Image: Vilariño o la indiferencia de los reptiles

Image: Vilariño o la indiferencia de los reptiles

Exposiciones

Vilariño o la indiferencia de los reptiles

Mar de afuera

27 abril, 2012 02:00

66°N (2), 2008

Círculo de Bellas Artes. Alcalá, 42. Madrid. Hasta el 8 de julio.

Esta es la primera exposición en Madrid desde que en 2007 recibiera el Premio Nacional de Fotografía. Manuel Vilariño la titula Mar de afuera, paisajes que sobrecogen como si la mirada guardase el temblor de una mariposa en vuelo.

Mar de Afuera o Mar de Fora es el nombre de una playa salvaje en la península de Finisterre pero es también una expresión con la que los marineros gallegos se refieren al océano, las aguas ya desprovistas del abrigo de las rías. Y es el título de esta exposición de Manuel Vilariño (A Coruña, 1952), la primera que hace en Madrid desde 2007, su mejor año profesional: recibió el Premio Nacional de Fotografía y representó a nuestro país en el Pabellón de España en Venecia. Su entonces comisario, Alberto Ruiz de Samaniego, vuelve a revisar su producción en los últimos años y nos propone una veintena de fotografías que reflejan, principalmente, la importancia que ha ido cobrando el paisaje en su obra.

Vilariño siempre ha sido un artista ensimismado, que ha ido a contracorriente en su ambición de crear imágenes trascendentes. La muerte le ha rondado durante décadas pero en tiempos recientes le ha embestido de pleno, con consecuencias visibles en su trabajo fotográfico y literario: acaba de publicar Ruinas al despertar, su primer poemario, clave para adentrarse en estas imágenes. Encontramos en ellas una profunda belleza en la desolación, un frío y lúcido pesar. No es sólo porque las fotografías se hayan realizado en Islandia y en la más abrupta costa gallega: el frío está en el ojo, que despoja el paisaje de cualquier elemento anecdótico para encontrar un equilibrio perfecto de piedra, aire y agua. Y el pesar se manifiesta también como peso, densidad de lo visible que produce nieblas impenetrables y aguas coaguladas.

Manuel Vilariño describe la fotografía como mirada que petrifica, algo especialmente evidente en la serie de "retratos" de aves que también forma parte de la exposición, realizada en los ochenta pero hasta ahora inédita. En los ojos de cristal de todos estos pájaros disecados -una ficción de vida que tiene algo de trabajo escultórico- se refleja una ventana que enlaza con la irrupción posterior de los exteriores. Esas pequeñas ventanas funcionan, casi inadvertidas, como "cuadro dentro del cuadro" que no representa más que un resplandor vacío, un más allá que, en la lógica del reflejo, se situaría a nuestras espaldas. El animal ha tenido una presencia importantísima en la trayectoria del fotógrafo, que se ha acercado a él espiando la manifestación simultánea de la virulencia y de la fragilidad de la vida. Aquí nos ha traído cuatro grandes fotografías en blanco y negro, completamente desenfocadas, de una mariposa, un búho, un hurón y un rinoceronte, a cual más impresionante. Son monumentales fantasmas, también inmóviles; sólo sombras preñadas de un simbolismo que no necesita apoyarse en los referentes culturales, aunque los tenga, sino que se concreta en la existencia inconsciente pero aguda del animal. En consonancia con los tintes chamánicos que recorren su obra, estas imágenes parecen representar sueños en los que el espíritu animal se manifiesta.

En uno de sus versos, Vilariño habla de la "indiferencia de los reptiles". Y podemos imaginar que los paisajes pedregosos que nos muestra son sólo transitados por solitarios lagartos. En ellos no hay, como he dicho, movimiento, pero transmiten la idea de destino o lugar hacia el que nos hemos encaminado y en el que hemos encontrado un límite. Es claro en la secuencia Montaña negra, nube blanca, que documenta un recorrido por unas cumbres islandesas, al amanecer. Y en el tríptico -por primera vez en su obra en cajas de luz- sobre unos icebergs "enlutados", que flotan en el silencio sobrenatural de una Laguna Estigia. O en los verticales acantilados de la Playa de las Catedrales, aquí casi irreconocibles y transformados en emblema de la intemperie que rehúsa la presencia humana.