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En plan serie por Enric Albero

'La línea invisible', las dos caras de la verdad

A Barroso, Hernández y Gaztambide hay que concederles el mérito tanto de abordar el tema del terrorismo desde una óptica mínimamente crítica como de abrir un debate tan sano como inexistente

25 mayo, 2020 12:15

1. Bienvenida. Al tándem creativo formado por el realizador Mariano Barroso y el guionista Alejandro Hernández, al que ahora se suma Michel Gaztambide, no hay que negarle el valor de encarar el que parece un tema tabú en la teleficción española: la banda terrorista ETA. Mientras proliferan las producciones en torno a figuras como Jesús Gil o Isabel Carrasco o sobre pasajes oscuros de nuestra historia más o menos reciente como el caso Alcásser o la iglesia palmariana, parece no existir interés en ajustar el retrovisor de la Historia y enfocarlo sobre los acontecimientos que han vertebrado nuestro presente, como si el final del franquismo, la Transición o los primeros años de la democracia solo pudieran ser revisados desde el costumbrismo o la nostalgia (en este artículo de hace un par de años la profesora y crítica Áurea Ortiz indagaba sobre este particular, señalando tendencias y excepciones). 

Viendo las reacciones que el estreno de una serie tan medida como La línea invisible levantó entre los voceros de esa parte de la derecha a la que el sistema parlamentario le aprieta como un corsé -acusaron a sus creadores de blanquear a ETA (!)- a Barroso, Hernández y Gaztambide hay que concederles el mérito tanto de abordar el tema desde una óptica mínimamente crítica como de abrir un debate tan sano como, por desgracia, inexistente. Con sus virtudes y con sus defectos, la producción de Movistar + debería ser, pues, la punta de una veta de ficciones que reflexionen sobre un pasado prematuramente barrido debajo de la alfombra para evitar que la suciedad que empaña determinados hechos embruteciera una concordia que tanto costó alcanzar. 

2. Duelo en Euskal Herria. El hasta ahora penúltimo original estrenado por Movistar + se centra en la conversión de la organización Euskadi Ta Askatasuna (ETA) en una banda terrorista, en el paso de una lucha clandestina contra el franquismo, basada en la protesta y los pequeños actos de subversión, al homicidio. La reducción de un proceso que ocupó casi una década -la organización dio sus primeros pasos en el 58 y cometió su primer asesinato en el 68- a seis episodios ha exigido una dura labor de dramatización, un pulimiento de la historia en aras de la concentración que ha llevado a focalizar el conflicto en dos personajes que ejercen como símbolos de un enfrentamiento que duraría cuarenta años. Si exceptuamos el quinto episodio, a Txabi Etxebarrieta (Àlex Monner), brillante estudiante en su último año de carrera y poeta incipiente, y a Melitón Manzanas (Antonio de la Torre), responsable de la brigada político-social de Guipúzcoa, se les arroga el papel de representantes del, por aquel entonces, dubitativo movimiento abertzale y del régimen comandado por el general Franco, respectivamente. La serie está construida como un duelo: los dos personajes ocupan prácticamente el mismo tiempo en pantalla, los bloques secuenciales dedicados a uno y otro se suceden (la estructura de cada capítulo, salvo los dos últimos, podría resumirse mediante el esquema A-B-A-B, …) y el crescendo dramático se establece en función de la persecución de Etxebarrieta por parte de Manzanas. 

De hecho, ambos personajes son presentados casi de la misma manera, apelando a los mismos recursos: el uso del claroscuro (más adelante hablaremos sobre ello) o el ligero contrapicado que da prominencia a sus figuras dentro del encuadre. Es cierto que la introducción de Txabi en el relato requiere de más tiempo -hablamos de un cambio profundo- pero ya en la quinta secuencia de ‘Pintadas y petardos’ (1.01), situada en la cocina de la casa familiar, observamos ese tipo de emplazamiento que irá repitiéndose progresivamente, marcando la ascendencia que el joven universitario tiene sobre las personas que forman parte de su entorno más cercano. 

