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En plan serie por Enric Albero

'Bosch': elegí(a) a Harry

La serie policial basada en las novelas de Michael Connelly es como las de antes: larga y bien escrita, una serie que te comprarías en DVD

2 julio, 2021 13:04

Bosch es una serie de las de antes. Larga, como Las calles de San Francisco. Bien escrita, como las de Steven Bochco. Protagonizada por un actor al que nadie confundiría con una estrella, como Dennis Weaver, como Telly Savalas, como Peter Falk. Antes de que me digan que Kojak y Colombo sí eran estrellas les diré que estrellas eran Rock Hudson y James Garner, los anteriores lo fueron, si acaso, más gracias a sus series que a sus trabajos en el cine: hablamos de popularidad, no de calidad ni de talento, a ver si va a parecer que estamos aquí ninguneando Los doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), El oro de Mackenna (J. Lee Thompson, 1969), Maridos (John Cassavetes, 1970) o Mikey & Nicky (Elaine May, 1976). No confundirse.

En fin, que Bosch es una serie tan como las de antes que se permite el extemporáneo lujo de citar explícitamente a actores como Burl Ives, Broderick Crawford (otro secundario de lujo que triunfó en televisión con Patrulla de Tráfico) y Richard Boone (y, más en concreto, El pistolero de San Francisco), estableciendo una línea asociativa que emparenta la producción de Amazon con una tradición y unos modos muy concretos y que tiene en Titus Welliver al heredero de esa estirpe de intérpretes solventes y carismáticos que lo mismo se ponen en la piel de un ladino cobrador de sobornos en la Norteamérica de 1876 (Deadwood) que se convierte en el implacable rival de Peter Florrick (Chris Noth) para la plaza de fiscal general en The Good Wife

Bosch es esa serie que, como The Wire, te comprarías en DVD. La mención tampoco es casual. En esta temporada final, el personaje interpretado por Jaime Hector (el detective Edgar), bromea a propósito de la serie de David Simon en la que encarnó, ni más ni menos, que a Marlo Stanfield. Ese juego intertextual no es baladí, porque Bosch es un correlato rebajado tanto de The Wire (David Simon, 2002-2008) como de The Shield (Shawn Ryan, 2002-2008), los dos grandes policiacos del siglo XXI, no tanto en su vertiente visual, como en su inequívoca denuncia de un sistema corrupto hasta la médula. En esta séptima y última temporada de la teleficción creada por Eric Overmeyer a partir de las novelas originales de Michael Connelly se habla del empleo de prácticas delictivas en aras de la especulación urbanística y el inicio de procesos de gentrificación (el sector inmobiliario y los cárteles marcándose un pas de deux), del imparable ascenso de los incels y del acoso laboral hacia las mujeres o, mediante una ligera reformulación, de los casos de Bernie Madoff y Jeffrey Epstein. 

Por más que la prosa de Connelly esté lejos de la brillantez de clásicos como Ross Macdonald (o de contemporáneos como Dennis Lehane) sus novelas siempre estuvieron bien armadas y Overmeyer sabe sacarle partido al estilo límpido, sin alharacas, del escritor de Filadelfia. Figurar en los créditos de Homicidio (Paul Attanasio, 1993-1999), ser creador de Treme (David Simon & Eric Overmeyer, 2010-2013) o haber sido consulting producer en The Wire y productor ejecutivo en Boardwalk Empire (Terence Winter, 2010-2014) te da el bagaje suficiente tanto para cruzar tramas de las distintas novelas del ciclo Bosch (hay 24) con inusitada soltura como para modificarlas sin provocar ninguna catástrofe.

