La increíble vida de Fausto Murillo

La increíble vida de Fausto Murillo

La Jungla / Social

Fausto, de stripper en Barcelona a entrenar a España en Youtube: su increíble historia

Creció huérfano en un barrio pobre donde la guerrilla colombiana intentó reclutarle. 50 años después se ha convertido en uno de los entrenadores personales más famosos del mundo.

28 febrero, 2022 01:27

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Para Fausto Murillo, nacido en Turbo (Colombia) hace 53 años –sí, han leído bien, la persona que ven en portada anda camino de los 54–, no hay nada imposible. Esto es algo que uno descubre a poco que profundice en su vida; una vida que dejaría en aprendiz al buscavidas Eddie Felson que encarnó Paul Newman. Vida y milagros de Fausto Murillo, habría que añadir: cómo, si no es más que recurriendo a lo místico, se alcanza a explicar que quien hace no tanto tuviera ganarse la vida pasando la gorra ahora sería uno de los entrenadores personales más famosos del mundo.

Conocido como TurboFausto, TurboSteps (siempre homenajeando a su Turbo natal) o simplemente y como él dice, “el negro guapo”, lo cierto es que en la última década Fausto ha ido coronando, uno a uno, todos los ochomiles del universo redes sociales: Instagram, Youtube, Facebook, Twitch, Tik Tok. Para que se hagan una idea del alcance: algunas de las canciones más legendarias de Joaquín Sabina, como Y sin embargo o Por el boulevard de los sueños rotos, rondan los 35 millones de visualizaciones en Youtube. Las mismas que tiene GAP: Glúteos, Abdomen y Piernas + Brazos, uno de los tutoriales de Fausto. Grupos como Pereza o El canto del loco no llegan a esas cifras en sus cuentas oficiales.

Y sin embargo no hay que echarse las manos a la cabeza, que Fausto tiene más nexos de lo que parece con la Chavela Vargas a quien cantaba Sabina: la infancia sin los padres, el abandono prematuro del hogar allá dondequiera que habiten los sueños, la actitud desafiante, el reconocimiento tardío o las varias vidas que han vivido.

Fausto Murillo

Fausto Murillo Cedida

Plata o plomo

Casi desde el primer día -su madre falleció al poco de que él naciera-, la vida de Fausto ha transcurrido liminar con la muerte. Sin embargo, él siempre ha logrado mantenerse acá, del lado de la vida: “Yo no tengo ninguna voz que me diga que no puedo, la voz mía me dice '¡tú puedes!'”, cuenta. 

A la muerte de su madre siguió el abandono de su padre (“ya sabes, un papá… desde que mi mamá falleció pues ya desapareció mi papá”), de modo que Fausto y sus tres hermanos mayores se fueron a vivir con su abuela materna. Carmen Mayo -que así se llamaba- era una de esas mujeres invadidas por la energía rebelde de la Macorina, vitriólica e invencible como de novela de Alberto Moravia. “Ella se levantaba cada día a las cinco de la madrugada y vendía comida en la calle. Con eso nos mantuvo a nosotros y a sus ocho hijos”, relata Fausto, que solía acompañarla al mercado antes de ir a la escuela. 

Fausto de bebé

Fausto de bebé Cedida

Pero en el Turbo de los 70 y 80 regía la ley de la calle. Turbo es un municipio portuario, en la frontera con Panamá y cercano a Medellín, por donde circulaba mucho dinero. O, lo que es lo mismo, el crimen estaba al orden del día. Además, la abuela Carmen residía en un barrio obrero que, en la práctica, significaba vivir en el epicentro de todas las violencias: por un lado, el del narcotráfico con el Cartel de Medellín de Pablo Escobar en su apogeo; por otro, el de la guerrilla insurgente (las temidas FARC-EP) que reclutaba a niños de barrios pobres para su conflicto contra el Estado y los paramilitares de ultraderecha. “Vi morir a muchos de mis amigos, mucha gente que yo conocía fue víctima de toda esa violencia que se generaba en el puerto. Uno crece allí con miedo, sin poder salir a la calle y acostándose temprano…”, recuerda Fausto, que siguió en Turbo hasta los 18 años.