En su primera aparición, veremos a Melitón Manzanas informando a su superior sobre todos los grupos subversivos que existían en ‘las vascongadas’ en aquel periodo. Barroso emplea el citado contrapicado para señalar la relevancia del jefe de la político-social, alguien que conoce muy bien el terreno que pisa, seguro de sí mismo y con tendencia a la broma de trazo grueso. Cuando Txabi Etxebarrieta inaugura sus clases como profesor ayudante, el director de El día de mañana (2018) recurrirá a esos mismos mecanismos: contrapicado, claroscuro y autoridad. La secuencia es importante por varios motivos: en primer lugar, el joven profesor entra en el aula y los alumnos apenas le prestan atención hasta que se hace respetar, primero con un enérgico “buenos días” y después demostrando a los ansiosos estudiantes -que están deseosos por manipular una computadora en su primer año de carrera – que tiene más conocimientos que ellos. Para ello les preguntará si saben cuál es la primera computadora que se inventó. En ese punto, Barroso filma a Monner en contrapicado y cuando da la respuesta -que no es otra que el ábaco- se ganará el respeto del auditorio (“podéis llamarme Txabi” dirá a continuación fijando así la relación que quiere establecer con los estudiantes). Esa breve historia de la cibernética también sirve como metáfora de una serie que no busca sino rastrear el origen de la transformación del conflicto vasco en una contienda político-militar. Así pues, desde un punto de vista formal, la teleserie iguala, ya desde su presentación, a sus dos antagonistas (recuerden: contrapicado, claroscuro y autoridad).

3. Un problema contextual. Esa construcción por oposición (Txabi vs. Melitón) hace que La línea invisible no dedique apenas tiempo a la contextualización. El Inglés (Asier Etxeandia), trasunto de uno de los fundadores de la organización abertzale, habla de la necesidad de defender la lengua, la cultura y la identidad vascas, pero a lo largo de los seis episodios apenas hay rastro de ellas. La serie se escuda en que Etxebarrieta no hablaba euskera –amén de la persecución que el idioma sufrió durante la dictadura- para reducirlo a dos diálogos, a conversaciones que terminan con un bai o algunos esporádicos egun on o arratsalde on. (Nota personal: algunos de los que habitamos la España periférica albergamos serias dudas sobre que el castellano fuera el idioma vehicular de la mayoría de los personajes de esta serie -más cuando aparecen entornos rurales o poblaciones pequeñas- más que nada porque se contradice con la propia experiencia: para mi abuela, 96 años, construir una frase en castellano es como levantar la pirámide de Keops y no es -no fue, porque de esa edad no quedan muchos- un caso aislado).

Dejando a un lado la cuestión lingüística, los elementos propios de la cultura vasca quedan representados por un par de partidas de pelota en el frontón y un fugaz concierto al aire libre que termina con una intervención policial. ¿Dónde está -en la serie- el peso de la cuestión identitaria? ¿Dónde están el folclore, la literatura, los bailes o sus deportes? ¿Dónde están los rasgos distintivos a los que alude Etxebarrieta cuando es designado como nuevo líder de ETA? ¿Qué es lo que defiende si no lo vemos en pantalla? En realidad, queda mejor explicada la vertiente de corte marxista, aquella línea de pensamiento que fue descartada tras la V Asamblea, que la nacionalista que fue la que se impuso tras la reunión celebrada en la casa de ejercicios espirituales de Guetaria (‘Un líder’ 1.02). La serie ofrece una visión directa y más clara de los conflictos de clase y de la represión policial referida a las huelgas que de la visión identitaria salvo las puntuales menciones a la revolución cubana o al conflicto que había concluido con la independencia de Argelia en julio del 62. 

