Diseño de Rubén Vique

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Arte

El fotomatón cumple 100 años: así lo han usado los artistas, de Andy Warhol a Gillian Wearing

El invento de Anatol Josepho democratizó el retrato fotográfico y, al margen de sus usos policiales, se convirtió en herramienta artística.

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Las claves

El fotomatón, inventado en 1925 por Anatol Josepho, revolucionó la fotografía automatizada y fue un éxito comercial.

El fotomatón se convirtió en un medio artístico, utilizado por surrealistas como André Breton y artistas contemporáneos como Andy Warhol.

A lo largo de los años, el fotomatón ha servido para explorar temas de identidad, autorretrato y performance.

La máquina sigue inspirando a artistas que juegan con sus limitaciones y su formato secuencial para crear obras innovadoras.

Hace un siglo, en septiembre de 1925, Anatol Josepho, fotógrafo cosmopolita de origen siberiano, instaló en Manhattan sus tres primeras cabinas de fotos automatizadas, el Photomaton: 25 céntimos y ocho minutos de espera con recompensa de ocho fotografías. El éxito del dispositivo fue tan descomunal que ya en 1927 vendió su explotación en Estados Unidos por un millón de dólares.

En 1928, el fotomatón llegó a París. Entusiasmado por su paralelismo con la escritura automática, André Breton lo calificó de “sistema de psicoanálisis a través de la imagen” y lo puso al servicio de la cohesión del grupo surrealista al invitar a sus componentes y adláteres a mirarse, sin intermediario, en esa cámara sorpresiva.

De ese desfile nació la primera utilización artística del fotomatón: el célebre collage de retratos con ojos cerrados que rodean, como en sueños, un cuadro de Magritte con las palabras “No veo a la mujer escondida en el bosque”, reproducido en el último número de La Révolution Surréaliste.

Sus ecos llegan hasta hoy. Rafael Soldi, peruano, homosexual y migrante, asimiló en 2018 el fotomatón a un confesionario, a un refugio para la introspección: en Futuros imaginados se autorretrató repetidamente también con los párpados cerrados, visualizando las derivas vitales que podrían haberse abierto en otras circunstancias.

Y Susan Hiller, con la serie Medianoche, de los años ochenta pero claramente en la estela surrealista, se adentró furtivamente en fotomatones donde apenas veía qué imágenes produciría; luego, recubriría las borrosas efigies, ampliadas y sobrepintadas, con una escritura automática que llamó “marcas criptolingüísticas”.

María Tinaut: 'Photo Booth self portraits (Babe’s bar, Richmond, Virginia)', 2015-2018. Foto: María Tinaut

María Tinaut: 'Photo Booth self portraits (Babe’s bar, Richmond, Virginia)', 2015-2018. Foto: María Tinaut

Frente al predominante uso actual —obtener fotografías identificativas para documentos que nos someten a control policial—, durante décadas el fotomatón, aparte de fabricar retratos para las clases populares que no podían permitirse acudir al estudio profesional, tuvo fines recreativos, lúdicos.

La cortina que ocultaba su interior propició una libertad inédita. Ya en los cincuenta, los almacenes Woolworth retiraron ese cierre porque algunos clientes, a menudo mujeres, lo aprovechaban para fotografiarse desnudas.

Y así, sin ropa, hizo posar Richard Avedon a Marilyn Monroe en el conjunto de retratos, “25c a Celebrity”, que hizo por encargo de la revista Esquire, en 1957, con un fotomatón instalado en su estudio. Antes que él, el fotógrafo Willy Michell tuvo en el suyo uno de aquellos primeros fotomatones franceses, en cuya cabina posó, a partir de 1928 y durante más de dos décadas, junto a le tout Paris.

Se conservan centenares de esos retratos dobles que presagian el coleccionismo de selfis con famosos y provocan cierta incomodidad por la excesiva cercanía de su rostro al de los modelos y por su actitud un tanto vampírica.

Vito Aconcci: 'Photomatic Enunciation Piece (“Anything Goes”), 1969. Foto: The Horace W. Goldsmith Foundation Gift, through Joyce and Robert Menschel, 1994 © Vito Acconci

Vito Aconcci: 'Photomatic Enunciation Piece (“Anything Goes”), 1969. Foto: The Horace W. Goldsmith Foundation Gift, through Joyce and Robert Menschel, 1994 © Vito Acconci

Y es que no se cabía: el fotomatón estaba diseñado para un solo usuario. Pero enseguida se popularizaron los retratos de grupo, que reforzaban la identidad del mismo, o de pareja. Allí también se sellaban visualmente relaciones prohibidas: las de amantes clandestinos, sobre todo homosexuales, que encontraron en él un espacio a salvo de denuncias policiales y reprobación social. En ese mínimo cuarto, semiprivado, pudieron también expresar su amor y su deseo, tal y como lo reflejaron Elmgreen and Dragset en la escultura Photo Booth (2004).

Con semejantes tintes, no es de extrañar que Andy Warhol se sintiera atraído por el fotomatón, que tan bien encajó en sus estrategias de mecanización de la imagen y de monumentalización de la cultura popular. En 1963 publicó en Harper’s Bazaar unos retratos realizados en fotomatones y, al año siguiente, hizo peregrinar a la coleccionista Ethel Scull de uno a otro hasta encontrar el que le daba mejor contraste; con las fotos así obtenidas produjo un retrato múltiple, en serigrafía, que marcó una cesura en su retratística. En esos momentos hizo además, a partir de tiras de fotomatón, autorretratos con los que subrayó su propia categoría de icono. Durante unos meses hubo un fotomatón en The Factory; luego se decantó por las polaroids.

