Cada vez que Fernando Simón aparece en rueda de prensa o realiza unas declaraciones yo, automáticamente y sin que medie voluntad alguna por mi parte, siento la irremediable necesidad de hacer justo lo contrario que recomienda. Sin posibilidad de alternativa. Por puritita superviviencia.

No es por llevar la contraria, es por el mismo mecanismo por el cual el perro de Pavlov salivaba en respuesta al metrónomo. Después de tanto error y si no mentira al menos sí ausencia de veracidad en algunas de sus declaraciones, la voz de Simón produce en mí ese mismo efecto. Solo que yo, en lugar de salivar, me echo a temblar.

Tras declaraciones, entre otras, como que no suponía ningún problema celebrar actos multitudinarios -y lo supuso-, anticipar que en España no habría más de algún caso aislado del virus -más de 200.000 contagiados y casi 24.000 muertos llevamos-, sostener que cerrar colegios no reduciría el riesgo y que por lo tanto no era una medida necesaria -medida tomada poco después-, que las mascarillas no eran necesarias -ahora son imprescindibles. Tras todo esto, digo, ahora nos sale con que vamos a poder hacer deporte o pasear porque “pasear una persona sola nunca ha supuesto riesgo de transmisión”.

Y yo, que me muero de ganas de salir de aquí y todas las excusas me parecen buenas, acabo de hacer una compra online para un mes y me he atrincherado en casa de manera indefinida. Hasta un poco de agorafobia me acabo de autodiagnosticar. No pienso salir hasta que Simón esté convencido de que esto es el fin del mundo. Solo eso saliendo de su boca, como epidemiólogo o como vidente, podría tranquilizarme.

Yo, que nunca he sido de multitudes, y aquí estoy, metida en casa añorando hasta los Sanfermines. Soy ahora mismo un poco como Pessoa, pero comiendo chocolate a todas horas, que no quiero rosas, con tal que haya rosas. Las quiero solo cuando no las pueda tener.

Dice además -Simón, no Pessoa-, en referencia a las inadmisibles declaraciones del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil (¿aceptamos lapsus como animal de compañía?), que es indecente utilizar los fallos en sus discursos para hacerles daño como equipo.

Hombre, Simón, lo que nos faltaba. Que encima nos abronque por dar nuestra opinión, por escandalizarnos ante semejante atropello. Que intente convencer, desde su atril y con su entrañable aspecto de genio despistado, de que la defensa de la libertad de expresión, ejercida libremente por los mismos ciudadanos a los que se la están escamoteando, sea un ataque a su equipo o a un miembro del mismo.

Eso no es indecencia, Simón. Indecencia es que usted todavía no haya dimitido, que es lo que deben hacer los políticos cuando su gestión se revela fallida. Malas noticias: no coló lo de “experto al margen de la política”.