier Rey e Itsaso Arana, y porque la inopinada colaboración entre el capitán español y el inspector Renaud (Vincent Perez) de la DCRG francesa funciona por idéntico motivo. Otra cosa es que los tres personajes, por el hecho de compartir un objetivo común, terminen conformando una pequeña unidad antiterrorista que se salta jurisdicciones, jerarquías y presupuestos ideológico sin que nadie les pare los pies (!).

La frontera exhibe numerosas debilidades, pero el nivel de indignación no presta para abandonarla tras un episodio, quizá porque por comparativa es más satisfactoria que Matices, Ladrones u Olympo, por más que acumule errores de bulto.

Les dejo con una lista para terminar: terroristas que aparcan un coche bomba delante de una sede judicial a la primera -¡qué fácil era estacionar en el París del 87!-, secuencias que parecen filmadas con cierta intención pero que terminan desvirtuadas por el montaje y la necesidad de cambiar constantemente de plano –el terrorista Jon Olaverria (Kike Guaza) llamando a su mujer desde una cabina–, el uso de ralentís enfáticos para magnificar la emoción (como si el asesinato de una infiltrada no fuese suficiente), el hecho de que Edurne no cambie de arma y el rastro que dejan sus balas permita a los cuerpos de seguridad asociarla a los distintos crímenes en los que participa o el sinnúmero de pretextos que los guiones se inventan para que el euskera se hable lo menos posible. C’est dommage.