Me metí en el cine con rabias varias, el viernes del estreno, según el modesto ritual que articula mi vida, que el día que no haya Woody (falta poco) se desarticulará por completo. Woody Allen es como un reloj de arena al que le quedan pocos granos. Cualquiera puede ser el último. Tal vez el de Rifkin’s Festival fue el último. Aunque esta es su película cuarenta y nueve y dice que quiere llegar a la cincuenta.

Desde hace ya un montón de años Woody es mi termómetro, también sentimental. Unas veces voy solo, otras acompañado. Cuando voy solo me gusta ir furtivamente por la tarde, a la primera sesión. Pero el viernes no pude hasta la de las diez y media. Al menos iba embozado en mi mascarilla.

Se me sentó detrás un grupito de cinéfilos veinteañeros que parecían salidos de los noventa: de cuando ellos estaban naciendo. Los tiempos en que Woody hacía Poderosa Afrodita. Eran enternecedores, pero cuando se pusieron a hablar de Persiguiendo a Amy me levanté y me fui varias filas más adelante, aprovechando que la sala estaba casi toda vacía.

Entonces empezó la película y volvieron las sensaciones de siempre. Por supuesto que es floja, pero qué vulgaridad juzgarla. La recepción de Woody es acumulativa: solo con la musiquilla, la iluminación, las tribulaciones y parrafadas de los personajes uno está sintiendo todas sus películas a la vez. Hay una resonancia maravillosa. Se me instala una entrañable melancolía, muy parecida a la felicidad.

La gracia española de Rifkin’s Festival está en San Sebastián, naturalmente. Woody la ha convertido en un postalón más mediterráneo que cantábrico. Es como un Central Park gigante. O mejor, como un gran parque de atracciones del que ha tenido la cortesía de no sacar el túnel del terror (tal vez por eso protestó Bildu en el rodaje: se sintió excluido). Es la San Sebastián paradisíaca del libro de Fernando Savater, quien durante muchos años solo pudo pasearse por ella con escolta.

En cuanto a los actores, me encantó Wallace Shawn, me puso tontorrón Gina Gershon, encontré que Elena Anaya ganaba mucho en el doblaje y recordé que Sergi López no solo es el peor actor del mundo sino también el más desagradable (pero tranquilos: sale muy poco).

Antes de que empezara la película salieron muchas instrucciones higiénicas en la pantalla. Por ejemplo, “no olvides volver a ponerte la mascarilla cuando termines tus palomitas”. Y el orden en que había que salir luego, empezando por las primeras filas. Como yo estaba en ellas, pude camuflar mi huida con la prevención.

Detrás sonaba la musiquilla de los créditos, ya una banda sonora para mí.