Image: Urs Fischer, don de lenguas

Image: Urs Fischer, don de lenguas

Exposiciones

Urs Fischer, don de lenguas

Urs Fischer

4 diciembre, 2009 01:00

Noisette, 2009

Marguerite de Ponty. Comisario: Maximiliano Gioni. New Museum. 235 Bowery. Nueva York. Hasta el 7 de febrero.


Con un golpe seco, la lengua se asoma de pronto por un orificio toscamente abierto en la pared replegándose después con igual celeridad a su oscuridad inicial. Me tienta, por un momento, dejarme besar por ella, pero dudo que el New Museum neoyorquino me lo permita. Cerca, una media luna cuelga de un hilo de pescar. La luna es un cruasán con una mariposa posada sobre él. Si te inclinas podrías hincarle el diente, pero el efecto se resentiría. Además, no suelo andar por ahí comiendo obras de arte y menos dándome un pico con ellas. Y eso que, en Marguerite de Ponty de Urs Fischer, una exposición de chocante título (Marguerite fue un seudónimo del poeta simbolista francés Mallarmé) que llena todo el museo, si algo no falta es alimento para la mente. Fischer (1973), un creador suizo que reside en Nueva York, ha sido el primer artista en exponer en las tres plantas del museo desde su reapertura hace 18 meses.

La lengua y el cruasán -Noisette (2009) y Cupadre (2009)- habitan la segunda planta. Las paredes están cubiertas por un papel pintado de un tono rosa púrpura, un efecto que un crítico ha denominado "envoltura Rothko" pero que para mí no es más que "morado". Fischer apuntó con una cámara al techo y tomó una instantánea de los focos. En la imagen resultante, las paredes blancas muestran el color que describo, así que Fischer decidió revestir la sala con él. Ha incorporado también un falso techo rebajando la altura del espacio y cubriendo el techo real con la fotografía del original. ¿Me siguen todavía? Una parafernalia cara y compleja de montar para que, al final, la instalación titulada Last Call Lascaux (última llamada Lascaux) en alusión a las cuevas francesas que albergan las pinturas rupestres del paleolítico, acabe siendo poco más que un curioso jugueteo con el espacio. El único objeto en este espacio casi vacío es un piano de cola deformado. Fischer sacó un molde en látex de un piano auténtico, que luego rehizo con aluminio. Lo que vemos recuerda a una tienda de campaña mal plantada y nos hace pensar en el tema de Tom Waits The Piano has Been Drinking.

La planta inferior muestra un caso de embriaguez parecido, con un par de muletas balanceándose como dos borrachos al borde de la acera. Una muleta sin pata aparece inclinada: yo me la imagino vomitando en una cuneta. El efecto queda amplificado por las cajas forradas de espejo que llenan la sala. Cada una muestra la imagen sencilla de un único objeto: una cabina telefónica londinense, un zapato, el Empire State, trozos de queso, unas magdalenas, una vela, un mechero, una pera... Me esfuerzo por dar con el sentido de todo esto. ¿La caja de espejos del minimalismo encontrándose con los excesos del consumismo? Ya en los 60, el artista Michelangelo Pistoletto hizo cosas mejores con figuras serigrafiadas sobre espejo. Por mi parte, prefiero mil veces al Fischer más tosco, más rudo, a este pulcro proveedor de objetos brillantes para coleccionistas-urraca.