América, América

Al igual que pasó con sus amigos, la guerrilla también presionó a Fausto para que se sumara a la causa armada: “Coquetearon conmigo, tanto los paramilitares como la delincuencia más común, pero a mí me salvó que tenía un sueño y, si me unía a ellos, sabía que ese sueño nunca se cumpliría”, explica. Y el sueño de Fausto era el mismo que lleva repitiéndose en las fantasías de los desamparados desde hace más de 100 años: emigrar a Estados Unidos. Un lugar idealizado hasta lo ficticio pero que, al mismo tiempo, está reservado únicamente a los vivos. Por eso, cuando a Fausto le pusieron el rifle en las manos –como a esos compañeros de pupitre que un día no volvieron– eligió cambiarlo por los libros de inglés: “He tenido muchos amigos que han muerto solamente por el prestigio de pertenecer a tal organización. Yo, en cambio, me mantenía estudiando, sin salir, enfocado en cumplir mi sueño”.

A los 18 se mudó a Medellín por obligación: recién terminado el Bachillerato, el Gobierno exigía hacer el servicio militar. Pero, una vez en la capital del departamento de Antioquia, se encontró con que le dieron la tarjeta militar sin tener que realizar el servicio: “Dijeron que no querían a jóvenes como nosotros porque pensaban que nos enseñarían a utilizar las armas para unirnos a la guerrilla y usarla contra ellos”, explica.

Por segunda vez, Fausto había evitado tener que emplear el fusil. Sin embargo, decidió quedarse en Medellín y probar suerte. Primero se quedó en casa de un amigo. Luego encontró trabajo en un bar por las noches, alquiló una habitación y se matriculó en la universidad para estudiar Ingeniería de sistemas. Y a los 25 años, de pronto, surgió la oportunidad cuya espera le había mantenido con vida hasta entonces: irse a Estados Unidos.

Fausto en París

Fausto en París

Stripper en Barcelona

Cualquier guionista habría considerado que, llegados a este punto, su protagonista ya había sufrido bastante y cerraría aquí la sucesión de penurias. El espectador ya espera ansioso las buenas noticias. Pero no fue así con Fausto, cuya vida podría haber sido escrita por Homero. Aquella estatua que parecía señalarle el camino hacia la libertad no era la entrada a un sinfín de dádivas y fortunas. Con las mismas que llegó, varios años después regresó. Y a empezar de cero.

“Llegué a Barcelona con 33 años y sin nada. Ponía copas en Pachá, en La vieja destilería… También hacía striptease: 150 euros por cada show. En total, me podía sacar 300 euros el fin de semana”, recuerda Fausto, que llegó a España dejando a una hija en Colombia.

Los años de Barcelona tampoco fueron fáciles, pero las amarguras eran neutralizadas por una fortísima predisposición a disfrutar la vida. Además, Fausto era técnico de sistemas y, en un contexto de migración hacia lo digital, encontró algunas oportunidades. Primero, en una tienda de ordenadores. Luego, se dedicó a instalaciones de redes y cibercafés de forma autónoma. No obstante, siempre acababa teniendo que recurrir al mundo de la noche.

-¿Cómo fue la experiencia de ser stripper?

-Yo simplemente utilizaba mi guapura. Es un ambiente muy pesado, pero si sabes desenvolverte es muy fácil. Mi ventaja es que nunca consumía alcohol ni drogas. Yo trabajaba, cogía mi dinero y me iba a casa.

-Pero tus amistades sí consumían…

-Mis amigos consumían cocaína, estaban relacionados con la mafia. Al final, aunque estés en malos ambientes siempre tienes la opción de elegir. Como tenía que mantenerme en forma yo siempre estaba en las playas de la Barceloneta haciendo ejercicio. Vivía en Alcanar, 16 y era una vía de escape de ese ambiente.

Para una persona que creció viendo cómo mataban a sus amigos y que, contra todo pronóstico, siempre consiguió mantenerse al margen, el mundo nocturno de Barcelona era un juego de niños. Fausto era feliz: ganaba el suficiente dinero para vivir y enviar parte a su familia, paseaba por la playa durante horas, salía de fiesta y coleccionaba novias (“tuve una más especial que se llama Sara Paniagua”). Pero llegó la crisis y arrasó con todo.

