El incomodador por Juan Sardá

El 'cine de en medio' y la tragedia cultural

24 octubre, 2014 10:01

Dice la sabiduría popular que lo más difícil no es llegar, sino mantenerse. Quien mire las cifras del cine español podrá llegar a la precipitada conclusión de que al cine español le sienta bien no tener subvenciones. La fiesta del cine, con entradas a mitad de precio que se celebra la semana que viene volverá a visibilizar el tirón de títulos como Torrente, El niño o La isla mínima, que a sumar al fenómeno Ocho apellidos vascos y sus 60 millones han elevado la cuota de taquilla a un histórico 25%. La realidad es que el cine español de hoy conecta mucho mejor con el público y está mucho mejor hecho que el de antes (ya nadie puede decir aquello de que las películas españolas son 'cutres') pero si ha llegado a este punto es, precisamente, gracias a las subvenciones porque nadie nace enseñado y el caudal de dinero público (que tampoco ha sido tanto) ha servido para profesionalizar y un sector que ha ido mejorando notablemente su pericia técnica y artesanal. Películas de éxito como Torrente 5 o El niño gustarán más o menos, pero están muy bien pergeñadas y no decepcionan a ese público acostumbrado a los estándares de Hollywood. Mientras, directores como Javier Rebollo, Max Lemcke, Miguel Albaladejo, Pedro Aguilera, José Luis Guerín, Achero Mañas, Agustín Díaz Yanes, Félix Viscarret y un largo etcétera llevan una buena temporada sin rodar.

Siguiendo con ese éxito comercial, hay un nivel de excelencia técnica que hay que celebrar. Como hay que celebrar que se está demostrando que no es cierto, como decía el otro día Carlos Vermut, que la gente no quiere ver películas españolas. Lo que no quiere ver son determinado tipo de películas españolas que están en vías de extinción y en muchos casos es una gran noticia que sea así. Señalaba el otro día Santiago Segura que le sorprendía de joven que directores que acumulaban fracasos continuaran rodando. Sin duda, uno de los males del sistema de subvenciones era ese espejismo por el que todos los años se estrenaban un buen número de películas que ni podían competir por su calidad a nivel internacional en festivales y circuitos de autor ni tenían ningún público. Era, y aún sigue habiendo algunos casos, un cine de autor mal entendido, tristón, con espíritu buenista y tintes sociales, con paisajes que tendían a lo sórdido e historias deprimentes protagonizadas por personajes igualmente deprimentes y poco interesantes. No voy a dar títulos, pero todos tenemos muchos en mente. Pero entre esas películas que no eran grandes eventos como los éxitos de hoy también estaba casi siempre el mejor cine español.

[caption id="attachment_963" width="529"] Fotograma de Ocho apellidos vascos[/caption]

Porque el que desaparece en realidad, como en casi toda Europa aunque en nuestro país de forma muy pronunciada, es el cine de 'en medio'. En Francia, ese país que siempre miramos con envidia, cineastas como Jacques Audiard o Pascale Ferrand forman el Club de los 13 y ejercen como activistas en defensa de esas producciones de presupuesto modesto pero razonable (entre 2 y 3 millones de euros) que son el mayor legado del cine europeo. Berlanga, Truffaut, Bergman, Fassbinder, Loach, Haneke o Almódovar, todos ellos han hecho ese cine continental que, al contrario del mainstream americano, huía de los géneros para consagrar al autor como líder supremo de una obra artística. Hoy todo eso está en vías de extinción. Y las conclusiones del Club de los 13 en un documento elaborado hace ya cinco años dan en el clavo: "Pensamos que el cine es un arte y una industria, pero sobre todo es un comercio. La mercantilización del cine viene por la presión de las pequeñas y las grandes pantallas. Es la sustitución del poder de los productores por el poder de los difusores: cadenas de cine y televisiones".

En el caso de España, sobre todo, televisiones. Y las televisiones, desde luego, juegan y deben jugar un papel importante a la hora de producir un cine puramente comercial que tiene todo el sentido y cuyo éxito celebra todo el mundo. Sin embargo, la realidad es que mientras Ocho apellidos vascos rompe taquillas, nos llegan desde Francia las inquietantes declaraciones de Pedro Almodóvar en las que se plantea marcharse de un Madrid depauperado en el que el cine de autor está en vías de extinción. Hace tiempo, a cuenta de la polémica de Guardans y aquellos "cineastas contra la orden" que hoy darían un brazo porque esa ley que odiaban pudiera practicarse, defendí con pasión un sistema menos dependiente de las ayudas públicas, centrado en resultados (tanto de repercusión artística y comercial) que pudiera garantizar la existencia de un cine mainstream así como un cine de autor con verdadera calidad. Lo que nadie podía prever entonces es el estado de miseria absoluta en el que ha caído una industria aterrorizada.

[caption id="attachment_964" width="532"] Fotograma de Magical Girl[/caption]

Porque lo que sustituye al cine de en medio es el 'low cost' en el sentido puro del término: producciones con presupuestos raquíticos realizadas a salto de mata que en muy pocas ocasiones logran obtener una mínima difusión. La democratización de los medios de producción cinematográficos sin duda es una gran cosa porque si no fuera por eso el cine español de los últimos años se habría quedado en menos de la mitad, pero como denunciaba el otro día Almodóvar al recoger el premio Lumiére: "Estamos en el peor momento para hacer cine. Se hace porque la gente quiere contar historias, pero se hace en condiciones ínfimas que sólo deberían ser excepcionales". La pobreza en arte tiene algún tipo de misticismo que el público disfruta (el artista paupérrimo entregado a su obra es una imagen exitosa en el imaginario) y la prensa, ansiosa por historias épicas, aplaude. Pero la pobreza es igual de mala sea uno artista o vendedor de seguros y lo que pasa es demencial.

El último Festival de San Sebastián, donde películas como Magical Girl o La isla mínima, que están funcionando bien en taquilla, se demostraba que sigue existiendo un camino para un cine de autor con personalidad propia y ambición artística con visos de triunfar. Para que el cine vuelva a ser importante no solo se trata de hacer comedias tontorronas o películas de acción con los mayores estándares de calidad, el cine debe arriesgar, debe buscar nuevos caminos y debe tener la voluntad de influir en la sociedad y confrontarla a sus demonios y carencias. Ese papel crucial de los 'difusores' lleva muchas veces a un cine complaciente que reafirma a la sociedad en sus propios valores perdiendo la condición fundamental del arte como gran agitador de la realidad. Existe el talento, la pericia técnica y una industria capaz de tomar riesgos, falta voluntad política (el gobierno de España está directamente contra el cine español y no lo disimula), que termine de una vez la infausta cultura de la piratería, unos productores y distribuidores con menos miedo y sí, subvenciones, porque a falta de ellas lo que queda es el hambre.

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