El Cultural

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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Músicos callejeros

Tocaron el cielo, cayeron varias veces en el infierno y ahora regalan su talento en las calles de Manhattan a un público indiferente

16 octubre, 2019 14:15

En las plazas de Manhattan se instala casi siempre un músico callejero. Lo observo con atención desde mi asiento de lujo (ron en el vaso, tabaco "señorita" y confort) y escucho su música. ¿De dónde viene el hombre? ¿A dónde va? Casos hay de músicos callejeros o de estación de metro que alcanzan, por una extraña sincronicidad, el cielo con la mano: un productor pasa por ahí, lo ve, lo oye, le da una tarjeta y le dice que lo llame cuanto antes. El músico anónimo hasta entonces recoge sus bártulos de vida y se va a la oficina del productor. Se le asigna un nombre artístico, se le hacen unas pruebas y, si funciona, comienza el triunfo con un buen contrato.

Lo normal es lo contrario: el hombre que hace su música en la calle, ante un público casi siempre indiferente, viene del cielo y ha caído varias veces en el infierno en el que ahora se encuentra. Toca el saxo, la trompeta, el bajo. Hace música y yo lo observo y lo escucho con atención casi religiosa. Ese hombre, y otros muchos que me voy encontrando en las plazas de Manhattan, vienen de vuelta de muchas guerras perdidas y sobreviven gracias al instinto musical que todavía les queda en el alma de lo que quisieron ser cuando eran jóvenes. Ahora son viejos, viejísimos músicos que se las saben todas y por eso saben que sólo unos pocos les hacemos caso y por un instante nos hacemos cómplices de esa música y de esa intemperie libre donde te dejan beber y fumar.

La policía pasa, montada en su caballo, y desde el rascacielos del lomo del animal ni nos mira, ni mira al hombre de la música ni oye la música que se escapa a los cielos. Al fin y al cabo, el policía sabe que ese hombre que toca el saxo en este momento no tiene la más mínima posibilidad de volver a ese mismo cielo donde estuvo alguna vez, sobre un escenario, lleno de luces y aplausos, querido y adorado por un público que ha pagado unos dólares para verlo tocar y escuchar su música.

Ante estos episodios, tengo siempre un pensamiento: ¿cómo se llama el hombre, qué gloria tuvo, qué familia ya perdida, qué penas pasa, dónde vive? Vive lejos y en la calle, o en un refugio de muertos de hambre y homeless en el que se conocen todos y todos conocen la historia de todos los que ahí tratan de dormir y volver a tener sueños de fama, éxito, sueños que merecen hacerse realidad. ¡Cuánto talento musical hay en las calles de Manhattan, casi en cada esquina, en sus plazas llenas de gente indiferente a ese mismo talento!

La droga, el cansancio, la mala fe, la competencia exagerada: todas esas cosas tiran a la basura el talento inmenso de tanta gente sin nombre y sin futuro, músicos perdidos que se lanzaron en su momento a la gloria, la tocaron unos días con la mano y volvieron del cielo al infierno más profundo por el resto de los días. No les queda sino expresar su música ante algunos que todavía tenemos una silenciosa sensibilidad para entenderlos.

Ahí delante tengo uno de esos monstruos fantásticos tocando versiones de los Escarabajos ingleses como nunca las había escuchado. Me levanto y dejo dos dólares en su sombrero. Y el músico me aplaude levemente con una sonrisa. Quince minutos después, con otro ron en el vaso y sobre la mesa, me levanto y dejo otros dos dólares en el sombrero del músico. Ya me reconoce: me agradece con una sonrisa más grande que la anterior. Así paso tres horas muy cortas, escuchando la música del hombre, y sus entreactos de silencio, observando dónde va, dónde bebe agua o qué bebe. Lo miro desde mi confortable asiento, corre aire fresco, ni frío ni calor, un aire benéfico que viene del East River y sube hasta la cabeza.

Toda esta situación me hace sentirme lo que realmente soy: un decadente privilegiado occidental, sin ninguna mala conciencia histórica, en paz conmigo mismo, con mis padres, con mis hijos y creo que con Hacienda. Respiro hondo un momento y pienso en El perseguidor de Julio Cortázar. El argentino sabía mucho jazz, mucha música, mucha literatura, pero no sabía nada de la maldad de la droga. Su protagonista pierde gracias a la marihuana, que no mata a nadie pero puede empapar a muchos. ¿Fuma marihuana en estos momentos mi músico anónimo, cuyas notas me alejan de la chiquititez insulsa de mis islas, del mundo cotidiano de Madrid, y me eleva por encima de la jauría humana que pulula en torno al músico, que entra y sale de comprar en Macy's, que no hace caso de nada, que no oye nada, que sólo va a lo suyo, a su American Way of Life, que a mí cada vez me gusta menos, si es que alguna vez me gustó?

Me gustaría invitar al músico a comer al Carmine Restaurant, muy cercano al lugar donde estamos. Lo dejo para otra vez, la próxima, si es que la próxima el hombre del saxo sigue aquí y no ha bajado a lo más profundo del infierno en el que vive menos cuando toca su música.

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