Ya sabemos que las comparaciones son odiosas, pero el arte de Fischer pone de relieve influencias de todo tipo y descuidadas correspondencias. Un vaciado rosa de una farola decorativa estilo Beaux-Arts se derrite como un lánguido invitado a un baile de disfraces que tuviera a Dalí como tema. Me recuerda a las inestables farolas de Martin Kippenberger, sólo que esas eran divertidas y las de Fischer, pura retórica. El espíritu tempestuoso de Kippenberger es, en efecto, uno de los que planea sobre la obra de Fischer. En 2007, el artista encargó a un grupo de trabajadores la excavación de un hoyo de dos metros y medio de profundidad en la galería de Gavin Brown en Nueva York, absteniéndose, deliberadamente, de notificarlo a su propietario. Tituló su obra You. Era una especie de tumba, una secuela tardía de una estratagema artística ya conocida, pero audaz y salvaje. Fischer moldea también cabezas a la manera de Bruce Nauman y ha perpetrado a lo largo de su carrera, que comenzó a mediados de los 90, una asombrosa variedad de obras.

De pronto, en la exposición, te topas con una obra tan mágica como confusa: una tarta suspendida a media altura sin ayuda de cualquier método visible de sujeción. Se trata de una tarta totalmente estúpida: redonda y banal, cubierta con una capa de cutre glasé rosa y adornos hechos con manga pastelera, cuelga sobre un asiento del metro neoyorquino atornillado a la pared de la sala, mantenida en alto gracias a un poderoso imán oculto en una bolsa de deportes.

Mucho menos convincentes son los gigantescos amasijos, las moles de metal que comparten sala en la última planta con la tarta. Ampliadas a partir de pequeños fragmentos de arcilla de modelar, han sido fabricadas en China con un aluminio grisáceo y enviadas de vuelta a los Estados Unidos, lo que no deja de parecernos demasiado esfuerzo para algo que, aparte de ocupar un montón de espacio, consigue poco más. Algunas de las piezas alcanzan el tamaño de un camión. Los críticos las han comparado con las esculturas figurativas de Willem de Kooning de los años 60, que comenzaron teniendo el tamaño de una mano ampliándose después hasta alcanzar dimensiones gigantescas. Pero la comparación es tan desproporcionada como esas plúmbeas enormidades de Fischer, cuya producción deja una penosa huella de carbono. Quizá él las quería inertes. Lástima: una de las cualidades del arte de Fischer es su vitalidad.

Hace una semana, durante una serie de conferencias en Toronto sobre la actual crisis económica y sus efectos sobre el arte, Richard Flood, del New Museum, anunciaba que los días de los megaproyectos artísticos se habían acabado. Los artistas de éxito ya no consiguen hacerse, como si tal cosa, con ayudas mensuales de 50.000 dólares -declaró Flood- y las mastodónticas instalaciones a precio de oro han dejado de ser viables en el contexto de sensatez y austeridad impuesto por las circunstancias actuales. Una tendencia que no parece que vaya con Fischer. A lo largo de los años, muchas de sus obras han dado muestras de un enfoque del tipo "haga y rehaga", artesanal y bricolajero; sin embargo, esta exposición es como un espectáculo de variedades venido, de repente, a más. Los gags siguen siendo bastante parecidos, pero el escenario es mucho mayor y más aparatoso. El New Museum tiene como misión la exposición de creadores jóvenes, pero muy pocos de ellos podrían en estos momentos competir con los parámetros de producción de artistas como Fischer. Muy pronto, puede que ni él mismo sea capaz de hacerlo.

Pero, espere el lector. En una escalera trasera vemos unas pequeñas piezas realizadas por Fischer en colaboración con el fabuloso artista alemán Georg Herold. Las esculturas son deliciosamente ridículas: unos breves accesorios luminosos cuyos tubos fluorescentes han sido sustituidos por un pepino y una zanahoria mantenidos en su sitio con ayuda de unas tiras de goma. Podría tratarse de un simple divertimento, pero las piezas tienen chispa e ingenio escultórico. Junto a ellas, vemos unas pequeñas escayolas de dedos agarrando una salchicha de Frankfurt de verdad. Crear cosas tan directas, tan bobas, tan encantadoras y tan divertidas exige talento, agallas y cara dura. Pero, ¿qué aportan?, se preguntarán. Puede que nada más que una carcajada resonando, edificio arriba, desde las escaleras.