Image: Sekiro, más allá de la muerte

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Sekiro, más allá de la muerte

19 abril, 2019 02:00

El templo Senpou recoge la atmósfera mística de la montaña Koya-San

Sekiro: Shadows Die Twice edifica un mundo de fantasía a partir de los elementos característicos del Japón feudal y las corrientes más esotéricas del budismo local. Un juego de infiltración y combates singulares con un elaborado enfoque dramático que lleva a sus personajes a meditar sobre las consecuencias de la inmortalidad.

Hidetaka Miyazaki es uno de los creadores más influyentes de la última década. Aunque los juegos que ha dirigido con From Software, el estudio que preside en la actualidad, se han vuelto famosos por lo intrincado de sus desafíos, la radicalidad de sus ideas se extiende más allá de la mera dificultad.

Si con Dark Souls se adentró en el combate medieval occidental y con Bloodborne homenajeó con brillantez a la literatura gótica, con su nueva obra aborda una cultura mucho más cercana a él para ofrecer su particular visión. Sin ninguna pretensión de rigor histórico, Miyazaki presenta un mundo ambientado en un período Sengoku nebuloso, un Japón en el siglo XVI castigado por la ambición de dominación de incontables señores de la guerra.

Pero este período tumultuoso le sirve a Miyazaki como mero encuadre en una narrativa que por primera vez confía en elementos más expositivos para presentar su relato. La aislada provincia de Ashina funciona como un nexo de unión entre el plano terrenal y el plano divino, con samuráis preparándose para la batalla o patrullando las murallas del imponente castillo, y apariciones fantasmagóricas resguardando los secretos inconfesables de una dinastía celestial. Es un relato implantado en los códigos de la época, que respeta y recrea las creencias de sus personajes para poblar su mundo con diferentes deidades, desde una serpiente gigante que horada las entrañas de la tierra hasta una carpa coloreada, también de tamaño descomunal, que reúne la adoración de los nobles más obsesionados con la temática que vertebra el título: la inmortalidad.

La senda del Shinobi

Antes de que Tokugawa Ieyasu ascendiera al poder, Japón pasó 150 años en constante ebullición, con guerras intestinas desangrando el país en un conflicto que parecía no tener fin. Las vicisitudes del siglo XVI han sido un terreno fértil para la literatura de ficción histórica, con personajes tan imponentes y avasalladores como Oda Nobunaga o Toyotomi Hideyoshi, invasiones más allá del archipiélago y enormes batallas, como la acaecida en Sekigahara, con cientos de miles de soldados luchando a sangre y fuego. En este período también se documentan por primera vez la intervención de ninjas o shinobis, agentes encubiertos dedicados al espionaje. Sus técnicas estimularon la imaginación de sus coetáneos y de una forma u otra pasaron a formar parte de un folclore que les asignó capacidades sobrehumanas.

Cargado de un simbolismo a veces impenetrable, el juego recoge una tradición milenaria para aportar un significado más profundo

Veinte años después de hacerse con el poder de la provincia de Ashina en un golpe de estado, Lord Isshin languidece a causa de una misteriosa enfermedad. Las fuerzas del Ministerio de Interior advierten la debilidad y preparan a sus ejércitos para el asalto, lo que lleva a su nieto, Genichiro, a secuestrar al heredero del linaje del Dragón, un joven noble con la capacidad de conferir el don de la inmortalidad. Sekiro, su guardián protector, sucumbe intentando impedirlo, pero su lealtad le permite alzarse de entre los muertos para cumplir su misión. Con un brazo prostético capaz de albergar una multitud de herramientas shinobi, asalta el castillo de Ashina para liberar a su señor sin advertir que todo tipo de fuerzas, divinas y terrenales, conspiran en su contra.

Si el sistema de combate de Dark Souls se sustentaba en una simulación del combate medieval, el de Sekiro lo hace en el arte de la tradicional espada japonesa. Todo gira en torno a la katana: golpes y desvíos calculados y en sincronía con el objetivo de romper la defensa del adversario, dejarlo desguarecido y poder asestar un golpe mortal. Es un sistema profundamente rítmico, basado en la rapidez de reflejos para maniobrar correctamente. La principal diferencia con los juegos anteriores de Miyazaki es que aquí el creativo quiere que el jugador, una vez iniciado el conflicto, se enfrente al enemigo en un duelo frontal, donde no se ofrece ningún respiro hasta que ha terminado. Estas condiciones han vuelto a generar un debate sobre los rigores de la dificultad o las barreras a la accesibilidad de los juegos de From Software, y si la visión artística de los creadores debería quedar comprometida en aras de alcanzar un público mayor. Incluso los veteranos de este tipo de juegos han tenido problemas por el cambio de ciertos elementos nucleares. Pero las consignas pretéritas siguen vigentes. Cada combate, aunque termine en fracaso, es un aprendizaje, un conocimiento valioso que llevar a la próxima ocasión. Solo en el último tercio, cuando se interponen los personajes más legendarios, sube exponencialmente la dificultad al exigir un desempeño casi perfecto para poder superarlos.

Iconografía budista

La principal diferencia con juegos anteriores de Miyazaki es que aquí el creativo busca un duelo mortal con el enemigo
Los amplios escenarios de Sekiro beben de los tesoros nacionales del país nipón. Por ejemplo, el fantástico castillo de Ashina parece recreado a partir del de Himeji, uno de los pocos exponentes de la arquitectura feudal que sobrevivieron al bombardeo aliado; y el templo Senpou toma como principal referente la atmósfera mística de Koya-San, la montaña sagrada al sur de Osaka donde el monje Kukai permanece en meditación perpetua desde el siglo IX. Pero todo el juego está enraizado en la tradición budista, con ciclópeas estatuas o figuras doradas presidiendo altares. Las imágenes de Buda permean cada espacio porque el propio relato gira en torno a las herejías que los hombres están dispuestos a cometer en su búsqueda de la vida eterna. Cargado de un simbolismo en ocasiones impenetrable, el juego recoge una tradición milenaria para aportar un significado más profundo a los conflictos internos de los personajes: el escultor que desecha cada imagen que talla por la ira que transmiten, el joven que carga con el don de la inmortalidad que corrompe a los hombres o Genichiro, capaz de cometer cualquier transgresión con tal de salvar su hogar.

Después de años asentados en la tradición narrativa occidental, Miyazaki y From Software utilizan un marco más cercano a ellos mismos para ofrecer una experiencia que redefine su estilo de juego. Un mundo fantástico para explorar, un sistema de combate que no hace concesiones en la firmeza de sus convicciones, un derroche de ingenio artístico capaz de conjurar imágenes muy poderosas, la evocadora banda sonora de Yuka Kitamura en estado de gracia, y un relato, más fácil de seguir que nunca pero al mismo tiempo con muchos niveles de lectura, que se sumerge de lleno en la religión budista para elaborar metáforas fascinantes. Un apartado técnico irregular, el reciclaje de ciertos elementos y una cámara poco colaboradora son las pocas pegas que se le pueden poner al nuevo triunfo de un gran creador.

@borjavserrano