'El espinazo del diablo', de Guillermo del Toro

'El espinazo del diablo', de Guillermo del Toro

A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Exilia

'Exilia' era una fantasía fabulosa, entre la literatura y el periodismo, entre la imaginación y una realidad no menos inventada

2 septiembre, 2020 09:53

El tipo decía que era un exiliado español en México. Y lo era: no pudo soportar la dictadura franquista y decidió marcharse a vivir a América. A Ciudad de México, a la calle Coyoacán, donde yo lo conocí. Era asturiano, periodista, hablador, y muy buen amigo de sus amigos. Cuando hablé con él por primera vez, luego de brindar con unos tragos de ese infierno que se llama mezcal, me dijo que hacía tiempo que estaba escribiendo una novela titulada Exilia. La escribía, me dijo, con fervor, con el delirio de la rabia contenida durante su niñez en la Guerra Civil y después, en la adolescencia y juventud, en la posguerra, que fue peor que la guerra, decía una y otra vez. Me confesó que ya tenía más de trescientas páginas escritas durante los últimos años y que creía que había venido al mundo a cumplir una misión personal después de su experiencia; una misión que consistía precisamente en escribir esa novela que le quitaba el sueño, una venganza superior contra la dictadura de Franco, decía. Me imaginé el justo rencor del periodista; me imaginé su odio hacia la dictadura, su republicanismo irredento, que lo había parado, decía para siempre.

Añoraba una República Española de la que no se acordaba, porque apenas tenía unos pocos años cuando Franco decidió extirparla de golpe. Pero, me añadió, que la sentía dentro de su alma para siempre, que era su aura en la memoria y que no podía pasar un día sin acordarse de aquello que en realidad no había conocido por experiencia propia. Exilia era una fantasía fabulosa, entre la literatura y el periodismo, entre la imaginación y una realidad no menos inventada por su propia fantasía, un universo casi utópico con el que respiraba cada vez que escribía, durante horas, la novela de su vida.

La segunda vez que lo vi la novela tenía ya, según me dijo como un secreto, más de seiscientas páginas. Seguro que tendría que podarla, me dijo siempre en baja voz para que no nos oyera nadie, ni sus más cercanos amigos. Le rogué que me contara algo de todo ese mundo que empezaba a ser leyenda entre los exiliados en México, los de verdad y los de mentira. El narrador, en primera persona, me dijo, es un niño de la guerra, me dijo, como algunos de los que ves ahora aquí, tocando la guitarra y tomando trago entre bromas, añadió. "No te voy a contar nada más", me dijo, "porque tengo la intuición de que si te cuenta más se me va a deshacer la historia".

Dos años más tarde volví a Ciudad de México y me instalé durante quince días en el fantástico Hotel Ciudad de México, junto a la Plaza del Zócalo. Entonces invité a comer en ese mismo hotel al escritor de aquella novela ya legendaria que nadie había visto ni en una sola página. Yo mismo, cada vez que iba a México, vivía mis ratos de ansiedad pensando en cómo sería Exilia. "Tengo ganas de que la termines para leerla", le dije. Y era verdad: quería leerla a la mayor brevedad posible. Y ahí, precisamente ahíto me sonrió con la convicción de un ganador y me dijo que estaba a punto de terminarla; que había incorporado como personajes a algunos de sus mejores amigos españoles, del exilio español en México, y a muchas mujeres, me dijo sonriendo sin parar. Y que ya había hablado con Joaquín Mortiz, Díez-Canedo, para que le publicará la novela. "Tendrá un gran destino", me dijo. "Llevo ya más de mil páginas", terminó de decirme gozoso. ¡Mil páginas!, exclamé, ¡más de mil páginas!, repetí. Y el tipo, impertérrito, me contestó con una sola palabra: "Podada". Una novela de mil páginas podada. O sea, limpia de polvo y paja; es decir, niquelada, una novela de mil páginas en la que, según su autor, no sobraba ni falta nada, ni una palabra ni una coma. Una novela de mil páginas sin ninguna de las dudas que acucian a cualquier novelista cuando termina una de sus novelas. Pensé en Hemingway y se lo dije. "Por ahí va la cosa", me dijo dándome un golpe en uno de mis hombros. Con sinceridad: sentí envidia. Nada de envidia sana, al contrario: pura envidia intelectual. El tipo había conseguido terminar con éxito una colosal tarea, crear un universo autónomo y literario, así me decía, que no se parecía a nada de lo que hayamos podido leer en novela española, me decía ante mi sorpresa con un convencimiento absoluto. Me despedí de él en la puerta del hotel y lo vía trasponer con su cojera poliomelítica de niño de la guerra. Pero con el cuerpo erguido y dispuesto, cual Quijote irrevocable, a enfrentarse al mundo entero con su novela terminada.

Un año después me enteré de su muerte e hice pesquisas para saber de aquella novela que Mortiz nunca publicó. Hablé con los amigos comunes que había escuchado de la creación literaria llamada Exilia. Hablé con su viuda, enferma de decencia senil. Muy sería me dijo que ella no tenía ni idea de que su marido ya fallecido estuviera escribiendo aquella novela interminable. "Fantasías", me dijo sonriendo lejana y triste.

Nunca nadie encontró ni un folio escrito de la novela. Exilia no era más que un invento creado en la imaginación fantasmal de alguien que se había quedado colgado en la Guerra Civil; de alguien que había perdido pie en la vida y que vivió todo su tiempo con el mismo afán que si estuviera escribiendo una novela inacabable que luchaba a brazo partido por terminar. Lo recuerdo ahora con una cierta añoranza y llego a la conclusión de que jamás se escribió ni una sola línea de Exilia en la casa de la calle Culiacán, en México. O lo más seguro es que quién sabe, como me dijo una vez Luis Rius, el gran poeta exiliado, este sí niño de la guerra, amigo del autor de Exilia, la novela de más de mil páginas que nunca existió.

El Cultural

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