No comparto que sea deseable bromear sobre cualquier cosa. Y no por mor del bizantino debate sobre los límites del humor. Sencillamente, el mantenimiento de un orden social sano aconseja preservar el trapío solemne que conviene a algunas de sus realidades elementales.

En cualquier caso, lo que parecía fuera de discusión es que la risa va aparejada a la irreverencia. Si históricamente los regímenes disciplinarios han acotado el campo de lo irrisorio es porque el humor, al trocar lo trágico en cómico, posee la facultad irónica de neutralizar la gravedad de lo que toma como materia de burla.

Y, sin embargo, se observa hoy en España un fenómeno que invierte la concepción canónica del humor. La comedia ha pasado de resorte para la subversión de lo convencional a herramienta para la reafirmación de la ortodoxia.

Un rápido vistazo a la parrilla televisiva y radiofónica basta para constatar que se han multiplicado los espacios de comedia de vocación indisimuladamente catecumenal, infestados de discursos buenistas y de consignas políticas chuscas.

La televisión pública en particular, cuya programación de entretenimiento resulta muchas veces difícilmente disociable de la agenda gubernamental, refleja fielmente esta inflación de política por otros medios, en la que el elemento cómico ha pasado a un segundo plano.

Naturalmente, toda actividad artística lleva implícita un planteamiento ideológico. Pero media un trecho importante entre que los gags de un cómico transpiren un determinado enfoque político y que los chistes consistan directamente en píldoras de activismo.

Lo mínimo que cabe exigirle a la comedia es que sea divertida. Pero la colección de vindicaciones de los servicios públicos, apologías de la diversidad y sátiras del ideario conservador que nos dispensa cada día el televisor delata un desdén completo por dotar siquiera de un leve aroma de hilaridad a las actuaciones de estos cómicos matriculados.

Que los ministros se hayan habituado a compartir en sus redes sociales extractos de los late nights apesebrados para ratificar sus mensajes partidistas evidencia que el PSOE concibe a los españoles como los claqueros de un graderío, y su labor gubernativa como un monólogo perpetuo.

Estas guerras culturales son el resultado de la cada vez más global contestación del fundamentalismo izquierdista. Entre sus centinelas se observa un desquiciamiento intestino propio de los regímenes en vías de descomposición. Y se entiende así que se hayan abismado en una contrarreforma progresista para custodiar su dogmática mediante la confirmación vehemente.

De ahí que la izquierda gubernamental vea en el Pirulí de Torrespaña un gigantesco minarete desde el que garantizar la ubicuidad del agitprop socialista. Pero como desde el ideario democrático no es de recibo armar abiertamente un NO-DO, el subterfugio que han encontrado es el recurso al chascarrillo.

Y se trata de una fórmula no poco efectiva. Porque el sarcasmo, que es la forma de humor más elemental de todas, presupone un consenso en torno al carácter risible de aquello sobre lo que se ironiza. Un artefacto que se ahorma perfectamente a la unanimidad espiritual que pretende la cosmovisión progresista.

La socarronería se ofrece así como la figura retórica que permite apuntalar inconfesadamente la adhesión a unos valores. ¿Para qué entrar en abstrusas disputaciones conceptuales con el rival político si basta con reírse de los fachas para desacreditar su postura?

El tardosanchismo ha encontrado en la comedia un instrumentum regni para el indoctrinamiento de las masas. Al PSOE, que ha abusado tanto de la cursi grandilocuencia, ya ni siquiera los suyos se lo toman en serio. Y pocos indicios más reveladores de esta dimisión intelectual que el ascenso de los humoristas orgánicos.