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En una de llas esquinas más animadas del barrio de Poblesec, en Barcelona, se ubica Margarit, un cruce de culturas cuya cocina recorre las costas del Mediterráneo, desde Grecia hasta Valencia, sin perder de vista el arraigo local del barrio del Poble-sec. Detrás de este proyecto están Stefanos Balis y Jordi Fenoll, dos chefs que, más que fusionar cocinas, buscan explorar sus puntos de encuentro y rescatarlos con respeto, creatividad y técnica.

La propuesta de Margarit no es la de un restaurante griego al uso ni un homenaje exclusivo a la cocina catalana. Es, más bien, un ejercicio de memoria culinaria que se traduce en una carta corta, precisa y en constante evolución, donde cada plato refleja el diálogo entre ambas orillas del Mediterráneo. No hay que extrañarse si se vuelve a la semana siguiente y los platos han cambiado, también de algunos de los que se hablan a continuación. 

Uno de los grandes protagonistas es el tarama, una crema de huevas de bacalao en salazón que en Margarit coronan con unos mejillones en escabeche caseros que son pura crema. O la fava, un puré de guisantes amarillos que recuerda al hummus pero con el sello distintivo del recetario helénico. De esa cocina catalana participan los mongetes, que acompañan al rape y las alcachofas que trae la temporada. 

Fava y mejillones y una alcachofas que inauguraron la temporada con mongetes.

La influencia griega también se deja sentir en las pitas, cuya versión frita con higos, queso feta de Patras y queso ahumado Metsovone ha conquistado a los comensales. El queso, de hecho, tiene mucha presencia en su propuesta. El pan, de masa madre, lo traen del Forn Serra, "muchos 'gastros' de la zona compran allí".

Pero el plato que se lleva la ovación unánime es el cordero palestino con yogur y hierbas, una receta que nació en casa de un amigo y que ha evolucionado hasta convertirse en un referente de la carta. 

Una cocina sin artificios, con historia y memoria

Más allá de los platos, lo que hace especial a Margarit es su filosofía. Balis y Fenoll no buscan deslumbrar con técnicas sofisticadas ni presentaciones estridentes. Su cocina es directa, sin artificios, pero con una carga emocional y una profundidad de sabor que solo se logra con conocimiento, respeto y pasión por el producto. Y solo hay que verles cocinando.

Stefanos Balis y Jordi Fenoll, al frente de Margarit.

Balis creció en un pequeño pueblo del Peloponeso donde la cocina era sencilla, pero llena de carácter. Su socio, Fenoll, trae consigo el recuerdo de los arroces domingueros en la costa alicantina y el aprendizaje en restaurantes como Dos Pebrots, donde profundizó en los métodos de conservación y fermentación que tanto han marcado la gastronomía mediterránea.

Secreto de atún con verdura marinada y jugo de ‘rostit’.

Este bagaje se traduce en platos que cuentan historias, como la oveja que se cocina a fuego lento en barro durante horas, con clavo, canela, zanahoria, tomate... . Una receta que procede de Grecia, de Attica, en la región de Atenas, y se acompaña de pasta hervida en su propio jugo y queso de cabra y oveja de la isla de Creta. Pero también la caballa marinada una salsa griega de aceite, limón y orégano que evoca las recetas de las tabernas costeras, con esos piñoncitos tostados que hacen todo más delicioso.

El espacio de Margarit es un reflejo de su cocina: íntimo, acogedor y sin pretensiones. Con solo 29 plazas, varias en la barra, el restaurante invita a una experiencia gastronómica cercana, donde la cocina –abierta e integrada en la sala– se convierte en el epicentro del lugar. No hay barreras entre cocineros y comensales, y cada plato se sirve con una historia que merece ser contada.

Stefanos en su zona de confort.

El nombre de Margarit no es casualidad. Además de ubicarse en la calle Margarit, 58, rinde homenaje al Bar Margarit, el primer local que ocupó este espacio en 1935 y que, con el tiempo, se convirtió en un punto de encuentro para el vecindario. Ese mismo espíritu de comunidad y autenticidad es el que Balis y Fenoll han querido recuperar en su restaurante.

El Mediterráneo en la copa y en el postre

La carta de vinos es otro de los puntos fuertes de Margarit. Con una selección que apuesta por pequeños productores y mínima intervención, de "unos 50-70 vinos" el restaurante se ha convertido en una ventana para descubrir vinos naturales de Grecia y del resto del Mediterráneo. 

El apartado dulce de este viaje gastronómico también deja huella. El tulumba -que, salvando mucho las distancias, recuerda a un churro enrrollado-, es un postre griego de masa frita empapada en almíbar. Se reinventa con crema de azafrán y pistachos picados y helado de nata fresca.

La pasta con oveja y el paparajote de Margarit.

Igual de rico está el paparajote como el que cierran, postre típico de la huerta murciana, donde la hoja del limonero se baña en una masa de  harina, leche y huevo, se fríe y se espolvorea con azúcar en polvo y canela. La hoja, por supuesto, no se come, pero el rebozado, al que se adherido el aroma cítrico, es un snack delicioso. 

Con menos de un año de vida, Margarit ya se ha consolidado como uno de los restaurantes más interesantes de la ciudad. Su enfoque sincero, su apuesta por la tradición sin miedo a la evolución y la conexión genuina entre Grecia y Valencia han conquistado a quienes buscan una experiencia gastronómica con identidad propia.