Después de casi cuatro años a la fuga, Carles Puigdemont, expresident de la Generalitat y máximo responsable de la declaración unilateral de independencia de Cataluña de otoño de 2017, ha sido detenido en la isla italiana de Cerdeña.

Como hemos adelantado en exclusiva en EL ESPAÑOL, la detención se ha producido por la orden de busca y captura internacional que emitió el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, a cargo de la investigación del procés.

Puigdemont, bunkerizado en la ciudad belga de Waterloo y con condición de europarlamentario, se disponía a participar en el Aplec Internacional Adifolk, un acto de reivindicación catalanista, con el privilegio de la inmunidad suspendido por decisión de la Eurocámara, respetada provisionalmente por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Una pérdida de la inmunidad europarlamentaria que es clave y que pone contra las cuerdas al expresident, pues implica, en pocas palabras, que no existe ningún obstáculo legal que impida su entrega a España.

Es todavía pronto para afirmar que estamos ante la cuadratura definitiva del círculo, después de tantos años de humillación a nuestro Estado de derecho. Pero no cabe duda de que España está un paso más cerca de sentar en el banquillo al principal responsable del mayor golpe contra la democracia en los últimos cuarenta años.

En estos momentos tiene que darse otro paso decisivo y tiene que proceder del Gobierno central. Resulta esperable que el Ministerio de Asuntos Exteriores se mueva para hacer valer ante el Parlamento Europeo y las instituciones internacionales que el prófugo responda ante la Justicia en España. También que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, transmita con claridad meridiana a las autoridades italianas que la orden de detención a efectos de entrega está activa y, por lo tanto, ha de ser tramitada.

Puigdemont, en resumen, tiene que ser entregado a España, como reclama el juez Llarena. Y, aquí, ser juzgado por los actos de otoño de 2017 en Cataluña.