En plan serie por Enric Albero

Élite. Sexo, mentiras y audios de WhatsApp

2 noviembre, 2018 13:03

Hay fenómenos que, más allá de nuestro gusto personal, es conveniente analizar. Me interesa saber cómo funcionan esas obras –o esos productos- que, a priori, no están hechos para mí y que, sin embargo, encuentran el respaldo de los índices de audiencia. Y despiertan mi curiosidad porque creo que ni el éxito es sinónimo de pobreza artística, ni el fracaso un motivo para justificar la incomprensión (ese axioma crítico tan famoso: bah, es que no lo habéis entendido). Rebajemos la polarización, por favor. De hecho, iría incluso un poco más allá: la falta de conexión con una propuesta no significa que carezca de valor; es más, en tanto analistas, deberíamos ser capaces de sobrepasar conceptos como el aburrimiento, la diversión o el entretenimiento para, en todo caso, tratar de averiguar qué formas conducen a esas sensaciones, qué mecanismos articula una serie, libro, película o disco para llevarnos allá donde nos lleva. En el fondo, se trata de objetivar lo máximo posible lo que observamos antes de formarnos una opinión (subjetiva) sobre ello. Esa manera de proceder –que es la mía y que ni es el ejemplo a seguir ni lo pretende– me lleva a apreciar obras con las que me he aburrido soberanamente (sí, va con doble sentido). Yo sé que, en una entrada sobre una teen drama como Élite, hablar de La mort de Luis XIV de Albert Serra será, para muchos, una blasfemia; pero funciona tan bien como ejemplo que me es imposible resistirme. Y lo es, porque creo que la agonía del monarca francés no puede filmarse de otra manera que no sea esa: con esa luz mortecina, con ese tempo suspendido en el que vive alguien postrado que, mientras descuenta alientos hasta que llegue el último estertor, sigue comportándose como lo que es, el Rey Sol. Serra filma la expiración de un soberano, de un régimen y (casi) de un actor que representa una tradición (Jean Pierre-Léaud y la Nouvelle Vague) que ya ha sido superada. Eso se puede rodar de millones de maneras, si entiendo que la de Serra es la más adecuada es porque creo que la representación está en plena y armónica consonancia con lo representado. ¿Qué es aburrida? Lógico, ¿o acaso la muerte de Luis XIV fue una fiesta del pijama? Digamos que, en este caso, sigo la máxima de Flaubert que reza que “hay que saber admirar aquello que no se ama” y disfruto de una película como esta más a posteriori que durante su visionado.

Vayan por delante dos cosillas. A) No pretendo, ni por asomo, comparar Élite con el cine de autor más extremo; lo de antes solo buscaba explicar cierta metodología y comprenderé que me maldigáis virtualmente por osar mezclar en el mismo párrafo a un autor multipremiado que se viste de torero con una ficción televisiva de intenciones mainstream y un brío hormonal desatado como el time-lapse de un histórico de los encierros de San Fermín (vamos, que es como querer que Chris Hemsworth interprete a un Guardia Civil, son dos cosas que no pegan); B) No amo Élite.

¿Cómo funciona esta producción original de Netflix? En el terreno argumental, la premisa es la siguiente (no sé por qué les cuento esto si ya la han visto todos): tres jóvenes de baja extracción social ingresan en un reputado colegio privado como compensación tras derrumbarse el instituto en el que cursaban su bachillerato. En el nuevo centro, ‘Las encinas’, se producirá el asesinato de una alumna y todos sus compañeros, los recién llegados y el resto de estudiantes, serán sospechosos.

La sinopsis ya ofrece pistas sobre el género: estamos ante un drama adolescente entreverado de crime & mistery. ¿Quién mató a Marina? Los dos creadores de la serie no son precisamente unos novatos en lo que a la ficción teen se refiere. Carlos Montero figura en los créditos de Al salir de clase o Física o Química (entre muchos otros) y Darío Madrona estuvo detrás de Los protegidos, que también jugueteaba, además de con los superpoderes, con las tribulaciones asociadas a la revolución hormonal que irrumpe cuando se acaba la infancia. En tanto guionistas curtidos contratados por la ‘la casa del algoritmo’, han fabricado un producto que, lejos de buscar la originalidad, persigue ensamblar piezas extraídas de otras series cuya eficacia en términos de consumo ha quedado sobradamente probada, para modelar un golem serial imbatible.