Esta entrega final adapta libremente una de las dos tramas principales de La habitación en llamas (17.ª novela del ciclo), en la que se intercalan el incendio provocado de un edificio que cuesta la vida a dos mujeres, una de ellas embarazada, y a la joven niña Sonia Hernández (Bianca Melgar), y la detención y posterior asesinato de Vincent Franzen (Reed Diamond), un estafador que pretende evitar la cárcel denunciando un escándalo financiero aun mayor; más otras tres tramas de continuidad: las secuelas que sufre Edgar tras haber sido exonerado por el asesinato de Jacques Avril (Treva Etienne), el via crucis profesional que debe atravesar la teniente Billets (Amy Aquino) y los tejemanejes del jefe Irving (Lance Reddicck) para mantenerse en el cargo (tejemanejes que incluyen chantaje y extorsión a la alcaldesa de Los Ángeles para demostrar que los hombres de ley lo son porque saben saltársela cuando les conviene, lo que significa que la conocen). 

Ahora bien, el interés de Bosch no radica tanto en la resolución de los casos (que también) sino en la descripción de ambientes y en la idiosincrasia de sus personajes. En el uso de grandes planos generales que funcionan como introductores del espacio en el que se desarrollará la secuencia siguiente y que nos permiten mapear una L.A. diversa, estratificada y marcada por las desigualdades. En el tiempo que la serie se toma en capturar la vertiente menos vertiginosa del trabajo policial: las largas horas de oficina, el papeleo, las búsquedas infructuosas… Nadie mejor que la pareja formada por los veteranos agentes Johnson (Troy Evans) y Moore (Gregory Scott Cummins) —que protagonizan su propio buddy plot— para ejemplificar la monotonía de un oficio que, con la edad, se vuelve todavía más aburrido (no es casual que Johnson cuente siempre el mismo chiste del oso en un gag que va más allá de la simple broma).

En Bosch vemos a gente currando, no hay grandes revelaciones, ni un cerebro deductivo infalible que puede resolver un caso sin levantarse de la silla, ni una unidad forense con tecnología de la NASA: todo es mucho más prosaico, más lento. Y esa supuesta laxitud es una de las claves de este policiaco con ecos noir —y si digo esto es porque es una serie que pone el foco sobre los desajustes sociales y saca a la luz los trapos sucios de un sistema ineficaz y podrido— que ni siquiera se acelera en las secuencias de acción: el clímax de esta séptima temporada tiene lugar en el bar El cholo, con Bosch entrometiéndose en una operación del FBI para encarcelar a uno de sus confidentes, responsable del incendio que costó la vida a tres personas. La secuencia es larga, no hay disparos ni persecuciones, tampoco música. Esa dilatación, esa velocidad de crucero que solo se modifica en momentos puntuales, cristaliza en tensión, en nervio dramático.

Otro tanto sucede con los puntos de giro. La calma narrativa y el hecho de que la temporada esté a disposición de manera completa, permiten a los guionistas alterar el ritmo cuando más les conviene y no siempre al final de cada capítulo. El desenlace del tercer episodio (‘Sabes demasiado’) y el inicio del cuarto (‘Triple play’) encadenan dos plot twists de esos que te tuercen las gafas si es que tienes suerte de llevarlas (aquí tendría que ir un banner de Multiópticas o de Ray-Ban). Ahora bien, también habrá que convenir que cuenta con no pocas secuencias utilitarias —de esas que sirven a un único propósito— y que la solución al caso Franzen es un tanto inocentona (ay, que el malo se ha dejado el Messenger ‘enchufao’) por más que esté en concordancia con una propuesta que tiene más que ver con los detectives acuñados por la literatura hard-boiled que con Sherlock Holmes, tipos para los que la tenacidad y el azar tienen más importancia que el genio. Un apunte más: no olvidemos como en esta entrega final los guionistas se encargan de introducir de manera orgánica personajes de temporadas anteriores para abrochar un cierre que roza la perfección. 

Su realización responde a unos estándares felizmente avejentados. En primer lugar, porque se aparta del dinamismo impostado de numerosas series actuales, y en segunda instancia porque no se esfuerza en parecerse a sus referentes más inmediatos; esto es, no imita el tono pseudodocumental de The Shield ni sus imágenes han sido raspadas con la lija del naturalismo que pulía The Wire. Cuando los directores afinan el tiro, Bosch es sobria y dura como su protagonista —el final de la cuarta temporada es magistral—, cuando no, es pragmática. Solo hace falta ver cómo se filman los interrogatorios: tres o cuatro encuadres, casi siempre bien diseñados en función de la situación dramática (es decir, dando una idea de presión sobre el encausado), y alternancia de planos (esto no es Mindhunter).

