No nos representan. Esa gente (Isabel Díaz Ayuso, Rocío Monasterio, Pablo Iglesias…), extrema y polarizadora, con enfermizos y narcisistas recovecos psicológicos que encrespan sus nervios, su lenguaje y su mirada (por eso fingen calma al hablar) y tensionan su acerada comunicación gestual, agitadores de monstruos surgidos de sus pesadillas visionarias e irracionales. Esa gente, de pelea a garrotazos, no representa hoy a Madrid.

Madrid es otra cosa. Madrid es un extenso y versátil espacio de libertad y de vida. Una gran ciudad y una gran región habitadas por gentes que buscan ocupar su lugar en el mundo y lograr que sus aspiraciones personales se cumplan en un clima limpio de inquisidores y patógenos agresivos. Libre de vigilantes de una moral y unas buenas costumbres de cartilla doctrinaria, libre de dictadores de un único modo de ser y de estar. Libre de muñidores de un estilo totalitario (por totalizador) de vivir, basado en el siniestro juego de señalar a toda hora víctimas y verdugos. De trazar rayas que separen a amigos y a enemigos.

Madrid no es una doble alambrada ni una doble trinchera para la batalla delirante de antifascistas y anticomunistas. Lo que promedia a la inmensa mayoría de los madrileños, al margen de los requerimientos y las proclamas de las siglas políticas, es un concepto existencial liberal y solidario de la convivencia y de la vida, capaz de acoger por igual las diferentes opciones personales y de contribuir a que todas se cumplan.

Los partidos, en su deriva actual, están simplificando hasta la náusea los matices, las dudas, las contradicciones y las ideas de los ciudadanos. Anulan la textura rugosa y flexible de la poliédrica mayoría sociológica y obligan, cada día más, a firmar con ellos un contrato draconiano, cerrado, que no se corresponde con los planteamientos más abiertos. Y en curso de evolución de la variopinta calle. Instigan a un fanatismo propio de un hincha futbolístico o de un sectario medieval, ambos dimisionarios del pensamiento crítico, del sosiego y de la ecuanimidad.

Eso no es Madrid. Madrid es una ciudad (y una región) abierta. Tenemos esa suerte, que, dicho sea de paso, no tienen otras ciudades y regiones de España, ensimismadas o psicológicamente amuralladas para no cambiar. Quienes estamos dentro mantenemos abierta Madrid y abierta la siguen queriendo quienes llegan desde fuera, como llegamos muchos de nosotros, a veces escapando de unas pautas coercitivas y homogeneizadoras.

Deberíamos hacer el ejercicio de cerrar por un momento los ojos a la posible rigidez de nuestras convicciones políticas más concretas, relajarnos, inspirar y espirar. Entonces, desde un paso atrás, vislumbrar e intuir dónde está el promedio de nuestros talantes, la atmósfera común y limpia de miasmas en la que a todos nos sea posible respirar. Necesitamos respirar.

Esta ciudad (y esta región), Madrid, es, sin duda, una capital del poder político, mediático y económico, con sus guerras sangrientas e intestinas, con su afán desmesurado de fidelización, con sus altavoces a todo volumen. Mucho ruido. Pero es también una gran capital cultural europea, llena de creatividad y talento (de eso nadie habla). Lo que significa que es un colorista centro de ebullición y amparo de la subjetividad y de la experimentación.

Tal cosa es la que guarda relación con su estilo de vida conversacional, celebrativo y de intercambio, con su apuesta (por fin) ilustrada y liberal. Liberal, digo, en su sentido más vital y polimórfico. Más genuinamente decimonónico, en su mejor sentido, no me importa decirlo. No dejemos que nadie secuestre y acapare el carácter liberal.

Estos (Ayuso, Monasterio, Iglesias…), que se nos ofrecen para salvarnos de la hoguera a la que nos van a arrojar sus respectivos enemigos fantasmagóricos, cada uno imaginado peor de lo que es (que ya es decir), lo que están haciendo es azuzarnos a juntar leña y acarrear latas de gasolina. Ni hablar.

No nos representan. Madrid no es así. Y, desde luego, muchos no la queremos así. Tenemos que reaccionar. Tenemos que ir todos a votar con la papeleta que lleve el nombre de quien sabemos que hará respirable el aire. A día de hoy (a día de hoy, insisto), ese nombre, más allá y más acá de las siglas, es Ángel Gabilondo. Que no tenga que necesitar de nadie, salvo de sus votantes.