4. La voz en off. La historia arranca con la cámara descendiendo desde las alturas hasta mostrarnos al mediano de los Etxebarrieta llegando a una reunión secreta. Ese movimiento de arriba abajo que nos introduce en el relato viene acompañado de la voz en off de Txiki (Anna Castillo) que, sin embargo, no se convertirá en la narradora de la historia: es un personaje secundario (con reminiscencias a Yoyes, como muy bien señaló el crítico Quim Casas en El Periódico) cuyas palabras solamente sobrevolaran las imágenes en la primera y en la última secuencia de la serie (ilustrada por un movimiento de cámara inverso que ‘nos saca’ de la historia). La utilización de ese recurso plantea numerosos interrogantes: ¿a qué propósito sirve esa instancia narradora? ¿Por qué solo se utiliza en dos secuencias? ¿Por qué se da la palabra a un personaje tangencial en lugar de optar por aquellos que vehiculan el relato y están presentes de manera continuada? 

Intentemos responder a estas cuestiones. En la primera alocución de Txiki, la única mujer dentro de la banda, se escucha lo siguiente: “A veces es bueno recordar cómo empieza una tragedia, en que momento nos equivocamos o enloquecemos”. Si la ponemos en relación con el resto de los hechos contados, no es descabellado colegir que la equivocación de ETA no fue otra que iniciar la lucha armada. Resolver un conflicto a grito de pistola no suele reportar finales felices, pero en esas advertencias que los guionistas filtran -casi como si añadieran notas al pie- a través de la voz de Txiki se olvidan de la atroz coyuntura del momento en el que la organización decide matar: un país sometido por una dictadura con una salud y un puño de hierro, dominado por un régimen opresor en el que la privación de libertades y la vigencia de la represión en todas su formas eran moneda corriente. Atendiendo a esas circunstancias, utilizar la violencia como respuesta contra el totalitarismo tal vez no pueda ser considerado como un error (o reducirlo únicamente a la categoría de error: en todo caso se precisa mayor profundidad analítica para emitir un juicio de tal calibre). 

El cierre no es menos polémico. La voz de Txiki dice: “La lucha se convirtió en una locura infinita que no sirvió para nada”. De nuevo, el contexto. Afirmar que los actos violentos que ETA cometió durante el franquismo fueron inútiles es tan atrevido como tratar de buscar coartadas que justifiquen las más de 800 víctimas que la banda causó tras la llegada de la democracia. Esa frase de Txiki serviría para definir la posición de ETA tras el 77, pero meter en el mismo saco los asesinatos de Carrero Blanco y de Ernest Lluch es hacerle un flaco favor a la memoria histórica de un país que necesita explicarse su pasado con tantos matices como sea posible (De hecho, incluso los asesinatos durante la dictadura exigen categorizaciones distintas: no debería considerarse de igual modo el asesinato selectivo del que ya había sido designado como el sucesor de Franco -y continuador del régimen- que el atentado indiscriminado en la cafetería Rolando). En resumen: si desde una óptica expresiva el recurso de la voz en off se antoja oportunista (muy en sintonía con el uso que le da Claude Berri en el cierre de Germinal); desde un punto de vista ideológico plantea numerosos problemas, principalmente porque deja de lado el contexto para decirnos que la violencia solo genera violencia y que no importa el lado del que proceda. (Nota personal: sí, me he metido en un buen charco). 

