Image: Lucio Muñoz, de la materia a la luz

Image: Lucio Muñoz, de la materia a la luz

Exposiciones

Lucio Muñoz, de la materia a la luz

12 septiembre, 2002 02:00

Obertura natural para J.F. Guerra, 1991

Marlborough. Orfila, 5. Madrid. Hasta el 11 de octubre. De 450 a 72.300 euros

Entre lo concreto objetivo y las sugestiones de lo abstracto, entre los valores sensuales de la materia y las facultades de la mirada, en una trayectoria que va de la sombra a la luz, nos encontramos con la obra viva de Lucio Muñoz (Madrid, 1929-1998), uno de nuestros informalistas de personalidad más fuerte que interesa especialmente ahora, cuando tantos pintores jóvenes sitúan su práctica en esos mismos espacios confinantes en que la representación se afronta "de manera lateral", fundiéndose figuración y abstracción.

En realidad, Lucio Muñoz nunca dejó de ser pintor "de figuraciones", próximo a la poética de lo cotidiano cultivada por su círculo de íntimos: el de su mujer, Amalia Avia, y sus amigos Antonio López y los hermanos escultores Paco y Julio López Hernández, a los que conoció en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Con todo, a partir de los meses de su primera estancia en París (1956), su proceso cambió de dirección y sus paisajes y bodegones anteriores perdieron importancia como motivos, cediendo el protagonismo a una doble estructuración del espacio plástico: la estructura matérica (utilizando la madera como material pictórico) y la estructura geométrico-constructiva (desarrollando su instinto de constructor). Este nuevo concepto de lo pictórico hizo que los asuntos se metamorfosearan y quedaran mermados por el proceso de ejecución, pero permaneciendo en el cuadro en trance de desaparición.

Una capa de melancolía acolcha la carga expresiva que alienta en los seis cuadros de los años 50 y 60 que en esta retrospectiva se han reunido, junto a otras dos series mucho más gozosas, las de los paisajes esmeralda y las arquitecturas realizadas en las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, la singularidad y el dramatismo de aquel proceso inicial (sobre todo, la manera brutalista de entallar las formas sobre las maderas y de crear texturas atormentadas mediante raspados, roturas, incisiones y quemados) resultan de una viveza conmovedora. Es como si aquel universo espeso, sórdido y oscuro, de imágenes laceradas y de degradaciones materiales, formara aún parte de nuestra actualidad. La dialéctica que se establece entre representación de formas de la naturaleza orgánica y plasmación del puro espacio pictórico en cuadros tan rotundos como Una apariencia corpórea (1969), o el refinamiento raro en el color que se impone sobre las mismas gamas sucias de composiciones tan severas como Gris sobre tabla (1959), siguen dando el latido directo del concepto grandioso y de la sensibilidad exquisita de Lucio Muñoz.

A partir de los años ochenta, en la plenitud del artista, su memoria sensitiva lo lleva a retomar motivos y referentes de paisaje, arquitectura y estructuración bodegonista, logrando el encastre perfecto entre lo figurativo, lo matérico y las imágenes-signo. Su misma perfección transporta la obra a los dominios de lo onírico, surreal o meta-figurativo. Sobre esas composiciones estratégicas se impone una limpia aclaración del colorido, que alcanza en los años finales una luminosidad extraña, interior y reflejada a la vez, como de diamante. Se trata de un color-luz inconfundible y de ahora mismo, nunca repetido, que reafirma la vigencia y la categoría de una personalidad capital y decididamente especial.