Publicada

Hay algo especial en el valle de Atxondo. Cuando dejas atrás las poblaciones de Elorrio y Apatamonasterio, todo se vuelve de color verde. Las montañas dominan la vista de postal y el silencio solo se ve disipado por el cencerro de alguna vaca. Pero algo sucede en este valle, en concreto, en la localidad de Axpe.

Apenas unas cuantas casas y miles de gastrónomos llegados de, literalmente, todas partes del mundo. Muchos vienen a disfrutar al asador considerado como el segundo mejor restaurante del mundo por los 50 Best, Etxebarri. Pero desde hace un tiempo, otros tantos completan el viaje con otros dos lugares, Mendi Goikoa y Txispa.

Del segundo es del que hablaremos hoy, el caserío vasco de Tetsuro Maeda, un japonés carismático que se pasa el día riendo y feliz en su cocina. Es el alma mater de un proyecto muy especial, un lugar único.

El asador japonés que piensa en vasco

Tetsuro no te vende humo, te enseña el fuego. Once años en Etxebarri dejaron un poso claro, como el dominio absoluto de la brasa, un respeto quirúrgico al producto y una manera de entender la cocina a la que le sobran los discursos grandilocuentes.

En mayo de 2023 encendió Txispa en un caserío del mismo valle y, en solo seis meses, llegó la estrella Michelin. Un año después, su nombre se colaba en la lista extendida de The World’s 50 Best, en el puesto 85. Ha sido reconocido entre los mejores chefs del mundo. Pero cuando le preguntas por eso, se encoge de hombros y sonríe.

El chef nació en Tokio en 1984, se crió en Kanazawa y aterrizó en Euskadi en 2011. Pasó por Alameda, en Hondarribia, y al poco entró en Etxebarri. Allí fue mano derecha de Bittor Arginzoniz durante más de una década. De hecho el nombre incluso es un homenaje a su mentor. "Mi maestro decía: 'falta txispa', recordando que cada plato necesita esa esencia que lo eleva", explica.

La huerta, los fermentos y el fuego

En Axpe ha levantado un pequeño universo donde el fuego y la huerta conviven como si fueran uno. “Si yo hubiese llegado a este caserío hace 400 años, ¿qué haría? Sin Amazon, sin proveedores… cocinar con lo que da el entorno y con el conocimiento que traigo”, nos contó. Esa es la pregunta que guía todo lo que hace.

Justo al lado del restaurante, a los pies del monte Anboto, tiene una hectárea de terreno justo al lado del caserío le da casi la totalidad de las verduras que usa. “Hasta el 97% de las verduras salen de nuestra huerta. Lo que no va al pase termina en misos, encurtidos o vinagres.” Todo tiene segunda vida, nada se desperdicia.

El comedor, instalado en una casa con más de 400 años, respira calma bajo techos altos con luz tenue. Desde las mesas se ve la cocina abierta, donde Tetsuro y su equipo trabajan con precisión japonesa y alma vasca. De hecho, algunos de los pases del menú se toman allí.

“Tenemos dos hornos: uno para encender -a más de 1000 grados- y otro para cocinar. Cuatro parrillas separadas para que no se mezclen aromas. La cocina caliente es eléctrica: más limpia y rápida”, explica. Todo suena a ingeniería aplicada al fuego.

El resultado se nota en cada plato. “Todo va de un fuego muy limpio y de que cada producto conserve su perfume.” Lo repite mientras mueve con unas pinzas una gamba sobre las brasas, que suponen uno de los pases de su propuesta. Aquí hay oficio y paciencia.

En Txispa, la técnica es una herramienta más. Los fermentos son parte de la identidad. “Aquí no hay cultivo de soja, así que hacemos una salsa ‘tipo soja’ con proteína de leche o de guisante. Y misos de calabaza, garbanzo… incluso elaboramos el sake para cocinar.” Esa autosuficiencia vegetal se acerca a ese concepto del que hablaba de cómo habría sido todo hace 400 años.

Un menú que se enciende poco a poco

La experiencia se completa en un único menú, que se tarifa a 275 euros por persona y que se sirve los mediodías de miércoles a domingo. Para todos empieza a la misma hora, a las 13:00. La experiencia va cambiando de lugares para ir conociendo diferentes partes del caserío.