La operación mercadotécnica ha sido un éxito. La formal, es la siguiente:

UNO- La estructura narrativa pivota alrededor de un flash-forward. Un acontecimiento –el asesinato- situado en un futuro inmediato a los hechos que se exponen, salpica la trama y genera expectativas. Casi siempre al principio y al final de cada episodio se dan datos sobre cómo va la investigación, hasta que en el season finale, la línea que se desarrolla en el presente conecta con la futura y la cronología se restablece. Big Little Lies (David E. Kelley, 2017) ya demostró cuán adictiva podía ser esa construcción y una serie anterior como Damages (Glenn Kessler, Todd A. Kessler, Daniel Zelman, 2007-2012) nos valdría como ejemplo perfecto de la fórmula –de hecho, los creadores de esta serie repiten la receta en Bloodline (2015-2017).

DOS- Uno de los grandes éxitos de Netflix en lo que a ficción adolescente se refiere ha sido/es Por trece razones (Brian Yorkey, 2017). Cualquiera que la haya visto no tardará ni medio segundo en detectar los parecidos entre Hannah Baker (Katherine Langford) y Marina (María Pedraza), las víctimas. Las dos se ven asediadas por multitud de problemas y buscan vías de escape ante una situación que les ahoga. La primera opta por el suicidio, la segunda piensa en la huida. Sea como fuere, Marina es como un greatest hits de las desgracias: tiene VIH, una relación turbulenta con un padre corrupto y farlopero y una madre que ha dimitido de sus funciones ; detesta la clase a la que pertenece y tiene una pasmosa facilidad para complicarse la vida enamorándose de demasiadas personas a la vez. Sí, lo de Hannah es aún peor, pero como diría Goyo Jiménez, es que ella es americana.

TRES- A los 16, la testosterona y los estrógenos van en cohete directos al sol. Si me gusta Élite es porque me recuerda mis sweet sixteen, cuando hacía tríos para no aburrirme o mantenía sexo de manera desenfrenada, noche sí, noche también,… y después me despertaba (soñar es gratis). Es obvio que mi antigua (y no superada) adolescencia nada tiene que ver con la de la actualidad, pero aún veo Élite en clave hiperbólica y sigo sin creer que los jovenzuelos y jovenzuelas de hoy hayan hecho de mis deseos quinceañeros una realidad que corroboraría que nací demasiado pronto. No nos desviemos. En Élite hay cuerpos esculpidos, sexo billarístico (a todas las bandas posibles), epidemia de fiebre y un dispensador de morbo para saciar los bajos instintos del respetable (va con segundas). No olvidemos que se trata de menores –ficticios- que cabalgan más que ‘El llanero solitario’. En ese sentido, la serie de Netflix se mira en Riverdale (Roberto Aguirre Sacasa, 2017-?) que, de un modo más comedido, también acumula mozos y mozas soñados por Miguel Ángel –son series en las que los feos/feas están prohibidos- dispuestos a demostrar que la mejor gimnasia que uno puede hacer cuando está en el instituto es la sexual.

CUATRO- Montero y Madrona no se limitan a ordenar una trama adictiva con homicidio de fondo y el culebrón en primer plano. Toda esa vertiente folletinesca está salpicada de temas de rabiosa (oh, yeah!) actualidad. Al evidente conflicto de clase que supone la llegada de tres ‘marginales’ a un centro educativo pijo, hay que sumar: a) los problemas raciales que se derivan del ingreso de una chica musulmana como Nadia (Mina El Hammani) en ‘Las encinas’; b) las cuestiones referidas a la condición sexual de Ander (Arón Piper) y Omar (Omar Ayuso), hermano de Nadia, que a la homosexualidad le añade la confesión religiosa familiar; c) la corrupción representada por el padre de Marina y Gonzalo (Miguel Bernardeau); d) las drogas; e) las enfermedades de transmisión sexual… ¿Es suficiente? Es bastante probable que la inclusión de temáticas de índole sociológica que aparecen en Élite hayan sido incluidas después de ver propuestas de corte mucho más natural como Skam (Julie Andem, 2015), otro fenómeno serial noruego que ahora se está replicando en otros países (Skam España se emite en Movistar, aunque les recomiendo que vayan al original que nada tiene que ver con la artificiosidad de Élite). Quedémonos con este póker de motivos narrativos tomados de otras propuestas para crear una nueva, sin olvidar que en Élite también hay cosas de Gossip Girl ¡y hasta de Rebelde Way! (lo de Danna Paola haciendo de Lu, en plan heredera de Lupita Ferrer, es tremendo).