Con todo, el series finale contiene un par de momentos memorables: ese plano que comparten Harry y su hija Maddie (Madison Lintz) en el que sus rostros se espejan como si uno fuera el reflejo del otro y se estuvieran concediendo, sin saberlo, el relevo vital y profesional que, finalmente, se producirá. O ese doble alejamiento visual —primero mediante un travelling en el que Bosch se aparta de sus compañeros y después mediante un movimiento de grúa que lo deja totalmente solo— que señala la situación de desamparo en la que ha quedado el detective, alguien que lo ha dado todo por un cuerpo de policía corrupto en el que lo conveniente siempre es más importante que lo correcto. La lógica formal de esa secuencia ya adelanta la conclusión de la serie: Bosch dejará de ser policía —¿cómo seguir formando parte de una institución que solo sirve a sus intereses y no protege a los ciudadanos?— para ingresar en las filas del ejército con peor reputación del mercado laboral: el de los detectives privados. 

Esas otras cosas

Bosch también tiene otras cosas. Rostros, por ejemplo. El de un detective negro con la cara surcada por una cicatriz del tamaño del Gran Cañón. O el de una teniente que luce las arrugas como quien luce los galones y con una paciencia ovárica casi inagotable (hasta que ya se le hinchan los mismísimos y pone a la sombra a una tribu de cenutrios para que, si así lo desean, rompan su celibato involuntario haciendo el tren de la bruja en una celda de dos por cuatro). También el de un inspector de homicidios latino con un lunar que le eclipsa media nariz y con un sentido suicida de la conducción convertido en running gag y en motivo de las mejores líneas de diálogo del show

Joan Bennett: Jimmy, cuando iba contigo en el coche rezaba el rosario.

Santiago: No sabía que eras católica.

Bennett: No lo soy.

Santiago: Conduzco a la defensiva.

Bennett: Conduces como un neoyorquino. 

Santiago: Soy de Nueva York.

Pero hay más cosas. Un volumen del código penal que lleva escrito en letras temblorosas el nombre de Bosch sobre el canto de las páginas. Ese mantra impreso junto a su mesa: get off your ass and go knock some doors ("Levanta el culo y ve a llamar a unas cuantas puertas"). Detalles que te familiarizan con una atmósfera, con un entorno que no parece salido del catálogo de la tienda de muebles de unos grandes almacenes sino de la vida real. Una comisaría que, además, resulta aun más verosímil si se compara con la casa de diseño en la que vive Harry (un lujo que puede permitirse gracias a otro guiño metalingüístico de la serie: recibió un buen dinero tras vender sus derechos de imagen para que hicieran una película basada en él; la película es The Black Echo, la primera novela que Connelly escribió sobre Bosch y cuyo poster cuelga junto a la entrada de la casa) o las mansiones que visitan en algunas de sus investigaciones. L.A. es una ciudad de fuertes contrastes y en Bosch eso también se observa en el urbanismo y en la arquitectura. 

Y al final de todo esto está Hieronymus ‘Harry’ Bosch, un policía sobre el que aletea permanentemente la sombra de la muerte (su madre, su esposa, sus parejas), un tipo fiel a un código que en algunas ocasiones se parece al código penal y en otras no, un hombre que esconde un alma torturada bajo el rostro pétreo de un inconmensurable Titus Welliver, un actor que mide sus estallidos emocionales con un pie de rey, capaz de expresar ira con una simple vibración de la mandíbula (ese momento del 7.01 en el que descubre que la puerta de emergencia estaba bloqueada y eso le ha costado la vida a Sonia Hernández) o de transmitirnos el amor por su hija con una ligera caída de ojos. Welliver compone un detective lacónico pero consigue que los espectadores descifren lo que para el resto de los personajes es inescrutable: sus sentimientos. Yo no sé a ustedes, pero a mí me resulta imposible no quererle. Veremos qué sucede en el spin-off que ya se ha anunciado. Stay tuned

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