La línea invisible: Tráiler oficial | Movistar+

Conviene señalar que la producción de Movistar + sí refleja apuntes circunstanciales como el estrecho vínculo entre la izquierda abertzale y la iglesia vasca, la ebullición del antifranquismo en ambientes universitarios, la corrupción policial o el empleo sistemático de la tortura -aunque, salvo en el caso de Peru (Emilio Palacios), Barroso prefiera la sugerencia a la mostración. Sin embargo, siguen quedando demasiados puntos inexplicados. La banda nos es presentada como una pandilla de jóvenes animosos con ansias de ponerle palos a las ruedas del sistema, pero con una organización que parece un descarte de Ibáñez de uno de sus diseños para la T.I.A. Después de la función queda la sensación de que no eran más que cuatro gatos con ganas de afilarse las uñas arañando los sofás de El Pardo -en la V Asamblea hay 26 personas y el núcleo duro está formado por media docena de miembros- algo que parece desmentir el arraigo que se supone que la organización tenía entre la población (si las autoridades judiciales entendieron que Herri Batasuna fue el brazo político de ETA y la formación abertzale obtuvo 11 diputados en las primeras elecciones al Parlamento Vasco, ¿dónde están las imágenes en las que se observa ese apoyo popular (por más que fuera clandestino)?).

5. Claroscuros. Regresando al terreno visual, lo más reseñable de La línea invisible está en el uso de la luz. Desde su arranque, la serie se esfuerza por mostrar las múltiples capas que revisten las personalidades de sus antagonistas. Txabi Etxebarrieta era un estudiante con proyección (no había terminado la carrera y ya ejercía como profesor ayudante y tenía previsto terminar su formación en Oxford), cultivaba la poesía y no podía ser considerado un hombre de acción (era más bien débil, necesitaba medicación y su aspecto apocado no invitaba a pensar en él como un candidato a empuñar un arma). Melitón Manzanas era un policía duro y un padre comprensivo. También era un marido infiel y un corrupto. Con su estilo mordaz, el crítico de La Voz de Galicia, José Luis Losa, lo describió como un ‘Harry El Sucio’ con txapela, aunque su sentido del humor, de una zafia socarronería, lo acerca muy mucho al inefable Torrente (Santiago Segura) con quien, además, comparte posiciones ideológicas. Con todo, los guionistas tratan de dar fe de las multitudes que somos capaces de contener e intentan barnizar de matices las acciones de los personajes: Extebarrieta se enfrenta dos veces a la Guardia Civil, en la primera su compañero no ejecuta al agente, en la segunda lo hará él mismo; mientras la esposa de Manzanas se muestra inflexible con las monjas que han privado a su hija de formar parte de la banda de música, él será comprensivo y disculpará a su mujer. Este tipo de dualidades están muy presentes a lo largo del metraje.  

Esa doble cara -el poeta asesino / el torturador campechano- se traduce en esos claroscuros que recubren las imágenes, obra del director de fotografía Marc Gómez del Moral, y que ya se observan en el primer encuentro entre Txabi y los que serán sus compañeros en la organización. La secuencia, rodada en la escasamente iluminada sacristía de una iglesia, nos muestra al grupo reunido, hablando de su actividad futura, mientras los haces solares se filtran por los ventanales y alumbran débilmente la estancia, luces y sombras repartiéndose casi equitativamente las superficies de todos y cada uno de los rostros en una clara alusión simbólica a las luchas internas y a las complejidades psicológicas de los personajes. Esa opción fotográfica se volverá a utilizar, como ya hemos avanzado, en la presentación de los dos personajes principales con idéntico sentido. 

La serie nos deja otro par de apuntes interesantes. El primero lo encontramos en el episodio cuarto (‘Un poeta’). A través de un montaje paralelo observamos a los miembros de ETA seleccionando por votación a su primera victima mientras Melitón Manzanas, que será finalmente el elegido, supervisa las instalaciones del palacio de Aiete donde se hospedará Francisco Franco durante sus vacaciones de agosto. En el momento del recuento de votos veremos al jefe de la político-social de Guipúzcoa sentarse en la cama que, días después, ocupará el Generalísimo en una asociación que hilvana al policía con el régimen y que define su asesinato como un ajusticiamiento -atentar contra Manzanas es atentar contra Franco y es, por tanto, un acto de justicia- algo que quedará desvirtuado en el tramo final de la serie en el que la venganza parece la principal motivación de sus ejecutores (y la interpretación volcánica y poco matizada desde el guion de Patrick Criado aún refuerza más esa hipótesis).