Todo arranca en la salita, donde el menú que probamos empezaba con un bocado de castaña en dos texturas: una crema ahumada y otra cocida con azafrán.

Luego en la cocina, llegan los tres pases que resumen su puente entre Japón y Euskadi: edamame recién cocido de la huerta; la “takoqueta”, una versión cuadrada y a la brasa del takoyaki y un “Euskal sushi que no pretende imitar nigiris, sino presentar sabores de aquí en un bocado crujiente de arroz tostado con pimiento asado marinado en agua de tomate fermentada con bonito por encima.

Ya en la mesa, comienza un despliegue de sensibilidad y la propia personalidad de Tetsuro. Hay muchas brasas, por supuesto, pero también hay mucho de su cultura y es en esos platos, donde verdaderamente brilla como pocas la propuesta. Él mismo es el que sale a la sala a contar los platos que se van probando.

El siguiente tramo es pura sensibilidad. Un plato minimalista en el que entran varias elaboraciones: un tartar de gamba con nukazuke, ese encurtido japonés en salvado de arroz, un physalis directo de la rama, que actúa como pequeño intermedio cítrico y la berenjena, untuosa y brillante. “Es la receta de mi abuela: berenjena con miso, miel y shiso. La diferencia es que ahora los ingredientes son 100% de aquí.”

En el mismo plato, una flor de capuchina cocinada al vapor y mezclada con ajo asado y miso. Verde, aromática, sorprendentemente sabrosa. Y, junto a ella, la anguila kabayaki, lacada con una salsa hecha tostando su propia cabeza y reducida con vinagre de sidra. “Recuerda a una teriyaki, pero nacida de la manzana.”

El bloque central del menú sube en potencia. Caviar ahumado sobre tofu casero, coronado con una lámina de alga que, al calentarse, suelta su jugo y une todo. A continuación, una ostra asada, que él describe como “una de las combinaciones más primitivas que existen, por eso la acompaño con una salsa de masa madre y mantequilla de cabra”.

La lengua con pimiento se cocina muy suave, con pimiento relleno de su jugo y un miso de guindilla verde que limpia. En boca recuerda a algo tan rico como el lomo con pimientos. Después, le toca el turno a la tougan (calabaza de invierno) con un caldo clarificado y trufa de otoño. Minimalismo y sabor. Japón y brasas. Lujo y sencillez.

Siguen dos gambas rojas traídas de Palamós, esas que ya vimos cómo apuraban en la brasa. “Quitamos el intestino con una aguja sin pelarla, como cirujanos, para que nada estorbe a la jugosidad”, apunta.

El otoño entra con los boletus de Amorebieta sobre una base de trigo sarraceno entre soba y polenta, coronados con pétalos de crisantemo de semillas familiares. Luego llega el rey, pescado que reposa cinco días antes de pasar por la brasa, con una salsa de pak choi licuado. “Ese plato son tres ingredientes: rey, sal y pak choi. Nada más.” Y es soberbio.

El apartado salado se cierra con una txuleta, en aquel caso de una vaca nacida el 28 de agosto de 2008, que recuerda por qué, pese a su acento japonés, Txispa es un asador.

Los postres bajan el ritmo sin caer en el azúcar fácil. Un higo maduro a la brasa con mantequilla ahumada, calabaza en clave dulce y un flan sakura que acompañan con flor de cerezo preservada en su sirope. Sencillez, armonía... Todo tiene sentido.

Las noches de yakitori

Los viernes y sábados por la noche, el caserío se convierte en otra cosa. Casi como un secreto, Txispa se transforma en una izakaya de brasa, con un menú único de yakitoris que se toman de pie en la cocina, en un ambiente divertido y por 75 euros.

“Los viernes y sábados todo pasa a yakitori. Solemos poner seis, siete, ocho brochetas de distintas partes del pollo, tsukemono de la casa y al final un ramen clásico con carcasa de pollo y niboshi. Los fideos los cortamos a mano.” Lo cuenta riendo, entre serio y bromista. “Como yo siempre digo: tonterías serias. Hacer una broma, pero con buena calidad.”

Esa sencillez, ese sentido del humor y esa maestría, lo han llevado a tener un lugar entre los grandes. Y más que merecido.