El nombre de Dani García es uno de los más reconocidos dentro de la gastronomía española. El chef malagueño ha logrado consolidar un grupo de restaurantes que combina la innovación culinaria con un enfoque empresarial sólido. Sin embargo, detrás de su éxito también existe una visión crítica sobre el funcionamiento del sector.
En una de sus declaraciones más directas, García ha admitido algo que muchos sospechan pero pocos se atreven a decir en voz alta: "España no es un país para hacer alta cocina". Una frase que refleja la compleja realidad de mantener un restaurante de élite en un país donde, a diferencia de otras potencias gastronómicas, los clientes no siempre están dispuestos a pagar lo que cuesta mantener esos estándares.
Dani García alcanzó la cima cuando obtuvo la tercera estrella Michelin en su restaurante de Marbella, lo que lo situó en el selecto grupo de chefs españoles más reconocidos a nivel internacional. Pero lejos de vivir ese momento como una liberación, el cocinero recuerda que la presión era asfixiante.
La "cárcel de oro"
Durante más de tres años meditó qué hacer con su futuro. Tenía claro que quería alcanzar la tercera estrella, pero también que no iba a permanecer en la guía mucho tiempo. En cuanto logró el máximo galardón, anunció que cerraba el restaurante gastronómico para iniciar una nueva etapa.
El propio García ha descrito la experiencia como una "cárcel de oro". La excelencia exigida por la Michelin obliga a invertir grandes cantidades en personal, vajilla, bodega, materia prima y en cada detalle que rodea al comensal. Todo ello genera un coste enorme que no siempre es posible compensar con los ingresos.
Según el chef, el cálculo es simple: "Si en cada servicio hubiéramos tenido 60 o 70 personas pagando 300 euros el menú, hubiera sido rentable. Pero en España eso es casi imposible". El contraste con otras ciudades europeas es evidente. En Londres, París o Ginebra, los clientes pagan 400 o 500 euros sin pestañear. En España, esa cifra es todavía un muro infranqueable.
El resultado era paradójico: un restaurante con estrellas, lleno de prestigio y aplausos internacionales, pero con cuentas en rojo. "Con dos estrellas Michelin era un desgraciado. No llegaba a fin de mes", confesó en más de una ocasión.
Un cambio de rumbo
Cansado de vivir bajo esa presión, Dani García tomó una decisión que cambió su carrera: abandonar la alta cocina para apostar por un modelo más accesible y rentable. Lo hizo sin romper puentes con la Michelin, ya que informó directamente a la guía de su decisión antes de anunciarla públicamente.
Hoy, su grupo de restaurantes combina distintos formatos, desde propuestas gastronómicas de autor hasta locales más casual y asequibles. La idea es clara: acercar la cocina de calidad a un público más amplio, sin depender de un pequeño grupo de clientes dispuestos a gastar cifras desorbitadas.
El propio García lo resume de manera pragmática: "Lo que te puede dar un restaurante de dos o tres estrellas frente a uno casual es irrisorio. Donde uno da 1.000 euros de beneficio, el otro puede dar 10.000".
Al alejarse de la Michelin, el malagueño también recuperó algo fundamental: su libertad creativa. La obsesión por agradar a inspectores y críticos había limitado durante años su manera de entender la cocina. Ahora, puede experimentar sin sentir que cualquier cambio puede costarle una estrella.
Además, ha logrado consolidar un modelo empresarial que le permite crecer de manera sostenible. Sus proyectos no solo se desarrollan en España, sino que también tienen presencia internacional, lo que demuestra que hay vida —y negocio— más allá de la alta cocina.
Las palabras de Dani García son también una advertencia para los jóvenes cocineros que sueñan con estrellas Michelin. Aunque representan prestigio y reconocimiento, no siempre garantizan rentabilidad ni estabilidad.
El testimonio de García resume esa tensión entre la pasión por la cocina y la realidad empresarial: "España no es un país para hacer alta cocina". Una frase que puede sonar dura, pero que refleja las dificultades de sostener un modelo que exige tanto y ofrece tan poco margen de supervivencia.
Hoy, el chef malagueño se muestra satisfecho con el camino elegido. No reniega de lo aprendido en la alta gastronomía, pero insiste en que su ambición no pasa por engordar el ego con premios o listas internacionales. Su objetivo es más simple y realista: ofrecer experiencias gastronómicas memorables y, al mismo tiempo, garantizar la viabilidad de cada proyecto.
