"Los menores de 40 años me recordarán sólo por ser el de Corinna, el del elefante y el del maletín". Esta confidencia de Juan Carlos I a un amigo, tres meses antes de su salida de España, rezuma la desesperanza y la resignación propias de un drama shakesperiano y no puede dejar indiferentes a quienes empezamos el colegio en los albores de la Transición y aprendimos a escribir con redacciones libres del tipo Qué es un rey para ti.

Este epitafio apócrifo del último gran Borbón permite interpretar también la controversia suscitada tras su destierro en el marco emocional, intelectual y cognitivo en el que habría de dirimirse lamentablemente cualquier debate precipitado en torno a nuestro modelo de Estado.

Podría decirse, pues, que el último servicio a España de aquel joven Rey a quienes aceptaron sin opciones los abuelos de la cárcel y el ricino; de aquel Rey uniformado que sacó los retratos de Franco de las aulas del Cuéntame; de aquel heredero del Régimen que traicionó a los muchos espadones que aún había, y a quien los publicistas de una democracia titubeante atribuyeron el milagro del juancarlismo, ha sido esta confesión íntima. Una reflexión descarnada de quien se sabe más a merced de los libros que escribirán otros que dueño de su futuro.

Interesa esta revelación íntima desde el ámbito humano y por su dimensión simbólica, histórica e incluso psiquiátrica porque apela a la frustración como estación termini de toda singladura. Porque finiquita el siglo XX español y sus mitologías con una palada de oprobio y un regusto a esperpento muy propios. Y porque esta salida forzada, forzosa y vergonzante de Juan Carlos I tiene los atributos de lo que los loqueros más conspicuos denominan la "transgeneración del dolor".

La transgeneración del dolor vendría a ser ese estigma heredado y heredable que hace a toda una estirpe tributaria de comportamientos familiares que acaban condicionando las relaciones de sus miembros y que indefectiblemente se acaban reproduciendo de generación en generación. El alcoholismo y la drogadicción, la pulsión violenta, la lujuria y -por qué no- la maldición o la bendición del exilio real o figurado formarían parte del elenco de las pasiones transferibles que acaban marcando a fuego vidas propias y ajenas de abuelos, padres, tíos...

El Rey Emérito se ha ido tras una polvareda de memes y soflamas arrebatadas en torno al porvenir de la Corona. Quedan la duda y el temor de que, efectivamente, personas incapaces de recordar más allá de lo inmediato, y de aprender más allá de lo mediato, quieran cuestionar la vigencia del pacto constitucional en la peor crisis que se recuerda. Puede que la transgeneración del dolor sea, además de un concepto de la sociología psiquiátrica, el motor de esa historia de España sobre cuya tristeza germinal advirtió Gil de Biedma.