Fausto con una de mis tantas novias en Barcelona

Fausto con "una de mis tantas novias en Barcelona" Cedida

TurboFausto

En 2010, Fausto volvía a su país sin dinero y sin futuro. Con 42 años, suponía su tercera etapa en Colombia, a las que había que sumar las aventuras estadounidense y española. Y en ninguna había triunfado, pero siempre había salido adelante. Cada vez que tocaba empezar de nuevo, su voz interior le decía «¡tú puedes!». Una voz que podría ser la de la abuela Carmen, siempre presente: “Ella me transmitió toda esa fortaleza. Todo lo que viví de niño con ella me hizo más fuerte. Me puedes quitar todo lo material, pero no mi mentalidad. Puedes llevarme a cualquier sitio sin nada que me voy a levantar y a progresar”.

Cansado de trabajar la noche –o, como él dice, jubilado: “Tú no te jubilas cuando el Gobierno te dice, ellos esperan que mueras trabajando; tú te jubilas cuando decides, y yo a los 40 decidí no trabajar más”–, Fausto se dedicó a lo que más le gustaba hacer: fitness.

Se plantó en un parque, empezó a entrenar y, como a Rocky, cada día se le iba uniendo más gente. Las clases eran gratuitas. Al acabar, Fausto pasaba una bolsita y la gente –quien quería– le echaba dinero como a un artista callejero.

La popularidad de Fausto fue creciendo en Bello, el municipio donde se instaló, así que cambió de estrategia: “Empecé a cobrar por el material: si para la clase hacía falta una mancuerna o una banda elástica, era yo el que las vendía”. Entre 200 y 300 personas seguían las rutinas de Fausto, y a todos les vendía o alquilaba algo.

Fausto Murillo

Fausto Murillo Cedida

Buscando a Steve Jobs

En 2012 Fausto tenía un canal de Youtube, parecía que a la gente le gustaba… pero no era capaz de monetizarlo. Entonces se puso a hacer lo mismo que cuando de niño tenía el sueño de ir a Estados Unidos: estudiar. “Yo pienso que la mejor forma de aprender es aprender de los errores de otros. Siempre hay alguien que ha pasado por tu mismo problema alguna vez y ha dejado escrita la solución. Para mí, uno de esos mentores fue Steve Jobs. Estuve un tiempo analizándolo y aplicando todo lo que él había hecho a mis redes”, explica. Dos años más tarde, Fausto ya podía vivir de Youtube.

Desde 2015, el crecimiento de Fausto ha sido tan increíble que se ha convertido en uno de los entrenadores personales más famosos del mundo. En 2018 cumplió los 50 sabiendo que, por primera vez, le esperaba una década de prosperidad. Para consolidar el éxito, Fausto ha seguido entregado a la lectura (“me despierto a las cinco de la mañana y estudio hasta las seis y media”). De uno de esos libros –Primalbranding, de Patrick Hanlon– sacó una de las ideas que más le caracteriza: las palabras clave. “Guerreros”, “diez más”, “sonríe, baby”, "oki doki"… Fausto ha acuñado una serie de conceptos que han servido para crear una comunidad de fieles que harían sus ejercicios hasta el fin del mundo.

-Después de todo lo que has vivido, ¿crees en Dios?

-Yo creo en el Dios de Baruch Spinoza. Dios es amor y disfrutar de la vida.

-Pero entonces ¿crees en el amor?

-(Ríe). Soy un romántico porque soy un leo. Como he vivido tantas vidas he tenido muchas novias, pero también me gusta disfrutar de estar solo. Si algún día llega una persona que quiera empujar el barco conmigo, pues bienvenida. Hoy en día es complicado porque hay parejas que solo quieren subirse al barco, sin ayudar…

-¿Y cómo has conciliado esta vida con tener una hija?

-Mi hija vive en los Estados Unidos. Juega al baloncesto y está patrocinada por un equipo en Los Ángeles. Yo lo que hago simplemente es apoyarla económicamente, llamarla, motivarla para que siga luchando por sus metas.

-¿Y el futuro? No te veo quedándote quieto ya…

-Voy a construir un gimnasio que será mi casa. Es mi sueño de vida. Yo vengo de la nada y nunca he tenido nada. Después, quiero ser productor musical.

La historia de Fausto es la de alguien que se ha dejado el corazón en mil lugares. Hizo del infierno un parque donde incluso podía ser feliz y siempre se movió empujado por una especie de fuerza ancestral llamada Carmen Mayo, su abuela. Tantas veces se enfrentó a la muerte hasta decir basta, que tantas veces ha fracasado hasta decir éxito. Y ahora, por fin, ya sabe reír como llora Chavela.