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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Galdosiana (2)

Siempre me repugnó este tratamiento dado a Galdós y a sus esculturas por las gentes de su ciudad. Gracias a mi padre, entendí el porqué de la distancia física del escritor hacia su tierra

29 enero, 2020 03:50

Apenas tenía diez años cuando conocí a Galdós. Mi padre tenía una cita con unos amigos en el Hotel Parque, en Las Palmas de Gran Canaria, a un costado del Parque San Telmo. Cuando salimos del bar inglés del hotel, mi padre me llevó hasta el espigón que había entonces al final del Parque San Telmo, donde estaba la escultura que Victorio Macho había hecho de Galdós. El escultor quería que esa escultura faraónica de piedra de Toledo se incrustara en el paisaje infantil de Galdós y quedara para siempre, como una roca invencible, clavada en la geografía de su tierra. Pero, ¡ah, la isla y sus élites! Desde el año 1930, que se inauguró la escultura, hasta 1955, cuando yo vi por primera vez la estatua de Galdós, la piedra artística había recibido millones de bofetones de un mar bravío que estallaba a toda hora, con salitre, agua, espuma y viento. La escultura de Galdós se había ido deteriorando año tras año hasta que los rasgos del Gran Viejo fueron convirtiéndose en irreconocibles, mientras la piedra seguía sufriendo los incesantes embates del mar. Destruida la escultura original, el populacho analfabeto comenzó a extender por todos los barrios de la ciudad el nuevo nombre de la escultura de Galdós: "El leproso". A mí me levantaba una ira imponente que no sacaran del espigón aquella maravilla, pero por fin la vergüenza llegó un día de extraña lucidez a los políticos de la ciudad. La sacaron del salitre, y la escondieron como pudieron en un patio de la ya inaugurada Casa-Museo Galdós, en la calle Cano, en una zona noble de la ciudad. Decidieron además, con muy buen tino, encargar a Pablo Serrano una nueva escultura de la ciudad, que iba a ser situada en el centro de la Plaza de la Feria, remodelada por un urbanista uruguayo muy fino y estético, Leandro Silva. Nada más inaugurar la escultura, corrió por Las Palmas de Gran Canaria, desde la élite (yo sé lo escuché, en el bar del Hotel Madrid, a unos borrachitos facistillas) al populacho, el nuevo nombre de la nueva escultura de Galdós: "El cagón". La escultura en bronce representaba al Gran Viejo doblando parte de su cuerpo sobre su bastón en el que descansaban sus manos. Una escultura espléndida de Serrano. Como su Unamuno. Como su Machado. Pero en Las Palmas de Gran Canaria fue "El cagón" por muchos años.

Siempre me repugnó este tratamiento dado a Galdós y a sus esculturas por las gentes de su ciudad, que también es la mía. Y, desde el momento en que tuve diez años y comencé a saber quién realmente era Galdós, gracias a mi padre, entendí también el porqué de la distancia física del escritor hacia su tierra.

Estudiaba yo entonces en una habitación de mi casa, junto a la alcoba de mis padre. Todas las tardes, mi padre se encerraba en su alcoba a leer páginas de Galdós. Después de todos los Episodios Nacionales, comenzó mi padre, con la misma ansiosa pasión por Galdós, a leer algunas de sus muchas novela e incluso sus obras de teatro. A veces, mientras estudiaba, lo escuchaba exclamar en alta voz y en sentido admirativo algunas de las frases que acababa de leer de algún libro de Galdós. De modo que Galdós en mi casa, y desde que yo era un niño, era un nombre de gran respeto y un gigante al que yo aspiraba a leer desde que me lo permitieran.

En fin, hace unas horas acaban de concederle el Premio Comillas a Yolanda Arencibia por una biografía de Galdós de la que yo tenía ya alguna vaga noticia. La biografía estaba a punto de terminarse y me llegó el rumor de que había dificultades para encontrar editorial, aunque no sé si esto es verdad o musgo negro de las peores bocas, las que parecen buenas y dóciles. Vengo en alegrarme por Yolanda Arencibia. Siempre fue una investigadora insaciable, editora y directora de la edición de toda la obra de Galdós por parte del Cabildo Insular de Gran Canaria; primera alumna y heredera de la pasión de Alfonso Armas Ayala por Galdós y todo aquello que signifique geografía e historia galdosiana. Vengo en alegrarme por Galdós, porque para algo está sirviendo la celebración del centenario de su muerte: para que se ponga el foco del mundo intelectual y editorial en el Gran Viejo y se rehagan viejos tópicos que no le le hicieron ningún bien. Salvo casi al final de su vida, cuando ya en aquella época que vivió era un anciano irreversible, Galdós no fue bien tratado por las tribus intelectuales. Ni por las de Canarias ni por las del resto de España. Pero ahí está ahora, en la memoria de la gente, viendo pasar el tiempo como la puerta de Alcalá, impóluto, resucitado en sus obras, actualísimo en su visión del mundo y en su pensamiento sobre España. Espero y deseo que está biografía de Yolanda Arencibia sea la que estábamos esperando desde hace años. Enhorabuena a Arencibia. Enhorabuena el Premio Comillas.

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