
Vista del pabellón Barcelona. Foto: © Marcela Grassi/ Fundación Mies van der Rohe, Barcelona
Todos los escritos del arquitecto Mies van der Rohe: pilares de palabras, gramática de acero
La reciente publicación de sus 'Textos completos, 1922-1969' revisita el legado del maestro alemán desde una perspectiva novedosa: la escritura.
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Hay quienes leemos la vida por terceros, pongamos por caso a Ludwig Mies van der Rohe. Entre su nacimiento, 1886, y su muerte, 1969, nos lo han contado todo: que se cambió de nombre; que dirigió la Bauhaus; que traicionó a sus mujeres, a sus jefes y hasta a sus clientes; y que en Europa, primero, y en América, después –donde se refugió de la Segunda Guerra Mundial–, transformó para siempre la arquitectura moderna.

Textos completos, 1922-1969
Mies van der Rohe
Edición y traducción de Moisés Puente Rodríguez. Puente Editores, 2024. 392 páginas. 25,90 €
La elocuencia de su pabellón de Barcelona o su edificio Seagram en Nueva York es tal que de su propia boca nos hemos contentado con un cliché, “menos es más”, casi nada. Pero ni el eslogan era suyo, sino de su maestro Peter Behrens, ni nuestro hombre era ágrafo o mudo, solo lacónico, como demuestran las 390 páginas de Mies van der Rohe: textos completos 1922-1969 (Puente Editores, 2024), un compendio de todo lo que escribió, conferenció y chatarreó el alemán, asunto no tan menor, como se verá.
El editor, Moisés Puente, ha emprendido una necesaria puesta en limpio de Mies, tras años de publicaciones dispersas y traducciones discutibles. Conviene decirlo: la sustancia y extensión de estos 108 escritos, muchos de ellos inéditos en nuestro idioma, es dispar, desde las 30 palabras dedicadas a Paul Klee a las 36 páginas de entrevistas con George Danforth, un antiguo pupilo.
La etapa alemana, de lejos la más rotunda –había que hacerse un nombre en el Berlín de 1920–, apenas ocupa una cuarta parte del volumen, mientras que en el exilio estadounidense menudean las entrevistas, otra forma de decir que el último Mies venía con la fama puesta y subcontrataba con gusto la palabra.
Así, estos textos, que jamás se pensaron de manera unitaria, son manjar de completistas, lo que no implica que el lector ocasional no encuentre a qué aferrarse.
Por mucho que Mies carezca del atractivo demagógico y literario de Le Corbusier, el patrón oro en estos lances, es un maestro del aforismo, lo que termina por hacerle más contemporáneo. La lectura del conjunto permite apreciar a nuestro protagonista como consumado antólogo de sí; habría sido un tuitero ejemplar hasta por su inveterada tendencia a la repetición: “No conocemos ningún problema de forma, solo problemas de construcción” (1923, 1924, 1927, 1952…); “No quiero ser interesante, quiero ser bueno” (1955 y 1966); “Acepto cualquier color, con tal de que sea blanco o negro” (1959); “Si fuera subjetivo, sería pintor, no arquitecto” (1961 y 1964) o “No es necesario ni posible inventar una nueva arquitectura cada lunes por la mañana” (1960 y de manera ligeramente distinta en 1964).
La lista es interminable, ya lo ven, aunque destaca una frase que dijo muchas veces, de muchas maneras, en alemán e inglés y del principio al final de su vida: “La arquitectura es la voluntad de una época traducida al espacio”. Vamos a pararnos aquí.

Interior del pabellón Barcelona. Foto: © Marcela Grassi/ Fundación Mies van der Rohe, Barcelona
Con esa voluntad de época –así tituló un texto de 1924–, Mies se preguntaba cómo su tiempo, la primera era de la máquina, habría de determinar su oficio. El arquitecto respondió con una gramática esencial de vigas, pilares y muros. En la cabeza de Mies, la propia construcción sin aderezos era el significado de la obra, una prolongación natural de la sociedad en la que le había tocado vivir.
En consecuencia, si sus proyectos se parecían entre sí es porque se componían a partir de un número muy restringido de elementos, porque al sublimar la estructura como espacio y forma a la vez, el edificio como pieza carecía de importancia: una arquitectura sin retórica.
El mundo está plagado de imitadores mediocres de Mies sin un ápice de su refinamiento o de su rigor
Bueno, no exactamente: “La palabra arquitectura es terrible. En Alemania tenemos una palabra maravillosa: Baukunst… compuesta de Bau (construir) y Kunst (Arte), que es solo un refinamiento de ese construir, nada más”. (8 repeticiones entre 1958 y 1964.)
Por supuesto, ese quitarse importancia es exagerado, como si un matemático fuese poco más que alguien que echa cuentas. El mundo está plagado de imitadores mediocres de Mies sin un ápice de su refinamiento, su rigor, o de clientes que costeen sus ónices y sus perfiles de bronce.
Bien mirada, la suya es una extraordinaria historia de superación y arrianismo que convirtió al hijo de un cantero de poco más de 30 años en piedra angular de la modernidad, a lo que contribuyeron en buena medida su ojo portentoso y una prodigiosa voracidad cultural.
Astuto, Mies no desvela su misterio en estas páginas –“No hablar demasiado de arquitectura”, anota en 1949–, y hasta desdeña cualquier parentesco con el arte: “[la influencia de De Stijl en mi obra] Es una absoluta tontería… Me gusta Van Doesburg, pero no es que sepa mucho de arquitectura”.
Esa franqueza deja momentos viperinos, sobre todo en la entrevista final con Dirk Lohan, su nieto. ¿Philip Johnson, su gran valedor en Estados Unidos? “Fisgoneaba en mis obras y copiaba los detalles”. ¿Y el historiador Lewis Mumford, crítico del New Yorker? “No le gustaban mis edificios para sus ciudades y, francamente, a mí no me gustaban sus ciudades para mis edificios”.
También hay, por qué no, ternura. Cuando en 1906 fue a conocer a sus primeros clientes, los Riehl, le recomendaron que llevase una levita y no se le ocurrió otra cosa que combinarla con una corbata de color amarillo chillón, “completamente fuera de lugar”. Si fue la última o la primera vez que lo estuvo, quién sabe. Tenía 21 años.
Incluso entre tanta sentencia y tanta severidad hay rendijas por la que se cuela la persona. ¿Cabe la posibilidad de que escriba su autobiografía, señor Mies? “No, me aburre”