El otro plano interesante aparece en el episodio final (‘El futuro’) cuando la madre de Txabi intuye la muerte de su hijo. Es un plano general de ella sentada en la cocina mientras habla con el mayor, José Antonio (Enric Auquer). La luz de baja intensidad, el mobiliario de la cocina y las formas rectangulares de baldosas y puertas, así como la disposición de la actriz María Morales en el plano, la encierran en esa abigarrada estancia. La casa es el único espacio que ocupan las madres de esta ficción (también la esposa de Melitón) y allí, aprisionadas, tendrán que llorar a sus muertos. Las otras dos mujeres con cierto protagonismo evitarán esta (doble) pena porque huirán: Clara (Patricia López Arnaiz), la amante de Manzanas, a Miami para estar con su hijo; Txiki al exilio. 

6. El quinto episodio. En ‘La línea’ (1.05) los guionistas deciden romper la tónica de la serie para presentar a un nuevo personaje, el guardia civil José Antonio Pardines (Xóan Fórneas), primera víctima de ETA, asesinado por Txabi Etxebarrieta durante un rutinario control de carretera. En este episodio, Melitón Manzanas desaparece por completo para cederle su espacio a su compañero de los cuerpos de seguridad. Barroso y el resto de su equipo empaquetan un melodrama elemental -coronado por la versión que Iseo y Refree hacen del ‘Romeo y Julieta’ de Karina- para describirnos a Pardines: gallego en tierra extraña al que un inesperado romance le cura la morriña y que verá truncado su futuro cuando Etxebarrieta le quite la vida disparándole a bocajarro. Resulta llamativo que se opte por una construcción que busca una conexión con el espectador desde lo puramente emocional, como si la empatía con la víctima solo pudiera proceder de nuestras entrañas y no de nuestro cerebro (estamos ante una serie que prefiere la emoción a la reflexión). Su presentación, tardía y carente de sutilidad, convierte la figura del Guardia Civil en un apósito dramático que quiebra la trayectoria que hasta entonces había llevado la narración, y se sirve de estrategias folletinescas para forjar al epítome de las víctimas inocentes.

7. El casting. Evaluar el trabajo de los actores siempre es una tarea ardua. En este caso, la selección de un reparto que ha contado con intérpretes catalanes para algunos de los papeles más relevantes (Monner, Auquer, Castillo) genera una sensación de distanciamiento, no tanto por su manera de aproximarse a los personajes como por la necesidad de ornamentar su habla con esa estentórea entonación vasca tan difícil de reproducir. Cada aparición de Asier Etxeandia desluce la esforzada imitación de sus compañeros: la (lógica) naturalidad del actor bilbaíno contrasta con la forzada afectación del resto del elenco (a excepción de Patricia López Arnaiz, gasteiztarra para más señas). La inclusión de los lugares de procedencia del reparto no pretende fomentar desagravios regionales, si aparece es porque las diferencias ortológicas entre unos y otros complica ese trabajo de mimesis oral que requieren las interpretaciones. 

8. Reacciones. Es curioso observar cómo una serie esforzadamente ecuánime, tan aséptica que iguala a sus protagonistas en todos los ámbitos (los dos últimos planos de ambos serán sendas pietá: la madre de Etxebarrieta contemplándolo en la mesa de autopsia y la esposa de Manzanas pidiendo ayuda tras su asesinato) haya dado pie a lecturas tan distintas como las del escritor Lorenzo Silva o la ya citada del crítico José Luis Losa (las obras están abiertas a interpretación, pero no pueden significar una cosa y la contraria). Si atendemos a las formas, al revestimiento psicológico de los protagonistas y a sus acciones, La línea invisible, lejos de escorarse hacia uno u otro lado, concluye que la violencia, venga de donde venga, siempre es un error. Una oda a la equidistancia. 

@EnricAlbero

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