El presidente Pedro Sánchez examina los restos exhumados de la cripta del Valle de los Caídos.

El presidente Pedro Sánchez examina los restos exhumados de la cripta del Valle de los Caídos. Moncloa

LA TRIBUNA

Leyes de ciudadanía, leyes de memoria y leyes de concordia

Nuestra actual clase gobernante, la del diálogo y la pluralidad, parece decidida a imponer ideologías y relatos de parte sobre la historia de España. 

12 abril, 2024 02:16

Se ha pedido frecuentemente dejar la ética, la moral, y también la historia, en el ámbito familiar o en manos de profesionales e historiadores. Es decir, alejar estas cuestiones de hemiciclos, parlamentos y diarios oficiales siguiendo un elemental juicio de neutralidad.

Neutralidad o esa desconfianza legítima que caracteriza a las sociedades que aspiran a convivir en paz y no hacerse daño con el pasado. Acertadísima expresión que escuché hace unos años a Virgilio Zapatero explicando la Transición Española.

Pero nuestra actual clase gobernante, la del diálogo y la pluralidad, no parece estar en este planteamiento, sino todo lo contrario. Más bien decidida a imponer ideologías y relatos. Y si nuevos gobiernos corrigen, modifican o anulan sus oficialismos, entonces se inicia un aquelarre mediático y se anuncia amparo del Tribunal Constitucional.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, durante su visita al laboratorio forense del Valle de los Caídos.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, durante su visita al laboratorio forense del Valle de los Caídos. Fernando Calvo Moncloa

Curioso que quienes tanto censuraron la búsqueda de ese amparo con ocasión de otras leyes o iniciativas, también de alto contenido ideológico, aleguen ahora lo mismo.    

La dinámica emprendida es en cualquier caso obscena. Causa malestar y hasta cierta angustia tener que explicar estos desatinos. Conscientes, además, de que la mera denuncia nos hará acreedores de una de esas etiquetas que tan resueltamente circulan por los ámbitos de opinión pública o círculos de los orgánicos y cortesanos.

Este envilecimiento, este regreso continuo al pasado más inamistoso entre españoles, no presagia nada bueno. Le han llamado polarización, qué modernos, y quienes la han hecho resurgir ahora se extrañan y quejan de las reacciones que ellos mismos han provocado.  

"Huyamos del Caudillo y de otros caudillos democráticos, pasados o presentes, para comprender la gravedad del asunto"

No tiene sentido social, ni debería tener encaje legal o constitucional, llevar las ideologías y relatos a los diarios oficiales. Porque son hegemónicas fuera de ellos desde hace décadas tal y como podemos comprobar en el cine, la literatura, otras artes escénicas, la prensa, los colegios y también universidades, donde se maneja muy mayoritariamente el relato y esas ideologías de referencia; y en segundo lugar, porque se violenta la neutralidad debida antes citada.

Lo primero se evidencia por el hecho de que sean pocos los que se han atrevido, no ya a expresar una versión diferente de la oficializada en esas manifestaciones culturales y educativas, sino una mínimamente discrepante.

Lo segundo es evidente que abre de par en par la puerta a atribuir al discrepante el indecoroso e infame calificativo que todos ustedes tienen en mente, ahora también el de negacionista.  

¿Por qué no es suficiente la hegemonía fuera del BOE? Esta es una gran pregunta. Y seguramente no lo es porque la pulsión es claramente totalitaria, porque preocupa algo que debería ser normal e incluso constitucionalmente debido, como apuntaba recientemente Felipe González: la alternancia en el poder.

Quienes esto temen parecen haber visto en este asunto una estrategia para deshumanizar e intentar aniquilar al adversario político, empujándole incluso fuera del marco democrático. En palmaria violación de la neutralidad, un asalto en toda regla al pluralismo político, que empequeñece al mismo tiempo otras libertades fundamentales como las de opinión, expresión y prensa. 

Huyamos del Caudillo y de otros caudillos democráticos, pasados o presentes, para comprender la gravedad del asunto. Cuando Gregorio Marañón escribió sobre el Conde Duque de Olivares, obra que dedicó a Azorín, el gran historiador del alma de España, nos recordó que en todo tiempo ha habido escritores adeptos al artificio de estudiar, aunque a veces el estudio no aparezca por ningún lado, y que cualquier personaje universalmente odiado podía presentarse como un serafín.

"Grandes abogados han adquirido respetable fama defendiendo malas causas a sabiendas de que lo eran"

Hasta los facinerosos declarados han contado con plumas apologéticas, apostilló.

El resultado de esta forma de proceder, los denominados orgánicos, es infalible para el autor, pero la actitud crítica asegura siempre un núcleo importante de lectores. Cualquier defensa hecha con maña, nos dice Marañón, acredita, aunque no convenza.

De hecho, cierto es que grandes abogados han adquirido respetable fama defendiendo malas causas a sabiendas de que lo eran. Y en alguna ocasión, pueda hasta haber una parte de justicia en la apología. Pensemos en Castro, Hugo Chávez o Daniel Ortega y su mujer, por poner ejemplos de reconocidísimos demócratas sin muertes ni abusos en sus espaldas.   

Los derechos de libertad de prensa, expresión y opinión, no digamos ya el pluralismo político, que son el fundamento mismo del funcionamiento del sistema democrático, participan de este razonamiento, porque el más canalla puede tener defensores y porque se admite que pueda haber algo de justicia en el elogio del hombre más condenable.

"No hay hombre malo que no tenga algo bueno, podríamos decir de nuestros colegas de especie, con las palabras que Don Quijote aplicó a los libros", afirma nuestro pensador de la Generación de 1914, consciente de que los personajes históricos quedan sujetos a la inevitable pasión de la crítica, y por eso es tan peligroso hacer lo que nuestros gobiernos y parlamentos hoy se están atribuyendo.

Don Gregorio Marañón, elogiando al Conde Duque de Olivares, el político que vio deshacerse el Imperio español, admite que no pretendía hacerle héroe ni un referente, sólo demostrar que, al lado de sus grandes defectos, tenía también algunas virtudes.

Los mandatarios y también los jueces, salvo que se conviertan en déspotas y activistas, deben comprender que en ocasiones reivindicar no es cambiar el insulto en aplauso, sino tratar de reducir inteligentemente la figura que nos quieren hacer pasar por demoníaca a sus proporciones de hombre.

Y en esto, precisamente en esto, está el deber constitucional de respeto a la libertad de expresión, prensa y el pluralismo político.

*** Juan José Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Granada.

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