 

Desarrollo: gritando secretos

La realización de la serie corre por cuenta de Ramón Salazar (5 capítulos) y Dani de la Orden (3 episodios). El primero viene de firmar uno de los estrenos nacionales más interesantes del año, La enfermedad del domingo, mientras que De la Orden ha estrenado uno de los títulos más taquilleros del año, El mejor verano de mi vida (casi 8 millones de euros de recaudación, la segunda mejor para una película española tras Campeones). La dirección no supera el calificativo de competente: saca partido a los actores a los que se les puede sacar partido (la fuerza indomable de Jaime Lorente, el carisma canalla de Miguel Herrán, la falsa inocencia de María Pedraza, o la dulce perversidad de Ester Expósito) y se aplica a utilizar recursos formales que van de lo que está de moda –plano aéreo con dron cada santa vez que van al instituto- al cliché –las luces y la música que ilustran el beso homosexual entre Omar y Ander. Salvo una conversación que utiliza un espejo para jugar con el concepto de espejismo en relación a una confesión entre dos personajes en el episodio tres (dirigido por Salazar) nada hay que rompa con las convenciones (que tampoco pasa  nada, es lo normal… el problema aquí es que hay tics que se tornan repetitivos).

Con todo, me parece que los grandes errores del desarrollo de la serie están en los guiones. Y asumo que mi percepción puede estar equivocada. Lo explico. En Élite, como buen culebrón, todos los personajes guardan secretos que incumben a terceros. Los guionistas van plantando las averiguaciones que cada uno hace sobre otro u otros para que, a su debido tiempo, sean reveladas. Élite es la caja de Pandora de los secretos. Como la Larousse de las confesiones guardadas bajo llave. El problema está en que, llegado el tramo final, todo se revela sin atender a ninguna lógica. Los personajes se gritan –o se lo dicen en audios de WhatsApp- lo que saben unos de otros sin que detrás exista una razón poderosa –de guion- que lo justifique (no les hago spoilers, aunque lo mismo ya da igual). Sin embargo, lo que para mí es un grave problema de coherencia interna, también puede verse como un guiño al melodrama más desaforado, un elogio al desgarro emocional de unos jóvenes perdidos que necesitan vomitar aquello que les quema las entrañas (a mí esto, como lo de los tríos a los dieciséis, me pilla un poco mayor).

 

Un apunte ideológico

Solo un pequeño apunte sobre la educación pública y la privada. Inicialmente, parece que Élite busca desmontar esa máxima que rige en ‘Las encinas’: el lugar en el que se forman los líderes del mañana. Un colegio de pago, con todos los recursos posibles y un alumnado seleccionado en virtud de las cuentas corrientes de unos papás que no quieren que sus vástagos se mezclen con pobres, inmigrantes y demás clases de insectos. Más allá de la descripción de esas élites, resulta preocupante no solo que ese eslogan clasista no quede desmentido, sino que se concluya que, efectivamente, si el personaje de Nadia quiere ser algo en esta vida, tiene que salir del instituto pijo con un título bajo el brazo, como si la docencia privada garantizara una acceso superior a la educación universitaria excediendo el valor curricular de un graduado; como si el título obtenido en ‘Las encinas’ valiera más que el que te sella el IES Pare Arques (sí, es el instituto de mi pueblo). Digo esto, más que nada, porque si creemos que esto es así, seguimos reproduciendo ese esquema rancio que garantiza la mejor educación a los que tiene pasta. Y en mi casa me han enseñado justo lo contrario.

En conclusión, Élite es una serie formularia, cuya falta de originalidad se suple con la acertada combinación de unos elementos que funcionaban por separado en otras series y que aquí lo hacen de manera conjunta. El mérito radica en ordenarlos de manera idónea y en encontrar el tono y el ritmo que les permitan fluir, por más que desde un punto de vista crítico carezca del menor interés. Que este golem serial corre solo está más que probado: según los datos facilitados por la aplicación TV Time la producción de Netflix fue la serie más maratoneada del mundo (sí, pone mundo) tras solo tres días de emisión.

Por cierto, viendo Élite me acordé mucho de Crueles intenciones (Roger Kumble, 1999) la adaptación adolescente de Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos protagonizada (ojo ‘cuidao’) por Ryan Phillipe, Sarah Michelle Gellar y Reese Witherspoon. No sé cómo me las arreglo para escribir sobre una serie de jóvenes del siglo XXI y terminar como empecé, en el siglo XVIII.

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