Estoy esperando una llamada. No sé qué día es. No sé qué hice la semana pasada. No sé lo que son las semanas. No ordeno el tiempo. Sólo por las noches respiro: ¿quién va a llamar a estas horas? No, seguro que ahora nadie llama. Seguro. Sólo por las noches dejo de esperar. Sólo por las noches reconozco por fin el día y la noche, los colores raros del cielo, las antenas raquíticas y los pájaros enfermos de la ciudad contaminada. No recuerdo ya las cosas que me importaban antes de esto: antes de esperar mi llamada.

No puedo pasear. Estoy esperando una llamada. No puedo consumir, no puedo concentrarme, no puedo disfrutar. No sabe uno cómo se hipoteca antes de esperar una llamada: una llamada que conoce cosas de ti que tú no. Una llamada peor que los astros, peor que los médiums, peor que los profetas del tiempo nuevo: por qué nos miran así, qué están leyendo en nosotros. Qué intuyen. Por qué murmuran las cosas. Uno quiere saber la verdad, pero no sabe si puede soportarla.

¿Si dejo de esperarla, nunca llegará: funciona así? ¿Así es como lo hacen los fuertes, los estoicos, los sobrepuestos: no piensan en las cosas y entonces no ocurren? Pienso en esos seres impertérritos, sardónicos siempre, que se ríen de los riesgos y de las maldiciones. Todos esos que no esperan ninguna llamada. Parecen tan bellos, tan seguros, tan inmortales. Los admiro, los envidio. Están agarrados a las probabilidades a prueba de balas. Dicen que todo saldrá bien, que nos avalan los datos. Los porcentajes. La ciencia. La juventud, qué sé yo. El entusiasmo. La positividad -qué escalofríos me da esa palabra-. Yo sólo pendo levísimamente, tímidamente, vulnerablemente de cualquier posibilidad. 

Tengo ganas de vivir, pero no puedo: estoy esperando una llamada. ¿Será cortés, será amable, será trágica? ¿Será compasiva, la llamada? No sé qué tono de voz imaginar. No sé quién seré cuando ella llegue -si es que llega-, no sé quién soy ahora: seguro que no la misma que era antes de saber que esa llamada podría llegar, empapada de augurios. No puedo meterme en la ducha. No puedo dormir. No puedo pensar en otra cosa. Ojalá que no llegue, ojalá que no suene jamás -como el zumbido de las grandes dudas, como las pisadas de un animal prehistórico, como el oído sordo en las piscinas del verano-, pero lo que es seguro, lo que es inevitable, es que yo estoy esperando una llamada.

No quiero claudicar. Miro el móvil y tiemblo. Vomito. Trato de tomar decisiones irrelevantes para sentir que aún tengo control sobre algo, pero sé que no, que sólo somos libres para decidir lo que no importa, que estamos -todos- en un bol de azares, que nadie va a salvarnos, que el amor de los nuestros no nos protegerá.
Suena el teléfono con un número extraño: es Securitas Direct, o es Telefónica, o es algún papagayo que desde una centralita insiste en venderme algo, en engatusarme con algo que me aleje de la muerte o de la mala cobertura.

Son crueles, pienso, juegan conmigo; pero luego me corrijo: ellos no saben que estoy esperando una llamada. Ellos no saben de mi taquicardia ni de mi asco. Los teleoperadores lo intentan varias veces al día: mantengo la cordialidad, me digo que ellos no tienen la culpa, pero a la cuarta invasión en la misma mañana, les grito. Les insulto. Les digo que les voy a denunciar. Me desquito y es injusto, pero esa es la verdad.

Tengo rabia y tengo pena negra y llevo días en silencio quitándome la placenta de las pesadillas. Hablo poco porque estoy amasando dolor y violencia. Es mentira que sea inofensiva. Puedo llorar pero también puedo hacer llorar. Estoy a punto de saltar, a punto de explotar, a punto de doblarme. Soy tan frágil; tan poderosa a la vez.

He intentado ser amable, pero estoy esperando una llamada. No me importa el estado de alarma -yo estoy en estado de alarma-. No me importa la política. No me importa la guerra civil. No me importa la memoria histórica. No me importan los libros: todos esos putos libros extremadamente sebosos, pomposos, afectados y llenos de ego que me llegan cada día con la única intención de que se la fele a sus autores. Ellos lo llaman “promoción”.

No sucederá, porque no me importan los libros ya, no me importan las diatribas sobre la clase o el género, no me importa el teatro, ni los artículos de prensa, ni la parafernalia eterna que tienen que montar -que tenemos que montar- los neuróticos para que nos escuchen allá afuera. Mi llamada es todas las llamadas del mundo: las de todos los que están esperando algo y hierven de incertidumbre. Algo hermoso o terrible. Algo esperanzador o sentencioso. Algo. Algo. 

Leo El año del pensamiento mágico de Joan Didion porque tiene que ver con esto, con mi angustia, con mi pánico a la muerte de lo que amo, con mi esoterismo para agarrarme a los días y a sus símbolos, pero lo suelto en la mesilla. Todo me quema en las manos. Me molesta que se emita La ruleta de la suerte. ¿De qué se ríe la gente? No me importa el sexo. No me importa el romanticismo. No me importan las noticias: dicen que estamos confinados, yo más confinada que nunca. ¿Es relevante? No me importa esta columna. No me importa en absoluto. Estoy esperando una llamada.