Imagen | Una bienal de guerrilla llamada 'Aragon Park'

Imagen | Una bienal de guerrilla llamada 'Aragon Park'

Arte

Una bienal de guerrilla llamada 'Aragon Park'

De Almudena Lobera a Miguel Ángel Tornero, de Tamara Arroyo a Marlon de Azambuja, 20 artistas instalan su trabajo en un edificio abandonado de Madrid

20 julio, 2020 18:20

Imaginen un espacio de 28.000 m2, salas infinitas en las que trabajar y cientos de materiales al alcance de la mano. Imaginen, también, una gran ruina de nuestro tiempo, un ambicioso edificio de oficinas de presupuesto utópico para los que trabajamos en el mundo de la cultura (22 millones de euros). Y, por último, recuerden la crisis de 2008 e imaginen, sin mucho esfuerzo, su destino final: una obra a medio construir. Este edificio existe. Veinte artistas lo han rescatado del olvido y transformado en una bienal espontánea situada entre hoteles próximos al aeropuerto.

Aragon Park es una muestra coral, un espacio desmantelado en el que experimentar sin presión (a excepción de la propia del inmueble, que no es poca), sin pre-proyecto, presupuesto, ni restricciones de seguridad. Tras meses de encierro y con una agenda expositiva todavía a medio gas, todos los participantes han echado el resto en intervenciones de distinto calado de las que salen airosas las que subrayan el contexto que las acoge.

Almudena Lobera: 'Idle Screens', 2020

Algunos de ellos han continuado en la línea del trabajo que ya les conocíamos, como Tamara Arroyo (Madrid, 1972) y su Pura calle, que pudimos ver hasta enero en la galería NF. Llevó entonces a la sala detalles de la ciudad que descubría en sus paseos y comenzó a trabajar con cerámica. Vuelve sobre este material en Aragon Park creando con él un nuevo orden contemporáneo con el que transforma las estructuras tubulares del edificio en columnas industriales.

Un elemento constructivo sobre el que también trabaja Valeria Maculán (Buenos Aires, 1968), recuperando la figura de las cariátides en sus lonas pintadas con cinta aislante. Aunque donde su intervención se hace más armónica es en el bosque de elementos verticales, a modo de templo griego, que ha instalado en una de las primeras salas, junto a la entrada, con el que consigue que el orden se imponga sobre el caos del entorno. Tiene algo de musical, como el móvil escultórico de Cristina Mejías (Jerez, 1986) situado en un impresionante hueco del ascensor. Sus formas sinuosas y el movimiento son hipnóticos. También las figuras curvas y elásticas a las que recurre Jimena Kato (Lima, 1979) con frecuencia, aquí manipulando delgados tubos de PVC negro engarzados como si se tratara de una cadena que cuelga en altura de las escaleras.

Dar el do de pecho

Entre lo más sobresaliente, Clara Sánchez Sala (Alicante, 1987), con una sutil intervención en la parte alta: La luz esculpe al viento en la cortina. Viste los desnudos vanos de las ventanas con telas a modo de cortinas, domesticando el espacio y creando una cadencia cromática que va del rojo al rosa, el amarillo y el blanco. Se mecen al capricho del viento recreando una especie de amanecer y atardecer en el que el sonido se convierte en un elemento más. Otra artista que trabaja sobre las ventanas, es Almudena Lobera (Madrid, 1984) en Idle Screens, una pieza impecable. Recrea una arquitectura apoyando uno sobre otro los marcos de las ventanas, como si se tratara de módulos de oficinas (aquellos a los que originalmente estaba destinado el edificio). Lobera utiliza con frecuencia el motivo de la ventana, a modo de interfaz, preocupada siempre por lo real y lo digital. Viste además las molduras con mallas azules para recalcar esa corporeidad de pantalla "sin señal".

Miguel Ángel Tornero: 'Nueva capa a partir de fondo', 2020

Y otra artista que da el do de pecho es Ángela Jiménez Durán (Madrid, 1996) quien, recién salida de la universidad, ha trasformado su habitación en una ruina atemporal en la que combina materiales con soltura, montañas de fibra de vidrio con escayola, bidones forrados de papel de plata, barro, arena y agua...

Lo real y lo digital afloran de nuevo en el trabajo de Miguel Ángel Tornero (Baeza, 1978) que crea en Nueva capa a partir de fondo un trampantojo en el que ambos territorios se confunden. Introduce varios paneles de foam en los que una retícula gris nos hace pensar sobre lo que vemos. ¿Qué hay de real en todo esto? ¿Es una imagen retocada con Photoshop? Hábil siempre en el tratamiento del espacio y con dar con los puntos de vista adecuados, muy cerca de sus piezas hay otra sorpresa: Esther Merinero (Madrid, 1994), una escultora a tener en el radar. Ha forrado escombros y materiales con telas que se anudan y abrazan de una manera que se hace inevitable recordar las esculturas blandas de Dorothea Tanning.

Pieza de Esther Merinero

Es difícil separar la obra de Rafa Munárriz (Tudela, 1990) y Christian Lagata (Jerez, 1986) de este mastodóntico entorno. Munárriz trabaja siempre con materiales industriales –cierres, vigas, mallas– que en este caso pierden la fuerza que tienen en el cubo blanco. Algo parecido a lo que ocurre con las intervenciones de Christian Lagata, que acude con acertada fotogenia a los materiales de desecho. Marlon de Azambuja (Porto Alegre, 1978), siempre atento a las transformaciones de la ciudad, sus heridas y fracturas, ha transformado en habitación roja toda una inmensa nave con peanas hechas a base de losetas que muestran objetos de naturaleza diversa pintados con este mismo color -madera, botellas, sifones- a modo de procesión. Y Keke Vilabelda (Valencia, 1986) ha transformado su espacio en una impoluta sala de exposiciones en la que muestra las propias texturas del lugar a través de frottages y collages.

En los oscuros fondos

En el sótano, a oscuras y esquivando los agujeros, la instalación sonora de ACCA (Andrea Covas y Carmo Azeredo) lo invade todo y favorece el trance a otro estado. Lleva a un coche quemado y abandonado que ya estaba allí y a dos piezas que tienen algo de las esculturas modulares de Charlotte Posenenske. Javier Montoro (Madrid, 1993) forra un trozo de conducto de climatización con gresite, y Alfredo Rodríguez (Madrid, 1976) lo utiliza como soporte monolítico para los experimentos fotográficos con el cuerpo a los que nos tiene acostumbrados. Una pena que en la penumbra cueste apreciarlos, aunque es algo que el artista ha buscado intencionadamente. Y abajo del todo, Marlon Azambuja (de nuevo) crea un dibujo con la cera de las velas que se han ido consumiendo.

Intervención de Marlon de Azambuja. Foto: Marina Fernández Ramos  

Imaginen otro lugar en Madrid como este donde poner al límite la instalación de esta manera. No lo hay. Bravo a todos los artistas por mantener el nivel y regalarnos esta dosis de frescura. No dejen de mirar al suelo si les visitan (hasta finales de julio).

@LuisaEspino4