El ejemplo de Warhol fue seguido en los sesenta por otros artistas que experimentaban en el género del autorretrato con una hibridación de fotografía y pintura. Francis Bacon pintó deformantes retratos y autorretratos con esas fotos automatizadas como modelo, y Gerhard Richter, en numerosas obras, usó fotografías de pasaporte para pintar retratos, únicos o múltiples, en blanco y negro: el primero de este tipo es el del galerista Alfred Schmela, de 1964.

Arnulf Rainer intervino directamente las ampliaciones por él realizadas a partir del fotomatón en los inicios de su serie Face Farces, con una mímica espasmódica y brochazos gestuales. Al tiempo, Katharina Sieverding, en el proyecto Maton, usó como estudio la cabina que había en la puerta del club donde trabajaba: allí se gestaron su larga exploración del autorretrato y su primera gran obra, Stauffenberg-Block, con grandes ampliaciones, solarizadas y teñidas de rojo, en las que homenajeaba al oficial que intentó asesinar a Hitler en 1944.

El autorretrato está muy relacionado con cuestiones sobre la identidad, y el fotomatón ha sido en ese campo un pequeño gran laboratorio de pruebas. Todo el influyente trabajo sobre los disfraces de Cindy Sherman tiene su origen en un fotomatón donde posó en el papel de Lucille Ball (1975) pero, antes que ella, Lee Godie, artista outsider que vivía en las calles de Chicago, se caracterizaba de mil maneras en el que había en la estación de autobuses, retocando después las fotos —un conjunto sobrecogedor— con bolígrafo y color. Como en su caso, son la repetición/acumulación y la sucesión más o menos pautada las que documentan o construyen la identidad cambiante.

Artistas como Verdi Yahooda, ya desde los setenta, o Tomoko Sawada, Anne Deleporte y Juan Pablo Echeverri, desde los noventa, han sido fieles al fotomatón, con el que han cuestionado convenciones sociales y han ejercitado la autodramatización duracional.

Detalle de 'Autorretrato en el tiempo', de Esther Ferrer. Foto: 1 Mira Madrid / 2 Mira Archiv

Detalle de 'Autorretrato en el tiempo', de Esther Ferrer. Foto: 1 Mira Madrid / 2 Mira Archiv

Con voluntad más conceptual, Esther Ferrer realizó en 1973 unos collages titulados Antigua, con unos autorretratos de fotomatón, modificados, que retomaría en obras posteriores para analizar el efecto del tiempo sobre el rostro y la personalidad. La ocultación tras la cortina favoreció desde el principio la “actuación” del modelo, algo que deriva en los usos performativos de la máquina a partir de los años sesenta. Vitto Acconci, en lo que llamó “pieza de enunciación fotomática”, cantó Anything Goes de Cole Porter en un fotomatón, dejando que la cámara entrecortara su extremada vocalización.

Pero quizá la gran entrada del fotomatón performativo en la escena artística tuvo lugar en la Bienal de Venecia de 1972, cuando Franco Vaccari instaló uno con indicaciones para que los visitantes se autorretrataran e instalaran las tiras en la sala. Al año siguiente, con similar carácter de “happening fotográfico”, Carlos Serrano y Pablo Pérez Mínguez, en la exposición Juegos cerrados, llevaron una de estas máquinas a la Sala Amadís y, en 1993, Eduardo Arroyo tuneó otra para que los asistentes a su muestra Retromatón en la galería Gamarra y Garrigues obtuvieran por una moneda un “retrato” en silueta negra firmado por el artista.

La cámara del fotomatón no se mueve y el espacio que abarca es siempre el mismo. Pero ha habido quienes han desafiado esas limitaciones mediante el movimiento del sujeto y el juego con la fragmentación que impone el encuadre. Jared Bark hizo desde 1969, en Nueva York, toda una investigación sobre estas cuestiones formales. Sus composiciones crean nuevas figuras, rotas y rehechas, o llegan al minimalismo fotográfico al centrase en la cabina vacía, el fondo y las luces, al bloquear el objetivo o al pegar a él la espalda.

Algo similar hizo, después, el francés Alain Baczynsky y, en tiempos más recientes, la española María Tinaut, quien ha utilizado mucho el fotomatón de manera no convencional y también ha aprovechado el formato de secuencia vertical para crear narraciones menos biográficas que “metavisuales”, a veces de aire cinematográfico.

En efecto, esta máquina ha fijado también unos estilemas. La secuencialidad, el formato de busto, la frontalidad y la inexpresividad que se requiere de los retratos identificativos han tenido ecos artísticos. Así, Thomas Ruff, en aquellos primeros retratos de los ochenta que le valieron la fama emulaba la “estética fotomatón” a gran escala.

Y en una de sus obras más conocidas, Album, de 2003, Gillian Wearing se enmascaró para reconstruir un autorretrato adolescente de fotomatón; en ella confluyen algunas cuestiones ya expuestas como la teatralización o la identidad cambiante, y nos lleva a todos los que tenemos unos años a recordar esa vieja foto en la que nos vemos muy solos y anormalmente graves ante el mudo robot fotográfico.