Si los islamistas hacen sus cosillas para dar ejemplo, para mandar un mensaje a Occidente, podemos afirmar y afirmamos que han fracasado. Podemos celebrar con orgullo y alegría que aquí su propaganda terrorista no funciona porque, simplemente, no nos da la gana de darnos por enterados.

Driss Oukabir, uno de los condenados por el atentado yihadista en Barcelona en 2017.

Driss Oukabir, uno de los condenados por el atentado yihadista en Barcelona en 2017. EFE

Así en ese antológico titular que informaba que Se desconoce qué motivó al presunto agresor de Salman Rushdie y que casi coincide en el tiempo con el aniversario del atentado en Las Ramblas, donde unos jóvenes musulmanes mataron y murieron y "sobre los que siempre tendremos la duda de si realmente querían morir matando, como hicieron" (Marina Garcés, metafísica).

Porque los hechos, es evidente, no hablan nunca por sí solos y se necesita un poco de voluntad para entender su verdadera naturaleza y significado. Así, es normal que todavía hoy cueste entender a esos jóvenes de Ripoll que, según sus amigos, reían y salían y bailaban y se emborrachan y siempre saludaban, hasta que un día dejaron de hacerlo.

Es normal que cueste entender a esos jóvenes islamistas, en Ripoll, en Siria o en Nueva York, porque la doble condición de joven e islamista es propensa a un tremendismo y a una volatilidad que a las mentes adultas tiene que parecernos incomprensibles.

De ahí que fracasemos una y otra vez en darles la solución, digamos existencial, que creemos que tanto necesitan. Ese sentido de la existencia que les aleje del fanatismo y de este ir dando tumbos entre eros y thanatos y les acerque a la placidez de los Netflix del sábado noche. Porque estas son cosas que parece ser que, si no las hace el tiempo, no las sabe hacer nadie.

Y si el fracaso es de Occidente, como dicen, y si resulta que la culpa es nuestra, como insinúan, entonces habrá que decir que, si no hemos sabido enseñarles a vivir, al menos no hemos sido nosotros quienes les hemos enseñado a matar y a morir. Nosotros vivimos tan tranquilamente sabiendo que lo normal es no saber vivir y que el fanatismo es incomprensible.

Por eso, mucho más fácil de entender que el fanatismo de los islamistas y el sentido de la existencia humana son las ignorancias selectivas de nuestros adultos. Las excusatio non petitas de Garcés y del diario, que parecerían simple cobardía (¡islamófoba!), pero que son también algo más.

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Si los que tanto saben y entienden sobre todo lo demás son los que aquí más tontos se declaran es porque con este conocimiento no sabrían qué hacer. Ya decía Nietzsche que la voluntad de conocimiento es voluntad de poder.

Y es por eso por lo que con todo lo demás, con todo lo atribuible al cambio climático y al heteropatriarcado (es decir, al capitalismo), saben exactamente lo que pasa. Saben lo que quieren hacer, saben lo que quieren destruir. Con todo este conocimiento saben exactamente cómo vivir y saben exactamente cómo medrar.

Pero con el terrorismo islamista no entienden nada porque no sabrían qué hacer. O no se atreverían.

De ahí que lo más perverso de esta ignorancia tan selectiva, de esta búsqueda de las razones profundísimas, pero sólo en algunos casos, no es tanto la excusa que regalan sino la solución que buscan.

Porque lo que ellos buscan son soluciones de verdad, no parches como poner más policía o vigilar mejor a los imanes radicales o cosas por el estilo. Todo eso son medianías liberales, basadas en la terrible convicción de que el precio de la libertad es la eterna vigilancia. Y ellos no están dispuestos a pagar el precio de vivir siempre en la incertidumbre y el miedo.

No están dispuestos a soportar la idea de que nuestra humana condición no tenga solución y de que mientras haya hombres habrá zumbados y tendrá que haber, por lo tanto, policía, y tendrá que haber, por lo tanto, escritores amenazados por el fanatismo de los unos y abandonados por la cobardísima ignorancia de los otros.

Lo que buscan nuestros selectos ignorantes es una corrección definitiva de nuestra cultura, es decir, de nuestra naturaleza, y estarían dispuestos a sacrificarlo todo por la esperanza, por la mera promesa en realidad, de que esta vez sí la humanidad vivirá, de una vez por todas, en paz.