Image: Manet entre los suyos

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Exposiciones

Manet entre los suyos

9 octubre, 2003 02:00

Música en las tullerías, 1862

Manet en el Prado. Museo del Prado. Paseo del Prado s/n. Hasta el 11 de enero. Prorrogada hasta el 8 de febrero de 2004.

Édouard Manet llega al Prado. A partir del lunes, 13 de octubre, el museo español acogerá una de las exposiciones más esperadas de la temporada . Ciento diez obras (cincuenta y ocho óleos e importantes dibujos y estampas), procedentes de los museos y colecciones más importantes del mundo y nunca vistas anteriormente en España, integran esta muestra del gran pintor frances, profundamente atraído por la pintura española. Se trata de la mayor exposición de cuantas se han dedicado al artista tras las grandes muestras de París y Nueva York de 1983.

Un día de finales de agosto de 1865, seguramente el jueves 31, hacia las 8 y media de la mañana, el pintor édouard Manet desembarcaba en la Estación del Norte, después de treinta y seis horas de viaje en tren desde París. El motivo de aquel viaje, por el que había arrastrado la fatiga, la falta de sueño y todas las incomodidades de un departamento de segunda clase, era su obsesión por contemplar, en el Museo de Madrid, la obra de Velázquez, "el pintor de los pintores", "la realización de mi ideal en pintura". En el Gran Hotel de París de la Puerta del Sol (que todavía existe, aunque ya no sea como entonces el mejor hotel de la capital), Manet se encontró, por un extraño azar, con el político y empresario de coñac Théodore Duret, que desde entonces se convirtió en uno de sus más íntimos amigos y en un apasionado coleccionista y crítico de arte. Juntos irían, al día siguiente, a visitar el Real Museo de Pintura y Escultura, entonces recién reformado, y la visita superó todo lo esperado. En una carta a Baudelaire, Manet le contaría con entusiasmo que había visto treinta o cuarenta cuadros de Velázquez, "todos ellos obras maestras". Al lado de Velázquez, "el más grande pintor que haya habido", Ribera y Murillo le parecieron "pintores de segundo orden". Con cierto exceso de celo, Manet declaró que junto al retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, el Carlos V en Möhlberg de Tiziano no era sino "un maniquí sobre un caballo de madera". En cambio apreció la obra de El Greco, y elogió a Goya como el segundo después de Velázquez, al que a veces imitaba demasiado. Estos y muchos otros detalles fascinantes de la visita de Manet a España, algunos de ellos desconocidos hasta ahora, han sido reconstruidos minuciosamente por Gudrun Möhle-Maurer en un espléndido texto del catálogo de la exposición que se inaugura ahora en el Prado.

Con ella, por fin, el visitante más apasionado y más excepcional que haya tenido el Museo del Prado regresa a él, ya no como espectador, sino como pintor. Pero hay que despejar un posible malentendido. Esta no es una reedición, ni una secuela, de la reciente exposición Manet / Velázquez en el Metropolitan de Nueva York (y antes en el Musée d"Orsay) que ha revisado exhaustivamente el impacto de la pintura española en el arte francés del siglo XIX, confrontando a Velázquez, Murillo, Ribera, El Greco, Zurbarán y otros con sus "discípulos" franceses: Delacroix, Courbet, Millet, Degas, y especialmente Manet. La exposición comisariada por Manuela Mena no es otra exposición sobre Manet y la pintura española, aunque, teniendo lugar en el Prado, la relación se plantee, inevitablemente, a cada paso. Se ha preparado, eso sí, un gesto de homenaje. Como un preludio a la exposición propiamente dicha, se han colgado en la galería central pinturas de Velázquez, Ribera, Murillo y Goya y junto a ellas, acogidas con todos los honores, cuatro telas de Manet. Entre ellas está El pífano, evocación del retrato velazqueño del bufón Pablo de Valladolid, que para Manet era quizá "el trozo de pintura más asombroso que se haya hecho jamás", y El Balcón, inspirado las Majas en el balcón de Goya, con esos personajes de miradas divergentes, absortas, incomunicados entre sí, que plantean tantos enigmas al espectador.

Manet en el Museo. ¿Qué sería Manet sin el Museo? Un brillante ilustrador de la vida moderna, pero nada más. Sus mayores provocaciones, como el Almuerzo en la hierba (nutrido del El juicio de Paris de Rafael y el Concierto campestre de Tiziano) y la Olimpia (homenaje algo perverso a la Venus de Urbino de Tiziano) (dos obras que, por cierto, no han podido venir) no son sino arriesgadas incursiones en el Museo. Desde hace un siglo, Manet ha sido víctima de su anexión a la generación de los impresionistas (con los que tuvo una relación fecunda pero nunca exenta de cierta distancia, en la última década de su vida) y de este modo hemos terminado viendo en él sólo a un pintor de manchas, que desprecia el tema y la composición, y destruye con cierta brutalidad la ciencia del claroscuro para exaltar el carácter plano de la tela como la máxima virtud de la pintura. Pero si Manet fue un revolucionario lo fue, en alguna medida, a su pesar. Su modernidad no nace de la ficción de ignorar que haya habido otros pintores antes que él, sino del afán de medirse con los habitantes del Museo sin renunciar a sí mismo y a su tiempo. Su empeño es una lucha denodada con los maestros antiguos, una lucha como la de Jacob con el ángel, que le consagra incluso cuando sale derrotado. Como Degas o Whistler, compañeros suyos de generación, se lanza a una ambiciosa revisión de toda la tradición pictórica europea. Incluida la línea más clásica desde Rafael en adelante. E incorporando otras tradiciones más o menos relegadas por la Academia: Tiziano y Venecia, Rembrandt y Holanda y, por supuesto, Velázquez y la tradición española.

Instalada en las galerías que dan al Jardín Botánico, donde habitualmente está colgada la obra de Goya y la pintura del siglo XVIII, la exposición sigue un itinerario cronológico y se divide en las etapas más o menos previsibles. Los inicios. "España antes de España", es decir, los temas españoles pintados por Manet antes de su visita a nuestro país (donde destacan Victorine Meurent en traje de espada o El torero muerto). En un aparte excepcional, se han colgado dos versiones del Fusilamiento del Emperador Maximiliano junto a los fusilamientos de Goya (Malraux decía del Maximiliano de Manet: "es el Tres de Mayo de Goya, menos su significado"). Más tarde, la atención a la vida parisiense, con la espléndida Música en las Tullerías. La obra de Manet se ha dispuesto ignorando la diferencia entre pinturas, dibujos y estampas, puesto que una característica de la modernidad manetiana es la nivelación de los diversos medios artísticos.

Aunque no se pueda reducir, como digo, la obra de Manet a su relación con los impresionistas, quizá este último momento de su carrera sea el más seductor, el más brillante para nosotros. Con obras maestras como El ferrocarril, un cuadro que desconcertó a la crítica de la época, o En el invernadero, donde Manet parece desdecirse de la disolución impresionista con una precisión fría y fascinante. Y sobre todo, El Bar del Folies Bergère, juego de espejos que debe tanto a Las Meninas, cuya camarera, armada para seducir a nuestros cinco sentidos, con todos los colores, aromas, sabores y texturas, se nos ofrece como la propia pintura de Manet, como una bella esfinge, sin perder nada de su distancia enigmática, inaccesible.